EL MATE DE DOÑA HILDA

(Historias de mate)

Doña Hilda Murillo de Petravento es una señora muy elegante. Gusta tomar mate por las tardes de veranito sentada en el porche de su chalecito en una mesa chiquita con blanco mantel apuntillado. Antes de salir pasa un tiempo considerable para ponerse su vestido de flores estampadas con grandes botones blancos, delinear sus ojos, estirar con polvos su arrugada cara y, por sobre todo, darle el color bermellón a sus gruesos labios. La ceremonia continúa en la presentación de la mesa, a la que luego de cubrirla con ese mantel, dispone de dos servilletas, unas galletitas de agua ofrecidas en elegante plato, una mermelada (siempre de zapallo), una cucharita de alpaca, el cuchillito para el dulce y un vaso con agua. Se apoltrona en un sillón hamaca de director de cine pintado de blanco con lona verde inglés. Queda a su lado una silla para que sea ocupada por quien circunstancialmente esté dispuesto a acompañarla.

Los años hicieron su trabajo con doña Hilda, tal como lo hace con todos, pero no hay mejor viga para ver que la del ojo de otro, es por eso que se nota más. La pastosa y desmedida pintura de labios sigue las irregularidades que no logran alisar. Ya no tiene vista suficiente para darse cuenta de los pelos que se hacen evidentes desde los orificios de su nariz. La traiciona el pulso que hace que sus mates se laven más rápido y que algún chorrito de agua vaya a terminar fuera del lugar indicado.

Hoy me tocó pasar a mi y resultar convidado con uno de sus mates. Apenas el saludo de cortesía, hola doña Hilda, para poder ver sin que nadie me lo cuente como apuraba la chupadita con un resto de mermelada pegada a su boca, acomodando la bombilla con la lengua por la que trepaban a la boquilla la masa de migas ensalivadas fundidas al labial. Con sus dedos índice y pulgar derechos sacó todo exceso pegado al metal y echó agua a un mate en el que nadaban unos palitos de yerba. Dale nene, yo sé que te gusta, tomate uno y sentate.