EL INTENDENTE

     —   Permiso Señor Intendente -dijo la secretaria.

     —   Si, ¿qué ocurre?

     — Todo el barrio El Trébol está sin luz, quedó fuera de servicio la subestación cuatro.

     Las protestas del Intendente retumbaron en las paredes del centenario edificio municipal, al tiempo que el teléfono sonaba sin pausa.

     — Señor Intendente, llaman del Hospital del barrio El Trébol, quedaron sin luz y tienen un paciente en terapia intensiva.

     El Intendente salió de su despacho sin dar respuesta. Recorrió una galería abierta que bordeaba a un gran patio de baldosas rojas, con dos palmeras muy altas en el centro.  Entró a la Secretaría de Gobierno y gritó al funcionario:

     — ¡Todos los días un problema!  ¿Ustedes no lo quieren entender? ¿O no se dan cuenta de que esto es una conspiración?

     La cuadrilla de reparaciones trabajó toda la tarde y terminó pasadas las nueve de la noche con el arreglo de la subestación eléctrica.  No obstante, fue necesario evacuar a los enfermos, con gran riesgo para el niño internado en la sala de terapia intensiva en grave estado, sobre todo teniendo en cuenta que, debido a la falta de energía eléctrica, se había suspendido una operación que debían practicarle en el Hospital del barrio El Trébol.

     A la mañana siguiente, el Intendente se levantó a las cinco y media.  A las siete llegó a la Municipalidad, no se había olvidado del corte de luz del día anterior; tenía presente todos los problemas con los servicios públicos, que en los últimos meses se presentaban con mayor frecuencia.  Estaba seguro de que se trataba de una conspiración en su contra.

     Entró al despacho. Sobre su escritorio encontró una voluminosa carpeta conteniendo un informe del Secretario de Gobierno.  Mientras tomaba un mate cocido la leyó, pasó varias hojas por alto y prestó atención a la conclusión, allí se expresaba la necesidad de invertir en infraestructura para el mejoramiento de los servicios que brindaba la Municipalidad a los vecinos.

     Fue el propio Secretario de Gobierno quien interrumpió la lectura.  Entró en la oficina sin anunciarse y dijo:

     — No tenemos agua en medio pueblo.  ¿Vio que yo tengo razón?  Por eso le mandé este informe por escrito donde le advierto la necesidad de...

     — ¡Qué necesidad ni necesidad! No tenés nada que advertirme, estoy seguro que fueron los del sindicato de Obras Sanitarias que, complotados con la oposición, cortaron el suministro.

     Pidieron un vehículo y se dirigieron hacia la toma de agua. El camino de acceso era largo, flanqueado por unos añosos eucaliptos. Lo recorrieron en silencio hasta llegar al edificio donde los aguardaba el encargado de la Planta Potabilizadora.

     — ¿Cuál es el problema? -dijo con tono altivo el Intendente, mirando fijo al Encargado.

     — El problema es que el río está muy bajo y al no tener una toma de profundidad, las bombas no pueden chupar el agua, ¿me entiende ‘dotor?

     El Intendente se marchó sin contestar. La explicación que recibió del Encargado no lo satisfizo, pese a que el hombre le aclaró que el problema muy rara vez se presentaba porque el nivel histórico del río siempre se mantenía por encima de los bombeadores, pero que cada cinco o diez años se repetían bajantes debido a la sequía, lo que indicaba la necesidad de contar con una toma de agua desde el lecho del río y bombas más potentes.

     Mientras regresaban a la Intendencia, el Secretario de Gobierno intentó convencerlo de que el Encargado tenía razón. El Intendente permaneció callado, pensando que aquél formaba parte de la conjura, junto con el sindicato y también el partido opositor, que permanentemente se hacía eco de los reclamos salariales de los trabajadores públicos.

     — No caeré en el juego de ellos -pensaba el Intendente. Seguro que quieren que construya obras de infraestructura porque deben tener intereses con la Empresa Constructora. Este que va a mi lado, mi propio Secretario de Gobierno, debe estar prendido buscando coima.

     Al llegar a la Municipalidad ya era el mediodía y su estómago le indicó que era mejor ir a su casa a almorzar, luego dormiría la siesta.

     Nunca sintió tanta bronca contra Obras Sanitarias como en el momento en que fue al baño de su casa y no pudo tirar la cadena, tampoco lavarse las manos.  Debió arreglárselas con un balde de agua que su esposa alcanzó a cargar antes de que cortaran el agua. De todos modos, su apetito estaba intacto; terminó con la tortilla a la española y la media botella de borgoña que quedaba.

     La sobremesa fue breve, como de costumbre no habló con su mujer. Él se fue a su cama y ella a la suya. 

     En plena siesta sonó el timbre. El Intendente se levantó de un salto y atendió en calzoncillos y camiseta. 

     — Señor Intendente, manda decir el Secretario de Salud que venga urgente al Hospital Central -dijo el chofer del Intendente.

     — ¿Qué pasó?

     — Murió un chico que estaba internado en el hospital  El Trébol.  Dicen que falleció por el traslado, al sacarlo de la sala de terapia intensiva.

     — ¿Estás seguro de lo que decís?

     —  Sí ‘dotor, dicen que murió al ratito de entrar al Hospital Central.

     El Intendente subió al auto lo más pronto que pudo y le pidió al chofer que le cuente todos los detalles.

     — Yo lo vine a buscar porque frente al Hospital Central, donde murió el chiquito, se está juntando la gente del barrio El Trébol y gritan que el nene falleció por culpa del corte de luz y lo acusan a ‘Usté ‘dotor.

     — No puede ser que la gente se reúna espontáneamente.  ¡Aquí debe haber activistas! -bramó el Intendente.

     Una multitud cortaba la calle y bloqueaba la entrada del hospital.  No sólo protestaban por la muerte del niño, sino también por los internados de los dos hospitales, que al igual que todo el pueblo, no tenían agua.  El Secretario de Salud les había informado que no habría agua por varios días y los pacientes deberían ser evacuados e internados en otra ciudad.    

     — Si bajamos acá, nos linchan.  Mejor vamos a la Municipalidad -ordenó el Intendente.

     Recorrieron dos cuadras y por segunda vez cambiaron de camino. Una columna formada por unas mil personas se dirigía al Municipio, encabezada por el móvil de la Radio.

     — Prendé la radio, prendé. Escuchá qué dicen -pidió con ansiedad el Intendente.

     — Tienda El Triunfo, siempre con las mejores ofertas, presenta a nuestra unidad móvil -decía una locutora, más preocupada por la publicidad de la tienda que por la  noticia.

     — Gracias estudios centrales. Nos dirigimos hacia la Municipalidad -enfatizaba el periodista.  Encabezamos una columna de más de mil personas y continúan sumándose vecinos a medida que nos acercamos al edificio municipal.  Invitamos a todos los que quieran acercarse a unirse al reclamo, como lo hizo este señor que marcha entre los primeros de la manifestación, cuéntenos qué opina de toda esta situación:

     — Esto es lamentable. ¡Hasta cuándo no tendremos agua! ¿Cuándo terminaremos con los permanentes cortes de luz en el Barrio El Trébol?  El Intendente debe responder... Ya murió una criatura al ser sacado de Terapia Intensiva por el corte de luz.  No queremos que muera más gente.

     — ¡Esto no puede ser! Doblá por esta calle y entramos por la puerta de atrás de la Municipalidad  -ordenó el Intendente, resignado.

     Sin que la multitud se enterara, el Intendente llegó a su despacho.  Inmediatamente se reunió con el Secretario de Gobierno y pronto llegaron los demás miembros del ejecutivo, incluyendo al Secretario de Salud, que había quedado en el Hospital Central y debió salir de allí con custodia, para no ser presa de la bronca de la multitud enfurecida que estaba reunida frente al lugar.

     El Intendente firmó un decreto por el cual se declaraba la emergencia sanitaria y se dio aviso al Gobierno provincial.  Por la noche llegarían camiones cisterna enviados desde una ciudad cercana y al amanecer vehículos de la provincia comenzaron a repartir agua mineral para toda la población.

     Sin embargo, llegada la tarde la gente se empezó a congregar nuevamente en la Plaza, frente al municipio.  A las veintidós había más de ocho mil almas.  Casi todo el pueblo. Los gritos eran cada vez más fuertes, y pronto un grupo de jóvenes arrancaron a tirones las banderas colgadas de los mástiles de la Intendencia.  Allí comenzó la violencia, los destrozos continuaron por la Plaza y pese a que el cura párroco se interpuso, rompieron a  palazos el monumento a la madre y una fuente.  El gordo fraile debió hacerse a un lado ante el riesgo de ser pisoteado por la muchedumbre o aplastado por la pesada estatua de mármol.  La madre se rompió en cinco pedazos, el bebé, tan bien esculpido, rodó por un cantero con un trozo de brazo de la madre adosado.

     — Señor Intendente. Tengo en el teléfono al Jefe de la Oposición.  Dice que quiere reunirse con Usted -informó la secretaria.

     — ¡Ese desgraciado me quiere pedir la renuncia! -gritó el Intendente.

     — Podemos llegar a un arreglo -replicó el Secretario de Gobierno.

     — ¿Qué puedo negociar con él? Sólo quiere mi cabeza.

     — Quizá sea conveniente verlo y tratar de calmar el ánimo de la gente - propuso el Secretario de Salud.

     — Está bien... ¡Secretaria!  Dígale que nos encontraremos, pero no hoy.  Será mañana a las seis y media de la mañana.  A solas. Yo no llevaré a nadie, pero que él no se aparezca con sus concejales -indicó el Intendente.

     — ¿Dónde se reunirán doctor? -preguntó la secretaria.

     — En mi estancia. Fuera del pueblo y a esa hora, no irán los de la radio.

     — Correcto doctor, enseguida lo llamo.  Usted sí que lo tiene todo pensado -se permitió comentar la Secretaria con obsecuencia de secretaria.

     Esa noche antes de llegar a su casa pudo ver cómo un grupo de jóvenes daban vuelta los autos y los prendían fuego. Pese al cordón policial, fue apedreado al entrar a su casa, al grito de ASESINO, ASESINO. Mientras tanto, por la radio hablaba la madre de la criatura muerta en el Hospital y pedía calma a la población.

     — La policía está superada -explicaba por teléfono el Intendente. Son un puñado de hombres contra todo el pueblo. Por favor señor Gobernador, mándeme refuerzos.

     — Vea Intendente, hasta mañana es imposible que le mande los refuerzos, la tropa debe alistarse y luego viajar, le prometo que mañana a la mañana están allá.

     Mientras se despedía del Gobernador las pedradas sonaban en el techo de su casa y los gritos hacían temblar las paredes.

     — Me pedirán la renuncia. Estoy perdido. La oposición se quedará con todo -pensaba.

     Su mente trabajaba sin pausa, con la fiebre de los buscadores de esmeraldas que pasan meses sin hallar la salvación de sus vidas. Se imaginaba las mil y una formas de no advertir el rostro triunfal de su enemigo.  No quería padecer la humillación de que él lo viese con la renuncia en sus manos.

     — Estoy cansado de esta conspiración -balbuceaba.

     Aun antes que cantaran los gallos de riña que criaba en su patio, ya estaba en pie.  Fue a las jaulas de sus gladiadores que, día a día, entrenaba para el odio  y la muerte. Ganaba mucho dinero con este juego clandestino que él mismo regenteaba, entre otros negocios oscuros.

     Luego de cerciorarse de que no le faltara nada a los gallos, se dio un baño.  Desayunó un mate cocido sin leche, no comió nada.  Se vistió con la misma ropa que había estrenado para asumir su cargo de Intendente. Traje azul marino, camisa blanca con gemelos de oro en los puños, corbata de seda azul con bastoncitos rojos y zapatos negros acordonados, muy brillantes. No se despidió de su mujer.  En realidad nunca lo hacía.  Llegó al casco de la estancia media hora antes de lo acordado, encendió las luces de su oficina, que no era distinta a su despacho municipal.  Fue a la cocina, preparó café y protestó porque su esposa había dejado mal cerrada la lata.

     Media hora después de llegar el Intendente, puntualmente, apareció el Jefe de la Oposición.

     — Buen día Señor Intendente.

     — ¿Buen día? Si lo podemos llamar buen día, con todo lo que está pasando -contestó el Intendente con fastidio y ofreció:

     — ¿Toma café?

     — Sí, gracias.

     — Con edulcorante ¿no?

     — Sí, Usted sabe de mi diabetes.

     — Acá en mi escritorio siempre tengo sacarina.

     El Intendente abrió el cajón del medio.  Su mano tembló un poco, pero no dudó.  Sacó un 38 largo y gritó:

     — ¡No te saldrás con la tuya!

     El primer balazo se lo dio en medio del pecho. El rostro del opositor dibujó una mueca de horror y sorpresa, más que de dolor. Se inclinó hacia adelante y antes de chocar su frente contra el escritorio, tenía dos balazos más, esta vez en la cabeza.  No satisfecho, el Intendente se puso de pie; quiso apreciar como se veía el cuerpo de su enemigo vencido ante él. Luego presenció la escena desde atrás, como lo hacen los directores de cine.  Al observar aquella espalda enemiga, el resto de odio subió desde su estómago al gatillo, y lo oprimió con furia, vaciando el cargador. Jadeante, regresó al escritorio, ocupó otra vez su sillón, abrió de nuevo el cajón del medio, sacó una caja de balas, cargó el 38 con el mismo cuidado que lo había hecho durante el insomnio de la noche anterior. Cada proyectil era un rencor escondido, un trozo de plomo aleado con resentimientos, frustraciones y deseos de venganza.

     Abrió la boca bien grande, como se lo pedía el dentista cuando era niño, calzó el caño en su  paladar y apretó el gatillo. Su frente, al igual que la de su enemigo, quedó pegada al escritorio. Su rostro no mostraba horror ni sorpresa, más bien alivio.

     Una semana después del episodio, el Diario Local publicó en tapa un facsímil de la página 123 del diario íntimo del Jefe de la Oposición. Sus hijos habían solicitado publicarla para: “Salvar el honor de nuestro padre, que fue salvajemente asesinado”, según explicaba el artículo.  La mencionada página decía:

     “Estoy viejo. He brindado toda mi vida al Partido y a mi pueblo. He mantenido disputas con mis adversarios políticos. Pero hoy el Intendente es sólo eso: un adversario político.  No lo considero mi enemigo.  Por eso mañana le brindaré mi mano. Tengo el apoyo de mi Partido. Ha llegado el momento del “Gran Acuerdo” que permita sacar adelante a este pueblo. No importa de quién sea el rédito político. Ha llegado el momento de terminar con las viejas antinomias.