EL TAXISTA DE PIEDRAS BLANCAS

Verónica y Virginia llegaron a la estación terminal de ómnibus de Merlo, en la provincia de San Luis.

Un taxista se les acercó.

−¿Taxi, señoritas?

Las viajeras subieron al vehículo y empezaron a conversar con el conductor. Le explicaron que procedían de Entre Ríos, y que era la primera vez que visitaban el lugar.

−Si me permiten, yo les sugeriría seguir un poco más adelante, quince kilómetros más arriba −dijo el chofer−. Ahí está Piedras Blancas, un lugar excelente para descansar, con buenos hoteles y el río allí nomás, a una cuadra del camino.

Las recién llegadas decidieron aceptar la sugerencia del taxista.

−Las llevaré a la Hostería Choay −dijo− es muy familiar, tiene un gran parque con hermosos árboles, se sentirán cómodas.

Durante el trayecto les fue indicando las particularidades de la región, las excelencias del clima y del paisaje.

Al llegar a la hostería, bajó las valijas de las pasajeras y se despidió.

−Me llamo Pedro Roldán −se presentó, y agregó amablemente−. Siempre estoy en la parada de la terminal. Les deseo muy buenas vacaciones, señoritas, y hasta cualquier día de éstos.

Al día siguiente, las jóvenes tomaron el ómnibus local que las llevó hasta la terminal de Merlo; y allí estaba Pedro Roldán, al volante de su coche. Se acercaron y le pidieron que las llevara a conocer lugares típicos.

A partir de ese día, hicieron excursiones diarias que les permitieron conocer parajes de sorprendente belleza natural, capillitas solitarias, arroyos que corren entre las piedras, pequeños pueblos escondidos entre las montañas.

Pero las vacaciones llegaron a su fin.

Verónica y Virginia, en su último paseo por Merlo se acercaron a la terminal de ómnibus a comprar los pasajes de regreso; también decidieron pedirle a Pedro Roldán que fuera a buscarlas a la Hostería Choay a las siete del día siguiente.

Allí estaba el coche, en el lugar de costumbre; pero en su interior había otra persona. Era el taxi de Pedro Roldán, no había ninguna duda.

Se aproximaron, sorprendidas.

−Buenas tardes −saludó Verónica al hombre que estaba al volante−. ¿Y el Señor Roldán?

−¿Qué señor Roldán? −preguntó a su vez el desconocido, un hombre de edad indefinida, casi un anciano, con profundas arrugas en el rostro y una gorra de cuero encasquetada hasta las orejas.

−El dueño de este taxi −respondió la joven.

−El dueño de este taxi soy yo −replicó el viejo− y me llamó, precisamente, Pedro Roldán.

−Pero, ¿cómo es posible?  −exclamó Verónica con un gesto de perplejidad− ese taxista, ese hombre dijo ser Pedro Roldán, y nos llevó por las sierras en este coche todos los días, desde que llegamos.

−Imposible, señorita −contestó el desconocido− este coche estuvo toda la semana en el taller, en reparación −y antes de que las jóvenes pudieran replicar, preguntó−. Pero, ¿cómo dijo que se llamaba ese hombre?

−Pedro Roldán −respondió Virginia.

−Pedro Roldán soy yo −repitió molesto y agregó abriendo la guantera del vehículo− ¿ven? aquí están los papeles del coche; fíjense, por favor, a nombre de quién están.

Las turistas comprobaron que ese era el nombre que figuraba en el documento habilitante del taxista.

El anciano, entretanto, permanecía serio.

−Si ustedes están diciendo la verdad −dijo un tanto alterado− se trata de un impostor, claro; ¿qué otra explicación puede haber?

−¿Cómo que si estamos diciendo la verdad? −replicó Virginia.

Pero el viejo continuó abstraído, como tratando de indagar en su memoria.

−Díganme, por favor −agregó− ¿Cómo era ese hombre?

Verónica se apresuró a contestar;

−Como de cuarenta años, más bien alto, cabello oscuro, ojos claros.

El anciano frunció el ceño y todo su rostro se ensombreció.

−Traten de recordar  −prosiguió diciendo− si alguna vez le dieron la mano.

−¿Si le dimos la mano? −las jóvenes se miraron−. No, nunca. ¿Por qué?

−En todos esos días −volvió a preguntar el viejo− por ejemplo, al mediodía, cuando ustedes almorzaban o comían algo, él, ¿también comía?

−No −sonrió Verónica− él nos decía que estaba haciendo régimen para adelgazar; la verdad, nos parecía bien, porque es un hombre bastante robusto, aunque no obeso.

El desconocido hizo un gesto de asentimiento, como si las palabras de aquellas pasajeras confirmaran sus sospechas.

Virginia, exasperada por tan ambigua y extraña actitud, preguntó intrigada:

−Pero ese impostor, según usted, ¿cómo pudo usar este coche toda la semana, si lo estaban reparando en un taller?

El hombre permaneció en silencio, con el ceño fruncido y la mirada perdida en las montañas.

−Ellos pueden hacerlo −contestó al cabo con voz queda, casi para sí.

−¿Ellos? ¿Quiénes?  −inquirió Virginia, recelosa.

El anciano meneó la cabeza.

−Creo saber de quién se trata −murmuró después de una prolongada pausa−. Es él... Horacio Olivera; y claro, usa mi nombre para no despertar sospechas; sí... −agregó pensativo− Horacio Olivera... así se llama; es decir, se llamaba... fue dueño de este taxi durante veinte años.

−¿Se llamaba? −repitieron las jóvenes al unísono.

−Vengan, por favor −dijo abriendo la portezuela de atrás del vehículo− vean ustedes mismas.

Las jóvenes se miraron dubitativas y, después de un instante de vacilación, subieron al automóvil.

El viejo se acomodó la gorra sobre los ojos, giró la llave del arranque y apretó el acelerador.

Marcharon por un camino pedregoso, abierto en la ladera de una sierra baja y, veinte minutos más tarde, se encontraron frente al viejo cementerio de la ciudad.

Al descender del automóvil, las jóvenes advirtieron que el taxista recogía un bastón oscuro con empuñadura de plata, que llevaba en el asiento delantero y lo colgaba de su brazo izquierdo.

Los tres visitantes recorrieron en silencio un ancho camino embaldosado como un tablero de ajedrez en blanco y negro,  bordeado de cipreses que alzaban al cielo sus copas oscuras y severas.

A esa hora, el cementerio estaba totalmente desierto, como aislado en un espacio sin movimiento y sin tiempo. Tan sólo el lento fluir de un denso silencio verde quebraba la inmovilidad de la tarde, un silencio que parecía emerger de todas las sepulturas, arremolinándose en espirales ascendentes que se diluían en la altura en amplias ondas expansivas.

Al llegar a una lápida, el viejo se detuvo:

−Aquí es −dijo− fíjense; esta es la tumba de Horacio Olivera; este es el hombre que iba al volante del taxi que tomaron ustedes; es decir, el mío.

Las jóvenes lo miraron asombradas.  

−Este hombre murió en un accidente, a los cuarenta años −prosiguió− seguramente no se resignó a morir tan joven y por eso vuelve; y no es la primera vez. Algunos dicen haberlo visto rondando el cementerio como buscando algo, tal vez su propia tumba... −se acomodó la gorra en un ademán instintivo de su mano huesuda y añadió−. Él vivía en Merlo; yo, en cambio, siempre preferí la soledad y el contacto con el río, el río de Piedras Blancas, que ustedes habrán visto; un río de mármol, manso y transparente y de aguas doradas, como sembrado de pepitas de oro...

Horacio Olivera también era taxista −agregó con voz contenida−. Su viuda me vendió el coche poco tiempo después de su muerte. Precisamente hoy se cumplen tres años. Tres años... sí, hoy es el tercer aniversario de su muerte.

−Quiere decir que ese hombre... −aventuró Virginia− Pedro Roldán, quiero decir Horacio Olivera, era un... es un...

El anciano asintió:

−Un fantasma −murmuró gravemente−. Así que, como ven, el único dueño de este taxi soy yo. El ya no es taxista, ni nada… Si me permiten, voy a elevar una oración por su alma.

Entonces se quitó la gorra de cuero, dejando al descubierto sus escasos cabellos canosos y después de un instante de recogimiento se arrodilló junto al sepulcro de Horacio Olivera.

Verónica y Virginia empezaron a alejarse discretamente en dirección a la puerta del cementerio.

Pero apenas anduvieron algunos pasos, se detuvieron; una visión las paralizó: la imagen de un hombre alto, de unos cuarenta años, cabello oscuro, ojos claros, que venía avanzando hacia ellas a través de los cipreses con un ritmo cadencioso, como deslizándose en el aire a cámara lenta. Hasta que, materializándose a corta distancia de las jóvenes, vociferó haciendo grandes ademanes:

−¡Eh, ustedes! ¿Quién les dio autorización para sacar mi taxi de la parada?

Las jóvenes lo miraron aterradas.

−¿Su taxi? −repitieron como autómatas.

−Sí, el de la parada de la terminal de ómnibus −continuó, ya más calmo− fui a comprar cigarrillos y cuando volví, ¡quién lo hubiera creído! mi auto ya no estaba allí... había desaparecido.  Una hora buscándolo, hasta que me dieron una pista.

Verónica y Virginia, a pesar de su desconcierto, comprendieron que ese hombre era de carne y hueso, tan sólido y real como ellas mismas.

−Pero nosotras no hicimos nada −replicó Verónica y agregó señalando el lugar donde se encontraba el anciano orando− el señor Roldán nos dijo que ese coche era de él.

−¿El señor Roldan? −replicó el recién llegado examinando a una y a otra con una mirada extraña.

−Sí... él le explicará −balbuceó Verónica, incómoda− pídale explicaciones a él, por favor.

Dieron un paso hacia la salida para huir de allí y dejar que los dos hombres arreglaran sus asuntos a solas.

−¿Que le pida explicaciones a él? −repitió el hombre clavando en los rostros juveniles una mirada inquieta−. ¿A quién?

Las jóvenes se volvieron hacia la lápida. El anciano había desaparecido.

Sólo encontraron el bastón con un nombre grabado en la empuñadura −Horacio Olivera− y, en el mármol, la fecha de su muerte, tres años atrás.