Se o meu pai, sempre fazendo ausência: e o rio-rio-rio, o rio — pondo perpétuo.
Guimaraes Rosa
Cuando se lo siente demasiado el [río] Tajo es Atlántico sin vueltas…
Bernardo Soares
I
A mí padre no le interesaba el fútbol, pero en el 86 empezó con eso de que Maradona y Borges se parecían.
Yo tenía una maestra odiosa que preguntaba qué habíamos cenado, o a dónde habíamos ido de vacaciones. En casa no íbamos de vacaciones y siempre cenábamos pizza. Inventar platos exóticos me resultaba más fácil que inventar Mar del Plata o la costa uruguaya.
Mi padre me buscaba diariamente por la escuela. Un día, mientras me desprendía del grupo, vi que hablaba con la maestra.
Volvimos en silencio hasta que tiró la colilla con un gesto contenido y dijo, sin ninguna introducción, que comíamos pizza porque mamá era una mujer activa, no una mantenida de delantal y ensaladas. Que esa noche él podía hacer huevos fritos y que el mar era un invento de las postales... a fin de cuentas, el río era mucho más lindo. Hizo la pausa de acoger un recuerdo y salmodió: “el arroyo de las sierras / me complace más que el mar”. Encima le endilgó aquella frase, como si me importara, a un fulano preciso. Yo odiaba sus frasecitas con dueño y me crucé de vereda; pero antes le dije que el abuelo tenía razón, que era un revirado. Vio la posibilidad de socratearme. Me preguntó que qué era un revirado. Tartamudeé en la definición y, al fin –habrá sido su parecido con revés–, grité: el que da vuelta todo.
Esa noche hubo pizza y mi padre le trazó con el cuchillo la curva de una sonrisa. Dos aceitunas –los ojos– y dos medias rodajas de tomates –las orejas– completaron la carita. Yo me emperré en mi seriedad insobornable. Mi madre cortó con apuro, pero desplazó en mi favor la muzarella.
Durante los días que siguieron mi padre fue puntual a buscarme y yo, en la primera esquina, me cruzaba de vereda. Él me custodiaba de reojo… y cuando yo me ataba los cordones o me anclaba en alguna baldosa, se dejaba interesar por algún árbol o los contornos de una nube.
…
El domingo a la noche ordenó que me pusiera decente, que íbamos a ir a un restaurante. Mi madre se apareció alta en sus tacos mientras se pescaba el lóbulo con el anzuelo de un aro (encaraba cualquier manualidad sin soltar el cigarrillo). Papá, por su parte, traía un saco que yo no le había visto nunca.
Se miraron por un instante como si yo no existiera.
Papá se había excusado de asistir a mi comunión (por revirado había dicho mi abuelo), pero ahora parecía aceptar mi camisa blanca y hasta me compuso el cuello.
…
El mozo apartó la silla para que mamá se sintiera una reina y nos dejó tres menús. Cuando hallé la resonancia más sugerente, la pronuncié con dificultad. Mi madre tardó en decidirse, como si estudiase una partitura. Papá se distraía con la canastita del pan y, cuando le llegó el turno, pidió dos porciones de pizza.
Mi madre le dedicó esa mirada de censura y admiración que yo celaba tanto.
A la mañana siguiente la maestra se olvidó de preguntarnos sobre la cena. Me sentí estafado y enseguida ese alivio, como el de los espíritus sedentarios cuando se les frustra un viaje.
Mientras bajaban la bandera podía ver a mi padre entre las rejas del patio. Entreví que ese hombre era un extraño y esta vez, al llegar a la esquina, continué a su lado. Yo tampoco era bueno en los rodeos y enseguida le pregunté por qué no iba a la iglesia, por qué nunca hacía asados, no jugaba al truco ni parecía conocer marcas de autos. Me devolvió una respuesta sería y válida para cada punto y yo lo escuché como un fiscal tolerante… Al fin, saqué el as: Le pregunté por qué no miraba los partidos de Argentina. Acá esperé su silencio incriminatorio, que se confesara espía, nativo de algún país que no hubiera clasificado (pero también me aterrorizaba la idea de saberle algún pecado nefando). En cambio, sin inmutarse y con un encogimiento que ablandó sus palabras, me contestó que ya había mucha gente ocupándose de eso. Lo habré mirado con incomprensión. Me puso la mano en el hombro y dijo que cualquiera tenía el derecho de crear sus propios intereses. Me molestaba ese tono sabihondo. Entonó propios como si ahora fuera yo el vende-alma. Pero, dijo, adoptando un aire cariñoso y despreocupado, que, si yo lo prefería, podíamos ver juntos algún partido…
(Yo miraba los partidos en lo de mi abuelo, en un veinticuatro pulgadas, rodeado de tíos y primos festivos. Veníamos de superar a Corea del Sur, Italia, Bulgaria y Uruguay. No tenía ganas de cambiar ese entorno)
Le contesté que me encantaría que viéramos juntos el próximo partido contra Inglaterra.
Mi madre estaba feliz y nos preparó unos buñuelos principiantes. Teníamos un televisor mínimo pero trajimos los sillones del living para que todo pareciera un cine.
No empezamos el mate hasta que empezó el primer tiempo.
Mi padre no parecía aburrido y cuando yo grité el primer gol, sonrió con alegría.
Entonces llegó el segundo. A medida que la jugada evolucionaba, mi padre se inclinaba hacia delante. No supe en qué momento se puso de pie. Estaba mudo, pero cuando lo abracé –sin parar de gritar como un desaforado– me restregó la espalda, como si me agradeciera el momento.
Entonces mi madre tuvo un golpe de inspiración y corrió hacía el cuarto. Volvió con la cámara de fotos. Se apostó frente al televisor y apuntó a conciencia. El partido ya había recomenzado (los jugadores parecían capaces de seguir pero el público y los relatores no parecían repuestos todavía)
–Pueden ponerse –dijo, y nos encuadró con la mano que sostenía el cigarrillo.
Mi padre y yo salimos perfectamente nítidos, pero, por efecto de la luz, no se distingue el interior de la pantalla.
De todas formas nadie duda, cuando muestro la foto, que ahí, dentro de esas catorce pulgadas, Argentina juega en vivo contra Inglaterra para siempre.
II
Desde entonces empezó a hacer esa comparación entre Borges y Maradona.
Muchos años después me encontré al Tingo. Que su amigo fiel –y rival de ajedrez– se apodara “Tingo” arruina el relato, pero así es como le decían.
–Tu padre caminaba como vos –dijo, y fuimos a tomar una cerveza helada. Simulamos interés actual. Le solté mi vida en cuatro párrafos, la suya entró en dos.
Quise instalarlo en el pasado.
–¿En qué se parecen Borges y Maradona? –dije.
Soltó una risa y la nostalgia le mojó los ojos.
–¿Cómo te podés acordar de eso? –dijo. Le incliné el vaso para que me sirviera sin espuma.
–Borges había absorbido mucha literatura inglesa –empezó. El fútbol también había venido de Europa. Los colegios ingleses lo habían traído hacía mucho tiempo. Y Maradona había terminado por hacer lo mismo que el viejo: les había devuelto lo suyo, corregido y aumentado.
Yo conocía la postulación comparativa, pero no sus argumentos y sentí celos, y bastante alivio, por salvarme de tratar a mi padre de adulto.
Salí de eso con un comentario pedante.
–Borges hubiera deplorado el tufillo nacionalista de ese argumento…
–En eso residía la gracia del asunto, creo.
–No puedo pensar en papá como un tipo nacionalista.
–Ojo, no vayas a creer… Le gustaba hablar de esos dos y decir que nos redimieron de la mediocridad. Al tercer vaso de vino agregaba al Che, para chicanearme. No confundas inspiración con asma, le decía yo. Un genio moral, respondía él, sin siquiera mirarme. Así conformaba su triada heroica. Y con eso terminaban sus celebridades… los vasos seguían.
–No sabía que mi viejo tomara.
–¿Tu viejo? No me jodas. Vivía en pedo.
Pero volvamos a los tiempos de los que mi memoria extrae esa densidad exacta, mitad mito, mitad vapor.
Yo nunca había visto jugar a Borges. Del Che, papá me había contado algo y así bauticé al único de los soldaditos que se podía mantener en pie (esa colección había venido fallada). Así y todo, me las arreglaba para rescatar –cuerpo tierra– una mancha de humedad en el piso de la cocina. La mancha de Malvinas.
ATC (Argentina Televisora Color) había empezado a transmitir las discusiones sobre la ley de divorcio. Mi madre aprovechó algunos de los argumentos de los senadores progresistas. Nos prometimos hasta la muerte, dijo, pero sin amor somos dos extraños. Somos otros, repetía (sin sospechar siquiera que parafraseaba a Rimbaud: mamá nunca decía frases con dueño).
En el congreso seguían discutiendo, pero en casa sesionaron antes.
Mi padre se mudó a una pequeña pensión y ya no le quedaba cómodo pasar a buscarme.
El día de mi cumpleaños se olvidó de llamar. Según mi madre, la culpa la tenían los libros. También decía no sé qué de las putas, pero esto lo tenía que oír escondido, cuando nos visitaba mi tía. Hacia el final de la noche, cuando el llamado era improbable, mamá rabió un insulto encarnado y dijo que nunca se volvería a casar con un hombre que leyera libros. Yo estallé en llantos. Ella no había previsto el terrible efecto colateral de sus palabras. Corrió a abrazarme pero terminó por empujar el puñal: explicó que tarde o temprano tendría que rehacer su vida. Dijo así, rehacer mi vida. Me apretujó otro poco… para contenerme –o para no mirarme. Yo esperaba que me soltara para ir a llorar a mi cuarto.
La tarde siguiente volvía de la escuela cuando papá se apareció en la esquina. El moño de la bolsa se repetía en su sonrisa. Que perdonara la demora, pero se había tenido que ir hasta Buenos Aires, porque en la sucursal de Concordia no tenían lo que andaba buscando.
Unos días después, según lo planeado, volví de la escuela con todos mis compañeros. Nóblega y Garabau habían faltado y su ausencia me había preocupado durante la clase, pero cuando llegué a casa el padre del Nóblega estacionaba el auto. Mamá desesperó al ver tantos invitados y corrió a la panadería. El padre de Nóblega actuaba de adulto, pero babeaba de curiosidad.
Miles de veces mamá contó lo de esa tarde. Dice que la llamó Nora, la mamá de Garabau. Eran conocidas del barrio.
–Lili –le dijo–, hacéme un favor, negra. Pablito acá no para de hacerme escándalo. Le metieron en la cabeza que iban a ir todos a tu casa. Está con fiebre y dice que van a ver la pelota, la que Maradona hizo el gol. Hablá con él y decile que es todo mentira.
–Es que no es mentira –dijo mamá, y se reía cada vez que recordaba lo calladita que se había quedado Nora.
La Jalisco, la pelota oficial del mundial ‘86, una esfera platónica, ceñida en cuerina flamante. Si uno se ponía a hacer jueguitos –y no era un tronco– te palpitaba el mundo en el tobillo…
En casa no teníamos buen patio. Había que esperar el fin de semana para verla feliz, como un perro liberado.
Ese año me invitaron a todos los cumpleaños. Los partidos eran más peleados y, si alguien tenía la suerte de hacer un gol, lo gritaba con más ganas.
Después de cada jornada la untaba con cera y le sacaba lustre con una vieja bufanda de lana.
En la escuela se acercaban los más grandes, pero yo sabía de sus intenciones falsas.
Una tarde, en la esquina de Brown y Alem, me paró un grupo de chicos que yo no conocía. Me preguntaron si podían verla. Esa fue mi primera experiencia de la fama, pero también de la paranoia. Veía conspiraciones en todas partes. Robo, secuestro, extorsión, bombarderos ingleses en busca de venganza.
Mi padre murió en primavera. No fue un accidente, tampoco un paro. No cáncer: la causa es otra historia, propia de otoños. Besé la pelota como a una especie de hostia descomunal, la envolví en una manta ceremoniosa y la enluté en el fondo del placard.
Dejé de llevarla por ahí y enseguida surgieron rumores. Algunos decían que se la habíamos vendido a Michael Jackson, otros, que jamás había existido. Mamá solía decir –un poco en broma y un poco cansada– que tendríamos que comprar una caja fuerte.
…
Pasó un año, llegó el verano y llegó un domingo. El calor ponía en duda la continuidad de la especie. Mamá se apareció con la noticia de que un amigo la había invitado a la Tortuga Alegre y que tenía dos sobrinos de mi edad. Habrá descubierto algo en mis ojos porque enseguida aclaró que tenía derecho a tener un amigo y que aprontara mis cosas.
–Ya es tiempo de que desentierres esa pelota –dijo, con todo el mal gusto de ese verbo.
Le grité que no, que la pelota no, pero cuando íbamos en el auto dijo que la había puesto en el baúl, por si cambiaba de idea.
La playa La tortuga alegre queda a unos
Estacionamos bajo un sauce, cargamos las sillitas, un canasto, y caminamos hacía la orilla.
–Ahí están –dijo mamá, y señaló a tres infelices que se concentraban en las boyas de sus mojarreros.
–¡Federico! –gritó, con una entonación que nunca había usado conmigo. El tal “Federico” correteó en nuestra ayuda, traía la sonrisa más idiota que vi en mi vida. Se apretujaron en un abrazo celebratorio.
–Te presento a Matías –dijo mamá, como si pretendiera que les arrojase una lluvia de arroz.
No voy a decir que me quise morir: ese es un sentimiento ordinario que va y vuelve. Aún con la muerte de mi padre y una serie de consecuencias desopilantes (como el maestro que pidió un minuto de silencio cuando me reincorporé a clases) perecía subsistir cierto contrato con los guionistas de mi vida. Se habían extralimitado, ciertamente, pero con todo, esta escena de “La tortuga alegre” fue el punto de ruptura. Tuve la necesitad de gritar ¡Corten! ¡Corten! con todas mis fuerzas, como un director desencajado.
Pero yo no era el director, y el tiempo siguió rodando.
Federico me tocó el pelo. Traté de sonreír… y sentí la cara de cera.
Cuando empezó con el fuego del asado, trató de explicarme la mejor disposición de la pira.
Paréntesis: cualquiera sea la reacción entre dos elementos, será mayor cuanto mayor sea la superficie de contacto. Esa inducción está al alcance de un niño. Bien: Federico se empecinaba en revelarme que primero iban las maderitas más finas.
Mamá me propuso que fuera a inspeccionar un poco el montecito. Atrapé un lagarto y lo metí en una bolsa. Cuando corrí para mostrarlo, mamá le pasaba a Federico bronceador por la espalda. Apenas me vio, resolvió sus caricias untuosas en dos repasadas burocráticas.
Me dijo que soltara eso, que no fuera asqueroso.
Me hubiera gustado que una yarará me mordiera el talón. Camino al hospital Federico conduciría con torpeza y nos atascaríamos en una zanja. El veneno, entretanto, me subiría hasta el corazón. Desde el asiento de atrás, trabados con mamá en una pietá íntima, miraríamos a Federico –tras la ventanilla quedaría expuesta su condición de títere ajeno– que se afanaría en vano, sin fuerza ni ingeniería, por desatascar la rueda. Ella me rociaría de lágrimas y yo, con mi último aliento le daría mi perdón.
Y después sus alaridos majestuosos: las volutas de su alma de Jockey Club elevándose hacia el cielo, reventando en cúpulas oscuras… y mi muerte lo congelaría todo en una catedral gótica. Un final a medida.
Me duele reconocer que el asado estuvo rico. Además, había Coca-Cola.
Jueguen un rato al fútbol, dijo mamá. Y me clavó un brillo de negociación en la mirada. Ella se tumbó a tomar sol y fumar un Jockey.
Pelamos dos ramas largas para hacer un arco. Conté ocho pasos y tracé la línea de los penales. Uno contra uno, al mejor de tres, el ganador quedaba. A los sobrinos los despaché en un trámite; tiré a colocar, como palabras justas.
Me tocaba patearle el primer penal a Federico. Cometí el error de hacer un pequeño promontorio de arena o tomé demasiada carrera. No lo sé. Le pegué con las tripas. Salió directo y fuerte… a las nubes… para el lado del río.
La pelota se había mojado en algún desvío, pero ahora se internó lo suficiente en el río como para que mi madre enloqueciera si yo mismo me arriesgaba en la búsqueda.
Lo primero que pensé es que había errado el primero de la serie y, encima, creaba la ocasión para que Federico se hiciera el héroe; de hecho, él ya empezaba a vadear la orilla camino de lo profundo. Mamá llegaba ahora con sus advertencias y, como se había desatado el corpiño para que el sol no le marcara la espalda, en el apuro del trotecito se cruzaba un brazo contra el pecho –en la otra mano tenía un cigarrillo.
Recapitulo. Acababa de sufrir una humillación deportiva, los sobrinos de Federico sonreían sin disimulo –como cualquier niño frente a una desgracia ajena. Mi más preciado tesoro, que ahora recobraba su calidad de cenotafio paterno, flotaba a treinta metros de la orilla… Como si fuera poco, mi madre aparece sosteniéndose las tetas y mi rival clava un chapuzón con alarde rescatista.
Los vecinos de playa se acercaban como si hubiéramos avistado tiburones. Muy olímpico el salto, pero no sabía mirar mientras nadaba. Daba unas brazadas sin estilo y hacía un alto para orientarse. Ahora había empezado a mirar hacia atrás, como quien calcula el combustible. La pelota se acunaba muy cómoda en la corriente y a Federico no le quedó otra que emprender la vuelta.
Resollaba con exageración, para que no pensásemos que se guardó esfuerzo. Entretanto y sin advertirlo, habíamos empezado a acompañar el trayecto a lo largo de la orilla. Los pescadores aportaban su red de comentarios y adhesiones.
Me acordé de papá, de cuando caminábamos por veredas enfrentadas y me puse a llorar. Un llanto privado, sin reclamo.
–Hay que hacer algo –dijo mamá.
–Cálmese, señora, es una pelota –dijo alguien.
–La pelota de Maradona… ¡Imbécil!
Hubo un rumoreo entre escéptico y asombrado.
–Claro… la del gol a los ingleses –dijo otro, como si prendiera una mecha.
–Yo oí que estaba en Concordia... –aportó un pelado.
–No puede ser... –dijo otro, sin negar.
–¡Es ella! –gritó alguien. Los binoculares le otorgaban cierta autoridad.
Todos parecieron reconocerla.
Ya habíamos hecho unos cuatrocientos metros. El grupo se ensanchaba con el barrer de la playa.
–¿Quién es el chico? –preguntó una vieja; a duras penas podía seguirnos.
–El ángel de la pelota –contestó uno, relamiéndose en la vanidad periodística de acuñar una frase.
Quedaban unos doscientos metros de playa antes de que empezara un bosque barrancoso, alguien propuso buscar los autos y esperar más adelante. Cundió la idea de que fuera en el parque San Carlos. Otro propuso que llamáramos a prefectura. Recordé el odio de mi padre por cualquier fuerza del orden y grité que no. Mi madre se encargó de amplificar mi negativa, ella tenía una mejor garganta. Sentí su apoyo, fue liberador, como vomitar kriptonita.
–¡Nada de prefectura, esta es una causa del pueblo! –gritó alguien, que parecía en pedo, pero solo era rengo y estaba entusiasmado.
–¡Argentina! ¡Argentina! –hubo un conato de coro que se ahogó en los esfuerzos de la marcha.
Empezaba el bosque. La mitad menos heroica del grupo adoptó la idea de esperar río abajo, y se desvió hacia sus autos. Yo ya había empezado a rasguñarme entre ramas. Se oyó una caravana desordenada, los motores y las bocinas se contagiaban como ladridos.
De a ratos podíamos verla, flotaba en un sosiego ajeno, como un cisne recogido. Algunos pescadores no habían tenido tiempo a dejar sus cañas y habían empezado a rezagarse en una lucha de palitos chinos con las ramas. Uno de ellos, barbudo, se desprendió de la suya, los demás lo imitaron. Cambié mi opinión. Un pescador es un hombre vacante que espera al mesías.
A mi lado, un viejo había alzado a un niño exhausto, quizás su nieto. Le explicaba que la pelota bajó desde México, orilló el golfo y el Mar Caribe… que entró por el Cauca y trenzó los ríos de América para saludar a su gente.
–¿Y cómo atravesó la represa? –quiso saber uno.
–Por la compuerta principal –sentenció el niño.
–Por la compuerta principal –ratificó el viejo.
Mamá iba descalza y se ensartaba espinas. Y puteaba, pero no era quejumbre, sonaba como una arenga: Mierda, Carajo. Había adquirido un andar de amazona que me enorgullecía; Federico la seguía detrás, con hojotas y un poco zalamero.
La caminata duró unas tres horas.
Desembocamos en el parque San Carlos: los hombres de Cortés frente a Tenochtitlán. Estaba repleto, el grito concertado de cientos hacía olas en el aire: olé olé olé olé. La pelota, como un moisés sumiso, surcaba las aguas oscuras. La multitud se enardecía.
Mi madre me dio la mano. Nos abrieron paso hasta la orilla.
La vimos alejarse en la noche del río, hacia la luna, como una hija que vuelve al regazo.