EL LLAMADO

 Una ancha faja de luz atravesaba oblicuamente la sala, desde la alta ventana hasta el piso, sobre cuyos limpios mosaicos dispersábase la claridad intrusa con la insolencia de un conquistador. El tiempo debía ser radioso allá fuera, como lo es siempre en esos finales de invierno, que suelen lograr tibios y dorados anticipos de primavera. Adivinábase del lado exterior de los vidrios el latido vital de una vibrante atmósfera, océano de aire que bañaría las cosas en las honduras de sus soleados abismos transparentes.

 Marchando suavemente, con ese andar que parece un deslizamiento, la Hermana de Caridad acercóse a una de las dos camas que agotaban la capacidad de la pieza. Al pasar, arrojó una rápida ojeada al gráfico sujeto a los pies del lecho, en los barrotes de hierro del respaldar; con mano ligera aliñó enseguida el desordenado embozo de la sábana, escuchó un instante la respiración corta y acelerada del enfermo y se alejó de nuevo a paso cauto, empleando esa diestra dulzura de movimientos que parece privativa de las enfermeras. Lombardi la siguió con la mirada mortecina e indiferente de los hospitalizados, en cuyas pupilas parece arremansarse la melancolía tediosa de las interminables horas de vigilia solitaria.

 Había cerrado los ojos cuando se aproximó la hermana, para sustraerse a las convencionales palabras de aliento que su piedad ya rutinaria vertía indistintamente sobre los convalecientes y los moribundos. Lo irritaban los consuelos, después de dos meses largos de cama que habían disipado en su espíritu hasta la más ligera esperanza de curación. Durante aquel tiempo, había visto sucederse cuatro personas en el lecho colocado paralelamente al suyo, contra la pared frontera; y sólo una de ellas pudo despedirse de él, dado de alta por fin, marchándose a convalecer en su casa, lejos del ambiente tétrico del hospital. A los otros los habían sacado de noche, mientras él dormía; y no ignoraba Lombardi la significación lúgubre de esas cautelosas traslaciones nocturnas. Ahora, la cama contigua estaba libre otra vez.

— No duraría mucho tiempo así — pensó, sintiendo un sutil estremecimiento de terror ante la idea de que antes de que otro viniera, la suya, quizás, habría quedado también vacante.

 Su mirada, pesada y lenta, se paseó ahora por las paredes desoladoramente blancas y el piso oliente a líquidos desinfectantes; a esos mismos olores de formol y éter que saturaban también el aire, mezclados siempre con las emanaciones de carne macerada y dolorida que flotan en el interior de todos los hospitales. Después miró la cascada luminosa que descendía rectamente, como la diagonal de un rectángulo, pasando sobre su cabeza a modo de un leve puente derrumbado en uno de sus extremos.

— Lindo día — se dijo mentalmente — . Lindo día, al cabo de tantas semanas en que la gris claridad de las jornadas lluviosas filtraba su tristeza desde el arbolado patío exterior, o se arrastraba por los fríos pasillos del edificio.

 Cansadamente, hizo un cálculo.

— El había entrado... justo, hacía sesenta y ocho días, al principiar el invierno. La primavera debía estar cercana, entonces.

Allá en el fondo de su cerebro repitió lentamente la palabra, silabeándola con pausa, sorprendido por la extraña profundidad que se le revelara en su sentido: "prima-ve-ra" ...

 Curioso, lo que le pasaba. Nunca ese vocablo le había dicho nada; y ahora hablaba a su imaginación, con poderosa fuerza evocativa, de vida potente, natural, coloreada y fresca. Le pareció sentir alrededor un ascenso tumultuoso de savias que se precipitaran en un mundo de formas plásticas y sonoras, oreado por largas ráfagas impregnadas de tónicos sabores salinos.

 Deseó oiría de nuevo y la murmuró quedamente, en voz tan baja, que pasó como un suspiro por los labios pálidos y resecos: primavera..., primavera...

 Bien abiertos los ojos hundidos en la profundidad de las cuencas de un rostro demacrado por la consunción, Lombardí contemplaba el tablón luminoso; y por él, su imaginación evadíase de la sala, escapaba del hospital, ardiente como un potro fugitivo, galopando por los anchos espacios que el sol doraba, muy lejos de aquella casa sombría, muy lejos de la ciudad vibrante de ansiedades y dolores, por los campos dilatados en donde había corrido su infancia y madurado su mocedad.

 Se sofocaba. Abrió la boca en una profunda inspiración que fatigó hasta el dolor sus averiados pulmones. ¡Quién pudiera volver a respirar aquel aire rico y oloroso como un vino, cargado de silvestres saturaciones, que a estas horas asentaríanse blandamente sobre los temblorosos linares y los interminables maizales de Santa Fe!

 Nervioso, cambió de posición; sentíase tan ligero como si los enflaquecidos miembros, inflados de éter imponderable, lo elevaran insensiblemente en el espacio.

 Como una obsesión, insistía el recuerdo de la tierra nativa. Por allá, los rastrojos estarían transformándose en praderas cubiertas de finos pastos color verde claro, por donde cantarían las perdices coloradas bajo el solazo de mediodía. Aunque, recordando bien, no era el tiempo. No, no era el tiempo todavía.

 Él, Lombardi, tenía que saberlo bien, porque vivió en el campo hasta que fuera mozo. Pero el recuerdo de las cosas y de los hechos desvanecíasele en la debilitada memoria, como imágenes huidizas, de sustancia inconsistente y contornos imprecisos.

 Fragmentariamente, a modo de aisladas viñetas de un trunco pasado, acudían ciertos recuerdos. Reconocíase en aquel recio mocetón que marchaba detrás del arado, alentando con enérgicas voces, dilatadas sonoramente en el espacio, a la pareja de grandes caballos que cabeceaban lanzando nubes de humo blanquecino por los abiertos ollares. El rocío escarchado entre las hierbas crujía bajo sus pasos y en la tierra, ablandada por lloviznas recientes, hundíase sin esfuerzo la reja reluciente y filosa, abriendo ancho surco que dejaba escapar el hálito cálido y acre de sus entrañas. Las aves revoloteaban en bandada alrededor de su cabeza, abatiéndose con avidez sobre las amelgas de tierra negra y sustanciosa, para levantarse luego, chillando en la disputa de los insectos recogidos entre los terrones.

 A la distancia, en las casas, alguien hacía señas con los brazos. Advertíase el llamado saliendo de su boca, pero el grito llegaba mucho más tarde, como un trozo de sonido flotante en el aire que se asentara por fin, fatigado, a sus mismos pies. El aire matinal, todavía frío, le friccionaba el rostro con la aspereza de un puñado de mostaza ...

* * *

 Incorporóse trabajosamente en la cama, reclinando la descarnada espalda contra las almohadas. Lo asaltaba una desesperada y orgánica urgencia de sentir otra vez contra la cara la ruda comezón del viento mañanero que hace retozar alegremente sus ráfagas sobre los campos. Llevóse una mano hasta el rostro y palpó la pálida piel bajo la sombra sucia de las barbas aborrascadas. ¡Oh! Si pudiera sentir una vez más, sólo una vez más, la fresca caricia del viento libre sobre su mísera carne enferma!

— ¿Y por qué no, después de todo? — arguyó en su interior una reanimada esperanza. También podría curarse, como tantos, y volver entre su gente, perdida ya de vista en sus andanzas, para trabajar de nuevo como antes, bajo el sol y en pleno contacto con la naturaleza. Porque, eso sí — prometíase en febril soliloquio — , si escapaba de esa, despediríase para siempre de Buenos Aires. Realmente, asombrábale ahora la fascinación que lo atrajo irresistiblemente hasta la gran ciudad. Le parecían tan pobres, tan despreciables, aquellas aspiraciones que lo fueron alejando de lo suyo, de la tierra campesina, para incorporarlo a la falange desesperada de los que se debaten en el ambiente inhóspito de la urbe populosa y egoísta. La verdad, él había soñado con muchas cosas y acariciado múltiples ilusiones. ¿Para qué?

 La claridad disminuía insensiblemente y leve penumbra iba atenuando la agresividad de aquella blancura aséptica que lo rodeaba. Afuera, el sol aún estaría alto y la tarde iría cobrando esa serenidad que anuncia la silenciosa aproximación del crepúsculo. A lo sumo, debajo de los árboles, la sombra haríase más fresca y en las ramas empezaría a bullir la impaciencia de los pájaros que se aprestan para la velada nocturna.

 Siempre le habían gustado los árboles — pensaba ahora Lombardi. No era un hombre culto pero sentía hondamente la sugestión del paisaje arbolado, cuya serena belleza esparcía en su sensibilidad como una callada fluencia de sutiles emociones. Cuando muchacho, placíale tenderse bajo la umbría del ramaje frondoso, fijos los ojos en la clara bóveda del firmamento, escuchando esos rumores misteriosos con que la vida se manifiesta en el cuerpo armonioso del árbol.

 Al fondo de la chacra paterna, en los linderos deL cuadro de pastoreo, había una isleta compacta de talas y chañares. En el centro, como un jefe entre sus tropas, erguía un Jacarandá foráneo su arrogante silueta cuajada de corolas azules. Era un refugio escondido y sombrío, sobre cuyo suelo herboso el sol, filtrado por el follaje, estampaba innumerables arabescos de luz. De vez en cuando, como leves burbujas de bruma, la sombra fugitiva de un pájaro proyectábase desde la altura. A lo lejos, bordeando el alambrado, una fila de álamos piramidales empinaba sus temblorosas agujas.

 Tumbado en los pastos, masticando un jugoso cogollo, él dejaba correr las horas, soñando en cosas extravagantes, lánguido el cuerpo y adormecidos los sentidos bajo la caricia tibia y fragante de la atmósfera. Arriba, los árboles crujían suavemente o dejaban resbalar entre sus hojas un lento susurro confidencial. Las junturas de las grandes ramas chasqueaban como las maderas de un barco filando sobre las aguas. Era un ruidito seco y corto como un lenguaje monosilábico: ¡chqt!, ¡chqt! Habla de hombre, cortada y perentoria. La réplica del follaje descendía como un sedoso deslizamiento del aire a través de finas láminas y vibrantes pecíolos: ¡flsss!, ¡flsss! ... A veces, alargábase en una suspirada emisión, recatada e insinuante, como un llamado de mujer: ¡flflzzzz!, ¡flflzzzz!

 Seguramente, allá fuera, en los árboles del patio, también dialogaban quedamente los gruesos tallos y las vibrátiles ramas hojosas. Los unos, revestidos de rugosas cortezas, articuñlarían su varonil ¡chqt!, ¡chqt! ... Las otras modulaban la indecisa respuesta en el tímido cuchicheo de su aérea fronda: ¡flsss!, ¡flsss!

 Interrumpió de golpe sus imaginerías. Decididamente, debía haberle subido la fiebre. Sentía pesar sobre él un ambiente caliginoso y ardiente. Al mismo tiempo experimentaba la sensación de que la enflaquecida piel que le cubría los huesos, estaba hinchada y densa como una edematía. En la sala iba anocheciendo gradualmente: ya la franja de claridad era sólo un resplandor dorado que se dispersaba desde los vidrios.

 Dejóse caer sobre la cama, ansioso de una frescura que le negaban también las ropas calientes y húmedas por los trasudores de la fiebre.

 Entretanto — pensó otra vez — el aire tibio correría por sobre los campos enverdecidos y la tierra vestiría su fertilidad en las mil formas vegetales de la vida. Correría el agua clara y elástica por los arroyos lejanos, el sol poniente prendería rojizas luces en los flancos de los cerros y la caída de la tarde iría embozando en silenciosa sombra las copas solemnes de la arboleda.

 Urgente y desesperado, retornó de nuevo el anhelo. ¡Ver una vez más, oler una vez más, hundirse una vez más en aquella naturaleza silvestre de sus días infantiles! Era seguro que se moría; pero no quería morirse sin sentir otra vez, la última, sus manos y su cara, todo el cuerpo desnudo, frotados por la fronda suave y fresca de un ramaje; sin llenarse los pulmones con las profundas respiraciones del monte virgen, sin sentir en la cabeza la húmeda unción del relente nocturno sobre las tierras labradas. ¡Si pudiera verse libre de aquel eterno y repugnante olor a formol y éter que se le adhería a las paredes internas de la boca y las narices, saturando su carne con pregustos de muerte!...

* * *

 Nuevamente apareció la hermana y se acercó en silencio a la cama. Algo raro debió advertir en el enfermo, porque volvió a salir con prisa, no tardando en regresar acompañada del interno de guardia. Hundido en ese sopor siniestro que el crepúsculo deja caer sobre los moribundos, atisbándolos como a cosa desconocida y extraña, Lombardi los escuchó cambiar algunas palabras en voz baja. Ante las instancias de la hermana, el practicante se encogió de hombros, retirándose enseguida a grandes pasos, con la expresión de quien deja tras de sí una solución definitiva.

 ¿Entraba la bruma vespertina por la ventana o era que la tíniebla de la muerte empezaba a condensarse frente a sus ojos? No lo sabía Lombardi; ni le interesaba. ¿Se moría? Bueno. Allá en lo profundo de su conciencia insinuábase la vaga noción de que alguien íbase extinguiendo. De todos modos, la cosa era igual.

 Todo el resto de su vitalidad exhausta parecía concentrarse, como la energía de una mano desesperada en el objeto que empuña, en el anhelado pensamiento: ver un árbol... , un árbol.

 A su lado, la monja pasaba las cuentas del rosario, mientras su boca repetía las palabras rituales de la plegaria. Era una mujer vieja y pálida que había rezado junto a la cama de innumerables agonizantes.

 Con los ojos bien abiertos, Lombardi miraba delante de sí; su vista se extendía más allá de la hermana, franqueaba los muros de la habitación, abarcando dilatados espacios por donde corrían espumosos regatos entre frondosas masas vegetales calentadas por la dorada claridad solar.

— Un árbol . . . Un árbol . . .

 La hermana notó el movimiento de los labios y los humedeció con un trozo de algodón empapado en agua. Los labios seguían murmurando algo inaudible. Ella creyó necesaria una palabra de consuelo. Tenía experiencia de esas cosas y no creía llegado el momento supremo todavía :

—Valor, hijito; ¿necesita algo?

 El hombre dejó caer los párpados en leve signo afirmativo.

— ¿Necesita algo?

 Y encorvándose sobre la cama, la monja pegó su oído a la boca del enfermo; la gran cruz de cobre del rosario reposó por un instante sobre el pecho de Lombardi. Hizo éste un esfuerzo y musitó, en una espiración apenas perceptible:

— Un árbol . . . , un árbol . . .

 La hermana se incorporó, perpleja. El delirio de la fiebre, sin duda. Con todo, era raro.

 Y lo miró otra vez, lleno de piedad su arrugado rostro de virgen envejecida. En los ojos del enfermo había tal expresión de trágica ansiedad que la conmovió hasta lo más íntimo.

 Entretanto los labios se movían siempre. Ella leía claramente las palabras en la boca descolorida. Después de todo —-se dijo — , aquello sería un alivio para el infeliz. En el patio había tantas plantas...

 Arrastrando con presteza las anchas faldas, salió de la sala. Había oscurecido completamente. Al pasar, hizo girar el interruptor de la luz.

 Lombardi cerró los ojos, herido por la cruda claridad que se les volcó encima bruscamente. Reclinada la cabeza en la almohada, acentuaba sus aristas la lúgubre flacura del rostro y el cuello. Sus labios continuaban moviéndose tenuamente. Adivinábase que el último anhelo iba escapando por ellos con la vida.

 Una fragante frescura vegetal invadió súbitamente la sala, difundiéndose en imponderables ondas que cubrieron y desplazaron las químicas emanaciones de farmacopea. Llevando en los brazos una mata entera, avanzó la hermana desde la puerta, aproximándose al lecho con gozosa diligencia. Las raíces de la planta estaban todavía cargadas de húmeda tierra y las verdes hojas agrupábanse densamente en los tallos coronados de aromadas inflorecencias. A su paso, la pieza llenábase de silvestres olores, como si alguien hubiera abierto una gran ventana al viento errante de la floresta.

— Tome, hijito.

 Con maternal ternura, como quien deja un niño pequeño en la cuna, la hermana depositó el arbusto al costado del enfermo, sobre el descarnado brazo extendido a lo largo del cuerpo. Lombardi abrió los ojos. Las frondosas ramas bañábanle la macilenta cara con sus jugosas lozanías de planta. Aspiró largamente, como si sorbiera toda la naturaleza. Resbaló una mano, torpe ya, por sobre las hojas, a manera de una ansiosa caricia de bienvenida. Bien sabía él que habría de curar y volver a los campos... A dormitar dulcemente bajo los árboles... La reja del arado abría la tierra tierna que ofrecía sus entrañas a la fecunda luz solar... Allá abajo, alguien lanzaba un llamado que flotaba en el espacio como un trozo invisible de sonido. Una ráfaga fresca soplaba desde el monte inmediato...

De rodillas al lado de la cama, la hermana pasaba las cuentas del rosario.