TANGO

Mi primera soledad fue en el patio de las Hermanas de Gante
y por fuera la colegiata era amarilla y de púrpura sus pestañas,
como una manzana real con la hoja verde de sus ventanales
y dentro de esa manzana yo conocí el pecado de la humillación
y dentro del pecado estaba mi rostro mirándome desasistido
porque de la humillación brota un baldío y ese pozo es un sepulcro
y como en todo enterramiento caminamos bajo una llovizna interior
esa mañana a pleno sol llovía y se casaban las hijas del diablo,
mientras mis amiguitos repetían a coro la lección del catecismo
sin reparar que la poesía de Jesús ocurre en este valle,
porque la poesía es una desclavación que nos permite andar
y cada signo fuera de sus orden se altera de tal modo,
que sólo sirve para cerrarnos las puertas de la inmensidad
y aquella mañana yo me preguntaba:
-Padre, padre, padre… ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
hasta comprobar que la humillación
es un desalojo que deja el corazón deshabitado.
Y esa deshabitación es hoy el único tesoro de mi vida.
 
Mi ángel de la guarda y yo ignorábamos aquel día
que el Siete era un viejito con bastón,
porque los números ya eran ángulos y su música habitaba
las portezuelas de una flauta antiquísima, cuyo concierto
es legible aún entre las altas partituras consteladas
o en esta invisible palpitación de la luz sobre los álamos.
Y en esa gozosa melodía campesina vivíamos los cuatro:
mi osezno, mi ángel, mi padre y mi yo,
soñábamos tres, dormíamos dos.
 
Pero la heterodoxia de no ver el mundo como máscara,
nos trajo la penitencia bajo unas altas galerías asombradas
mientras una urgencia de monjas amainaba,
con azabache en los tocados y en las pecheras blancas,
la amistosa progenie desordenadamente numerada
y yo escucho todavía el escarnio de aquellos arlequines,
el águila en círculo de sus risas a mi costado
mientras sale el batallón de mis órbitas aún aladas,
como si entrase de pronto al invisible corazón de una montaña.
 
Recuerdo sí que me orinaba
que la cera líquida doraba mis altas medias blancas
y en esa mar yacente mis zapatos de charol desde el naufragio
reflejaban los deformados rostros de la Superiora y el bedel:
el mundo de arriba ahogándose en el mundo de abajo,
y esa visitación de los espejos era la expropiación,
de la antigua profundidad de mi mirada. Y supe del miedo
este miedo en que sigo cayendo desasistido
entre los sucesorios órdenes de la desconsolación
porque la rebelión es un legado del pecado original
y cuando vendaron los ojos de mi ángel de la guarda
en el encalado paredón de aquel patio de provincias,
supe que el martirio es una exoneración deliberada.
Y aquella pesadumbre fue la última visión de la infancia
y con la libertad a solas entraba yo al funeral de mi alegría.
 
Mi ángel de la guarda y yo, en aquel terror del desamparo
y con la orejas de burro tatuadas en las colinas del cerebro,
oíamos el frenético tableteo en dominó de las aulas al cerrarse
y esa clausura era un perro que traía en la boca una paloma
y el rayo tenía la mirada de los lobos y cada ojo era un espejo
y como no alcanza un río de nubes para enterrar un ángel,
cada implosión era un vacío excavándose en el aire
y ese escándalo un tren cargado con maniquíes flagelados
y en sus vagones agonizaban los dorados camellos del alba
y el cajoncito de sauce con las muñecas de mi hermana
y como la desheredación es jueves y el jueves ha durado tanto
en ese patio del error fueron más de diez las gárgolas de mi sangre
y el mundo entero todo un cero de brujas tapiado en la garganta.
 
Cada uno vela su ángel a solas y ese extraño privilegio
se transforma con los años en su extremaunción cotidiana
porque después de esa extirpación cada palabra es una conquista
en las gramáticas del desierto y como la humillación es de nácar
ese nácar es el ostracismo y no hay cuerpo que resista
un cuerpo desprovisto de las llaves de su revelación
y el exilio fue la puerta cerrada que abrió el mundo de afuera,
y esa mañana el cielo tendía sus mantillas rumorosas
en una procesión de jacarandaes que bajaban hasta el arroyo
y en ese jordancito interior los pájaros asumieron
los plumones de ángel y yo leía entre las sombras y mugidos
la Sentenciadel Sanedrín que se cumplía ahora en esta orilla.
Y montado en el burro de mí mismo bajaba yo a mis soledades
por una Jerusalem de ranchos aquel miércoles de todas las cenizas.
 
La humillación traza heridas de tiza en el cielo de la carne
y esa división es un puntero y el puntero era el bastón de Moisés
y a cada golpe suyo salen gorgonas y huevos del Bosco
a los incandescentes jardines de la sustitución,
porque el sombrero de la humillación no tiene flores
y los castigos transmutan para crecer como el pecado
y como nadie es dueño de la proporción de sus actos,
aquellas monjas y las palomas mensajeras mojadas de petróleo
se vuelven cuervos y el cuervo no vuelve jamás al arca,
con el sudario del ángel vuelto una reliquia de fuego a mis espaldas
aquella mañana yo salía del huerto de los naranjos
con la inocencia desesperada de los que buscan borrachos
los umbrales de otro reino. Y no he llegado a mi casa todavía.
 
Recuerdo sí, que me orinaba y que esos filamentos
tejían tenazas de lampalagua y una escritura circular
se tragaba el geométrico almíbar de los retablos
hasta la osatura de alambre de las figuras de yeso policromado
y ese hueso era el orgullo pero se llamaba desolación
y esa desnutrición sería la llaga vidente de mi vida
al comprender la extensa impiedad de Dios con su criatura.
Y ahora sólo me desvisto para conjurar aquel escándalo
que de ningún modo sería esta soledad reincidente de tan pura,
si mis esposas comprendieran desde la inclemencia de sus cuerpos,
el íntimo derroche de amar a un niño desde siempre
y que toda mi pasión es este esfuerzo sin más fruto que su ausencia
para hacer que la palabra suba por mí hasta el balcón de su mirada
ya que mis ojos estuvieron una vez en el jardín de la abundancia
y ese hospedaje tenía una ventana y esa ventana era una alianza
y cuando el viento del castigo posó su tijera en mis velámenes
el ángel cayó hacia su sitio y yo quedé en este mundo acurrucado
entre la montura y la rienda de mis caballitos de hojalata.
 
Sí, yo me orinaba recuerdo
y esa lluvia de limón era la esponja de vinagre
y el palomo no besaba a la paloma en las cinguerías del tejado
y el trueno fue más sordo que los ecos, pero el eco era amarillo
y en ese fuego ardía la colegiata y su arsenal de planisferios
y las nubes negras y las nubes blancas de allá arriba remedaban
el infierno de abajo porque sus pollerones ahogaban al sol
y la luz era una sombra de piedra que se colgaba a mi cuello
y en aquel ahogo mi desolación y yo golpeábamos
a las puertas de la belleza pero la belleza no era una casa
sino un camino de campanas hacia la gloria del sentido
sobre el hospital de guerras en que se transformó mi vida.
 
Con la vergüenza a cuestas entré a Caseros 42
y fui hasta la doméstica trinidad de los perales del fondo
y aquella blancura creciente entre dulzores me recuerda ahora
la fidelidad de los zorzales y la misericordia de sus voces,
porque bastó apoyarme en el picaporte niquelado
para que la casa supiese por sus trinos que yo llegaba de otra orilla.
 
Y cuando se callaron los vidrios y se apagó la risa de las mucamas
de la radio brotaba el alcanfor de un bandoneón, tal vez de un piano
y esa epifanía era el tango y ese tango es mi padre
que sale a socorrerme  desde los altos pinares de su sombrero
y mientras el viento aullaba en los desfiladeros de sus corbata
detrás del carruaje infinito de los funerales de la infancia
mi inocencia y yo traspasábamos las fuentes del castigo,
jubilosos de amanecer, olvidados del cuerpo antiguo.