LATA PEINADA (FRAGMENTO)

DIRECCIÓN NORTE                                                         

 

(Primera parte)

 

I. El Fulano ansioso llegó en mal momento. Odracir le echó una mirada hosca, pero él arremetió nomás.

—Ahora resulta que ella me quiere encerrar en su memo­ria de mortal. Desterrarme allí, nada más. ¿Qué gano yo con ser un buen recuerdo, una buena persona, un buen cualquier cosa, encerrado allí?

—Siempre el mismo quejoso... Justo cuando pensaba es­cuchar lo que acabo de escribir.

— ¡Pero esta turca, Odracir!

—¿Qué turca?

—Bueno, no es turca pero parece... Tiene lo más lindo de todas las turquitas que he conocido. De las santiagueñas, de las tucumanas, de las salteñas... Y fíjate, es de aquí, no es turca... Porque...

—Pará de una vez. Ayer no me dejaron hablar de un turco, no de una turca. Ahora callate y dejame escucharme: “Quiero hablar de un Turco y se largan a hablarme de un Oscar, un sordo espléndido sin duda. «No rompa su coche, rompa el de Oscar» era el slogan de una academia que enseñaba a ma­nejar allá por el Parque Centenario. Y este Oscar, tan despis­tado a veces, también llegó a enseñar a otros a manejarse solos, peatones o no...”

El Fulano escuchó primero atento, pero ansioso como es­taba, sintió que desde adentro le salía la música de fondo, una vieja canción: “Qué te parece cholito / que me van a desterrar / como si la ausencia fuera / remedio para mi mal”.

Tenía calle el Oscarcito, es cierto, pero calle de caminar pensando en libros. El turco de quien voy a hablar ahora... “Ora...aba...ar...so...ra...jo...u...re...dd...mm...”

De pronto, el Fulano comenzó a ensordecerse. Apenas oía pedacitos de palabras y también se le apagaba la cancioncita que le había salido como música de fondo. Conocía al “sordo espléndido”, un amigo de Odracir, y recordaba su desespera­ción cuando en el momento menos pensado se le gastaba de golpe la pilita del audífono en una reunión de gente impor­tante, y hasta él mismo dejaba de oírse. Ahora, el Fulano veía a Odracir mover los labios con aire embelesado escuchándose a sí mismo. Después se le nublaron los ojos y Odracir se disipó leyéndose.

Cuando volvió a ver y oír, era el Fulanito de diez años, hondeando tijeretas en el monte con changos de su edad, cerca nomás del río Metan o del juramento... No, no. Era el río Ro­sario, porque en el fondo azuleaban los suaves cerros de Hor­cones. Había llegado basta allí montado en pelo, al galope de su yegua blanca: los mayores, después de almorzar, le escon­dían la montura y las riendas para que no les estropeara la siesta con sus correrías en la resolana o bajo el sol a pico. Pero él se prendía de las crines de la yegua blanca, ¡y dale nomás!...

Ahora miraba, medio oculto en el pajonal, el río vertigi­noso rebalsando de crecido por las estrepitosas lluvias del ve­rano. Y colorado, bien colorado de tanto arañar, con furia y a la disparada, las costas ferruginosas. Y veía también a los turcos y turcas, recién despegados de la siesta, bañarse tran­quilamente en las aguas tumultuosas y coloradas, antes de irse a abrir otra vez las tienditas y los ramos generales. Nadie pensaba mal entonces. Oía las risas de las turquitas que, des­pués de desnudarse en la orilla, corrían a cubrirse con las aguas cárdenas, nada transparentes. Los turcos, en cambio, con el agua en la cintura, se jabonaban grave y lentamente.

El Fulanito se distrae y cuando vuelve a abrir los ojos ve que está tirado entre los yuyos altos, rasca que te rasca los bi­chos colorados, bajo la vieja higuera de higos morados. Le­vanta apenas la cabeza. A lo lejos, sobre los molles del fondo, asoman imponentes los macizos de los Valles Calchaquíes. Alguien corre hacia él o hacia la higuera. ¿La Blanquita Chaya, la Leonor Adera? La Blanquita sí, pero, “nunca la vi tan grande”.

 

                                                          *  *

 

2. Justo esa mañana que empezó pisando fuerte todo se le vino abajo, al otro al otro nivel... LA BÚSQUEDA DEL LOBO ELÉCTRICO. TENSO PARCHE DE LA NOCHE INTERMINABLE. Ill LAS ÚLTIMAS PILCHAS EN LA ALAMBRADA DE PÚAS Y EL FLECHADO EN LA CIÉNAGA POR MIL OJOS DE GATO... Acorde bandoneónico... fueron tres pasos nada más de pisar fuerte. «Júnteme toda la gente que pueda, téngamela lista, no me la deje ir». Las hor­migas subiendo por los huesos de la cabeza, la tabla de lavar y la voz pulseada. La noche soga suelta, golpeando el suelo como cola de yacaré, venteando maldiciones vaya uno a saber. El humo no se mezcla con la polvareda. Dos kilómetros de noche limpia y nadie aguanta el silencio. Decime cualquier pa­vada... paladar partido. Los picos tironean de los flecos, la grasa voltea.

 

                                                           *  *

3. Habrá ido tumbándose hasta que se quedó solo en el monte. Tanteando el almacén en lo oscuro dio una vuelta que se fue agrandando hasta que sin darse cuenta se metió en el monte espeso como en su casa. Después se habrá imaginado que dormía despatarrado en su cama. Nunca más volvería a despertarse, lo que a veces es una suerte. Se pasó al otro lado lo más campante. Lentamente debió ser, como bala cansada. Aunque la verdad, para los del lado de acá, haya sido otra. Se­guro que olía más a muerto que a vivo. Los perros sueltos se le arrimaron sin asco. Ahora no hay machado que no se acuerde de él. Y a más de fijarse bien por donde anda el alma­cén de noche, siempre se preocupan de llevarle damajuanas llenas al finadito, pateando perros, de paso, camino del ce­menterio. Vino espeso, monte espeso, no confundirse. Una da­majuana para el finado que se perdió en el monte, y una o dos botellas cuidaditas bajo el brazo, pa chupar a su saló en el camposanto. Las calaveras se han vuelto locas. Y puja que te puja siempre hay una que rompe la costra... Y se arrima. Los machados que siguen brindando por el finadito le encienden como si tal cosa un cigarro ‘e chala en uno de los agujeros de los ojos del comido por los perros, mientras le echan por el otro un buen chorro ‘e vino. Y se viene la salpicada de gotas moradas en la tierra seca. La calavera sin mandíbula tiene un agujerito ahumado en un costado. ¡Otro que ha muerto en su ley! Sólo la bruja que se arrima al final consigue que la cala­vera vuelva bajo tierra cubriéndola con sus anchas polleras negras... Hasta que vuelva a pasar lo que pasó... O hasta que los muertos entierren a los vivos y la cosa se dé vuelta de una vez, y a los dados calaveras les salgan al fin todas las caras que les faltan para completar la suerte entera. Y los finados pue­dan retozar al fin como patos en la laguna, y no haya en el mundo cosa mejor que ellos, los eternamente traicionados por los vivos. Una cosa es pata ‘e catre suelta como pata ‘e lan­gosta, zapato viudo, cuero de gato entero, aplastado y vacío, que resiste largo. Otra, perro partido en dos, tres, cuatro, ci­marrón o no, o potro mal domado que escupe al fin al jinete más mentado, o el conscripto caído en la redada milica que me lo lleva a la capital, rascándose la cabeza rapada que añora la piojería de siempre. El solazo raja la tierra. Al tiempo le im­porta un rábano. Y el semáforo sumiso medita su venganza hasta que se larga a entreverar nomás fierros rodantes.

* *

(Primera parte)

4. Apenas raspa. Apenas rasca el silencio. Tarda horas en pasar, a los revolcones, a los tumbos. Ahora ha quedado panza arriba, rascando el aire caliente, achicharrado, enceguecido por el sol. Ya se quisiera derramar, evaporarse como el agua. Pero el cuero no afloja... Se endereza como puede. ¿Dónde se ha visto semejante yacaré en un desierto calcinado y salitroso? Pero el renegado sigue avanzando en contra. Otro revolcón y de nuevo panza al sol. Hace días que se empecina en seguir en dirección opuesta al río. Ni a los sapos viejos se les hubiera ocurrido. Trata de orientarse a ciegas. ¿Dónde arriba? ¿Dónde abajo? Un cigarro que tiraron hace rato no termina de apagarse a un costado. Un humito apenas para acompañar lo que no se sabe cómo seguirá.

Eructo de Vilte, sin resonancia, ya del otro lado de la fron­tera, con las luces de Yacuiba a la vista. Suspirito. La Juanita Alancay encerrada en la Casa de Gobierno de Jujuy, por dor­mirse en un rincón sin ser despertada, tropieza en los corredo­res oscuros con los ordenanzas borrachos tumbados en el suelo. El yacaré enceguecido gira como reloj gatillado en la parrilla misma del sol que se ha ido. Por algún lado ha de salir la arena del puño más apretado y el agua de las canillas mejor cerradas mientras los billetes recién planchados mueren nomás como moscas. Hasta que en una curva, el último mo­delo japonés hace un trompo estupendo a la luz de la luna que nada puede hacer por él. ¿A quién le va a interesar si rompió el silencio apenas rasgado por el yacaré y por otras tantas almas silenciosas que nunca se ven? Siempre habrá tropiezos con suerte. Resbalón no es vuelo ni arrastrada derrame, mien­tras aguante el cuero.

                                                           *

5. Lechuzas y murciélagos se entienden como siempre en el campanario de la catedral. El yacaré encandilado gira y gira, como reloj desbocado, en la misma parrilla del sol. Por algún lado ha de salir la arena del puño más apretado y el agua de las canillas mejor cerradas mientras los billetes estrujados que mueren como moscas.

 

¿Y aquel loco que se le apareció una vez con la cara pin­tarrajeada? La maestrita, que ya es viuda, se acuerda de golpe de él. Nunca se lo contó a nadie, ni menos al hombre con quien se casó después, enterrado hará dos años en la Puna re­seca. Los tres hijos que tuvieron ya andan sueltos por la vida. La viuda avanza como ánima confundida en la polvareda, entre las gordas que prenden sumisamente el fuego, alivio que no le alcanza.

   *

6. Toribio Montero, único hijo varón entre cinco hermanas de las que ya ni se acuerda. Lorenza, la tercera, se acordó de la familia cundo la metieron presa. Mejor dicho, la hicieron acordarse en la comisaría. Con siete hijos encima, ¿cómo podía acordarse la pobre de la mama de ella y del padre que nunca se supo? Tan luego ella, la Lorenza, que ya iba olvidán­dose, y no tenía por qué acordarse, de quién era el padre del Daniel, el último de sus hijos. Apenas recordaba que ese hom­bre le había puesto al chango ese nombre que a ella no le gus­taba. Por eso, de entrada, lo aporreó fuerte al chango ese. Y ahora es el Daniel el que se le aparece al Toribio cuando menos esperaba.

— ¡Pará, chango! ¿Quién es esa Lorenza?

Mi mama, la hermana de usté, dicen.

—¿Y quién te lo ha dicho? ¿Algún travieso? ¿Mi hermana decís?

—Sí, don. La hermana de usté y mi mama, la Lorenza Montero.

—Mirá, nunca he podido saber todo lo que ha largado mi mama por’ai. Podría ser... pero de esa Lorenza no me acuerdo nada. Entrá nomás... Basta con que seas tucumano, ¿no? Entrá y tomate unos mates porque plata acá no hay. Tucu­mano y peronista, ¿no?

—Bueno, así’ai’ser... Mi mama me ha dicho que me le arrimara a usté por si sabía de algún trabajo.

—Aquí el trabajo hay que aprenderlo en la calle. Siempre hay algún opa a mano. Largate nomás...

—Bueno, usté me ha de dar lesiones. Algún consejo pa manejarme...

—Esperiencia, m’hijo. Nada más. Empezá vos solo ense­guida.

—Pero algo me podrá enseñar, don...

—Largá el mate y andá verlo a un hijo engrupido que anda trabajando de mozo en un café y ya no se me aparece más por la villa. No te veo cara de enseñarte yo a vos. Ni menos mis otros changos que se las arreglan bien, en la calle nomás...

—¿Son todos changos, pues?

—No me hablés que se me ha ido una changa con los man­gos que me debe, la guacha. Alguno de la villa ‘ai’ser, me su­pongo. Y vos caés justo en este momento... ¿De qué Lorenza me estás hablando? Más lo pienso y menos me acuerdo. Tomá otro mate y mandate mudar. Si fueras mujer a lo mejor me acordaría de la Lorenza esa que decís. Pero te veo a vos y no me acuerdo una mierda. ¡Mandate mudar, marica! ¡Largá ese mate!

—Está bien, patrón. Pero a mí me ha mandado a verlo el Fulano... ¿Se acuerda de él?

¿Qué? ¿El Fulano vive con tu mama o se la culea nomás? ¿En serio? ¿Qué tal está tu mama?

—Mi mama Lorenza me ha dicho que es su hermana, don.

—¿Hermana del Fulano? ¿Y se acuesta con él? ¡Qué des­graciado!

—No don. No creo que mi mama lo conozca al Fulano.

—¿Y cómo sabés que no la conoce?

—Y... Están muy lejos, don.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—No puede ser, don. Al Fulano que usté conoce yo lo he conocido de casualidad en un hotel de Constitución...

—¿El Fulano vive aquí con tu mama entonces?

—No don, mi mama vive en Tucumán.

---¡Ah...! ¡El Fulano la largó! ¡Qué hijo’e puta!

—No, don. A mi mama la largó otro. No era el Fulano.

—¡Ah! Si la largó otro, ¡que se arregle! Yo no tengo nada que ver.

—Y el Fulano me dijo...

—Mirá, no sigás con el Fulano. ¿No serás hijo de él vos?

—No, don. Yo soy el hijo de la Lorenza, la hermana de usté...

—Ya te he dicho que yo me he criado con unos cuantos... De la Lorenza esta no me acuerdo nada. Y si el Fulano anda en esto me acuerdo menos... Soltá el mate y mandate mudar de una vez... ¡Fuera!

—Está bien, don, está bien...

—¡Fuera! Y decile al Fulano que si no es tu padre se apa­rezca él por acá y no te mande a vos. ¡Que se venga él, si es hombre! ¡Ya lo vua’rreglar! ¡Atorrante!

 

                                                             *   *

 

La Turca falsa tiene toda la vida arreglada pero no quiere tenerla regalada. Ya no puede echarse atrás, no puede renunciar a lo que tiene. Ese es su drama. Además de eso es alta. La suya es una vida demasiado condicionada, poco aza­rosa. La del Fulano en cambio es todo lo contrario, demasiado azarosa. La Turca le ganó de mano y se borró primero y tiene mil formas de olvidarse de él, todos los recursos para que él ni nadie le haga mella. Es claro que todo se acumula. Ella borra pero siente la borra espesa que año tras año se acumula en ella y se sigue acumulando en este momento en que está sola desorientada hasta que algún compromiso la ata a una vida rutinaria es cierto pero segura.

El Fulano, que la ve sola, se equivoca o se ilusiona y lo sabe. No tiene ninguna chance y la suerte nunca lo favoreció. La suerte dispone de él lo que es otra cosa.

 

* *

 

(Primera parte)

 

8. Lo que faltaba... El llanto del destiñe... El Fulano se larga a llorar, despatarrado en la única silla que ya no lo aguanta más... En el rincón de las medias guachas que siem­pre se escapan del par. Mira desteñirse su camisa en el agua jabonosa de la palangana y él también se destiñe. No da más.

Y eso que menos de una hora antes los ojos de la alema­nita santafesina le habían iluminado la cara. La rubita de la pieza 12 del hotelucho venía a quejarse de dolor de muelas.

¿Qué hago flaco? No doy más...” Su hombre, un obrero de la construcción, llegaba siempre demorado. Cuando salía de la obra, se empeñaba en construir la casa propia que no tenía con Talacasto y ginebra. Ya la estaría terminando porque hoy demoraba más que nunca... “¿Qué hago flaco? Me duele mucho. No tengo un mango.”, le insistía la rubita. “...Y bueno, vamos para el lado de Pueyrredón. Allí no cobran nada. Te acompaño.” Dicho y hecho. Le abrieron la muela con el tomo a la rubita. Adiós dolor, “pero por las dudas tómese esto” y le alcanzaron una receta. El Fulano pagó el remedio y volvió al hotelito con la alemanita dorada del norte santafecino. Aún no había llegado su hombre, el albañil. Los chicos ya dormían cuando salieron. “¡Gracias, flaco!”, dijo la rubita antes de cerrar la puerta de la pieza.

¡Y dale ahora al llanto desteñido! Para distraerse, el Fu­lano contó los mangos que le quedaban, chupó el mate frío y enjuagó la camisa morada desteñida antes de meterse en la cama. Después se daba vueltas y vueltas en la oscuridad. Al rato parecía remar para escaparse de los malos pensamientos, esta vez acuáticos, que lo acosaban sin tregua. Soñó luego con un cable de amarre de un barco en primer plano, con el disco de hojalata puesto para no dejar subir a las ratas incansables. Así y todo veía deslizarse hormigas entre el disco de hojalata y el cable. Hormigas negras por arriba, hormigas rubias por abajo. “¿Contrabando hormiga?”, pensaría al día siguiente como forma de rebusque...

 

Lo despertó una tormenta estrepitosa con granizada. Co­rrió a poner un tarro y la palangana bajo las dos grandes goteras del cuarto. El gorgoteo del agua que bajaba tumultuo­samente por la canaleta lo hizo revivir. Sintió que la vida vol­vía a penetrar en él más rápido que el veneno de la yarará y pensó que al día siguiente el verde de los árboles le escupiría la cara. Lo pensó encantado antes de dormirse profundamente esta vez.

El día siguiente lo arrancaron violentamente del sueño gol­pes enérgicos en la puerta de la pieza. Eran como las seis y él se levantaba a las siete. ¡La policía! pensó, o Ariel el suicida también podía ser. Lo que menos se le ocurrió es que era Raúl Zutano, el entrerrianito, un amigo del alma sí, que si no le de­volvía unos mangos prestados le revisaba prolijamente los bol­sillos. Sabía presionar el tagüé*. Anestesiaba con el pico y después apretaba de a poco. Se parecía hasta físicamente al Fulano. Había llegado a Buenos Aires antes que él y enseguida pudo trepar alto. Hasta que mostró la hilacha y se vino abajo. No aflojó. Ahora trepaba de vuelta con gran esfuerzo. Y como achacaba a las “filtraciones” su violenta primera caída, en cuanto prestaba un mango se convertía en usurero.

Y cuando le devolvían los mangos el entrerrianito se ponía contento como si se los regalaran y ofrecía farras, farras y mu­jeres. Y era cierto aunque nunca se sabía cómo las conseguía.

Mientras el Fulano andaba por el desteñimiento, el Zu­tano, en cambio, no había terminado de gastar los trajes del éxito de la primera trepada y siempre andaba con corbata. Con corbata, siempre bien afeitado y los zapatos lustrados, aconsejaba, entrás en cualquier parte. “¿Y para qué entrás?”, le preguntaba ingenuamente el Fulano. Si no entrás te quedás afuera y sin mujeres, le contestaba, muy suelto de cuerpo trajeado, el entrerrianito. Dentre nomás gurisito cursiento, carcajeaba.

Fulano y Zutano se pierden por el momento y sus palabras no se oyen en medio de la muchedumbre del centro; mejor entre los bocinazos del Bajo. Cerca de Retiro se filtra el canto de un zorzal que brega, a pesar de todo, sobre la estúpida barahúnda porteña de los ociosos con tareas. El zorzal loco por el verde y la mariposa del subte, ¿Qué tal?

 

* Entrerriano en guaraní. (Nota del Autor)

 

(La novela postal amenaza desviarse o abrir otro canal hacia otra destinataria, me dijo un pájaro negro ayer, siniestro pero intimista. ¿Será cierto? Yo no creo. Hay que escuchar todas las campanas. ¿No?).

(13 de noviembre 1984)

 

* *

10. Silvia, Silvia la morocha asiática fue hace años la pa­sión secreta de Odracir y del Fulano, su amigo más pobre. Odracír la conoció primero cuando ya era de otro. Silvia fue para Odracir la versión muy mejorada de otra pasión secreta ya borrada por los años: una rubita de ojos grandes, que usaba largos aros, cuyo marido enloqueció. Odracir la vio casual­mente días pasados en el subte y al mirarla en diagonal ob­tuvo de ella una sonrisa de “yo te conozco” y nada más. Se quedó quieto y en vez de pensar en ella pensó en Silvia.

Ahora el Fulano se había encontrado después de tantos años con Silvia pero los nuevos encuentros le indicaban otra vez lo imposible. Quién sabe qué hubiera pasado de haberla encontrado Odracir. Cuando Odracir nadaba raudamente en el Paraná rumbo a la isla Puente, entre brazada y brazada veía a su entonces cruel, silencioso y solitario profesor de Física ocupado en armar y desarmar interminablemente su lancha que nunca soltó amarras de la costa. Aún no le había puesto nombre a la lancha. El atareado y tímido profesor estaba se­cretamente enamorado de una atractiva colega. Y no se ani­maba a ponerle “Graciela”, el nombre de la profesora, a su lancha. Al final, tímidamente le puso “Gacela”. El mensaje llegó tarde y cuando la profesora se enteró lo tomó a broma. Meses después el hierático docente terminó casándose, sin perder el empaque, con una maestra, porque todo el trabajo lo hizo ella. Llegó a tener un hijo que apenas conoció porque poco después murió fulminado, casi sin decir nada, al agrietár­sele el estómago. Y el hijo abrazó después la causa de los po­bres y aunque los pobres pobres no se dieron por enterados, nunca más se supo de él... Y aparte y otra vez, la lancha “Ga­cela” nunca se movió de la orilla del río hasta que la viuda del tímido profesor la vendió.

Ahora, como siempre, el Fulano no tenía lancha, ni casa, ni nada. Había vuelto a encontrarse con otra Graciela. Volvía a verla después de más de quince años. Desde entonces a ahora era como atravesar un desierto, aunque al Fulano siem­pre le gustaron los desiertos, los arenales, los salitrales, sala­res y salinas. Lejana, inasible le resultaba ahora la Graciela ésa, y muy enamorada de su soledad, la de ella... Y al volver a su lóbrega piecita el Fulano escribió esa noche en el vidrio empañado de la ventana no ya “Gacela”, como el finado pro­fesor de física de Odracir, sino “Jirafa”.

A la mañana siguiente, fuertes golpes en la puerta lo so­bresaltaron. ¿Quién iba a ser? Raúl Zutano. —¿Qué es eso de Jirafa?, preguntó al distinguir la inscripción que ya se disi­paba en el vidrio empañado. —¿Estás loco? ¡Una gata es lo que necesitás vos! ¡Vení que te consigo una gatita! ¡Ya vas a ver!

 

(La bifurcación implica tal vez desesperación pero nunca dispersión. A veces la bifurcación es una útil sangría, una lucha contra la deriva. Es preferible la corriente bermeja y tur­bulenta de la creciente tropical y la correntada cristalina y bullente del deshielo).

(2 de diciembre 1984)

 

11. Una sombra al galope, como relámpago carbonizado, retumba en el monte y al llegar al primer descampado se hace tromba de polvo. Los cinco hombres que andan con perros buscando algo en la oscuridad pegan un salto, se persignan, y la perrada se les raja por el primer despeñadero, atraída como por un imán por aquella sombra fugaz. Cuando los hombres quieren acordarse, ya los perros ni se ven ni se oyen, metidos como van en la polvareda. Perro que no ladra, pila sin linterna. Ciegos de golpe, los hombres ya no reconocen el monte de noche. Discuten, se pelean, se dispersan, se pierden... Des­pués, muertos de miedo, arrepentiditos, los hombres de pelo en pecho se buscan como maricas... ¡Allá ellos! En cambio, chocando los árboles, revolcándose en la maleza a la atrope­llada, cuerpeándoles a los tunales, los perros, siempre juntos, persiguen sin parar la sombra aquella que vuelve a meterse en el monte. Un rato más en la espesura y la sombra entra en otro descampado, con la nube de polvo atrás. ¡Turn, turn, turn, turn, tum!... Desde su rancho en un caserío, don Abdón, pe­luquero, sacamuelas y manosanta, abre una boca enorme con relucientes dientes de oro. Don Abdón Amarilla, noventa años, cierra lentamente la boca dándose tiempo para pensar. ¡Ah! , gruñe al final... ¡El alma mula va a buscar la tor­menta que se avecina! ¡Seguro!... Pero... ¿dónde se ha visto perros persiguiendo al alma mula? ¡Esa perrada es gringa o es cosa del Diablo equivocado! ¡Eso no se ha visto nunca!...” Y cuando se entera que casi todos los perros del caserío, hasta los suyos, se han largado a su vez a correr a esa perrada loca que persigue al alma mula, se agarra la cabeza... “¡Algo debe andar pasando en el mundo! ¡Yo ya no entiendo nada! ”

Los perros delanteros, los perros de los hombres que ahora se andan buscando en medio del monte y la noche cerrada, han llegado a un claro en un algarrobal, iluminado por la luna con halo, y se detienen en seco, aterrados al ver moverse len­tamente por el suelo la sombra sin cuerpo del alma mula. Pero

enseguida reaccionan y se abalanzan desesperados sobre la sombra sin cuerpo, resueltos a todo... La boca se les llena de sangre al morder... Debajo de la sombra hay yuyos... Debajo de los yuyos el suelo es un hueso imposible de roer... Hasta que la luna se esconde y la sombra movediza que no huele a nada se confunde con las otras sombras. Los perros, desorien­tados, no tienen otra que atacarse entre ellos hasta que se les viene encima como una tromba la perrada infinita que han ve­nido arrastrando detrás de ellos durante leguas... ¡Atronadora pelea! ¡Sálvese quien pueda! Enseguida la tormenta de la ma­drugada moja perros a granel. La lluvia amaina luego con las primeras luces y todos en paz. La enorme jauría magullada y mojada se endereza en orden sin el menor ladrido y, a trote li­viano y regular, avanza en dirección noreste. Doce leguas más arriba, don Liborio Luna, el santón, sentado en la oscuridad a la intemperie levanta los brazos con las palmas vueltas hacia el sudoeste hasta que sale el sol.

12. La noche de los bichos. Bichos que chocan en la frente, que se meten en los ojos, que se posan, se pegan y pican fuerte. Hay que acostumbrarse. Inútil meterse bajo las sábanas en esa noche de 42° grados a la sombra. La noche de los bichos pone a prueba el alma. La vida se ha vuelto negra esta vez, la se­gunda, para el Raúl éste que siempre termina haciendo todo lo que al Fulano se le ocurre y no se anima a hacer. Tenía que borrarse por un tiempo, pasar la frontera y quedarse guardado en Bolivia con la plata justa para un mes. Y también por un tiempo ya no podría ofrecer mujeres a nadie. Le dijeron que se arrimara al Caicón, el barrio de los quilombos de La Paz. Donde hay muchas mujeres me salvo, pensó el Zutano. Total, pinta no le faltaba. Bella estampa en fuga, eso sí, porque en esa disparada imprevista hacia la frontera se había largado con lo puesto. La frontera de Bolivia era la más facilona, lo sabía por experiencia, una experiencia de dos años atrás. Siempre le faltó maña para robar, pero la tuvo y la tiene para trampear. Trampear en las cartas, contrabandear, eso estaba a su alcance últimamente, pero le avisaron a tiempo que tenía que borrarse por las dudas y él no dudó. Siempre le convino meterse en el medio de un negocio, aunque hubiera que arrugarse los pan­talones, ensuciarse la ropa, arrastrarse un poco. Y siempre unos cuantos pesos le quedaban pegados. Nunca había llegado hasta La Paz. Pero conociéndolo a él y para ambientarlo le contaron lo del Caicón. La cosa siempre fue brava allí. Los ar­gentinos, los porteños, ¡bah!, no eran bien vistos. Manejaban a veces el negocio pero nunca se los veía aparecer. Tenían fama de cobardes, flojos para el trago y despreciativos. Des­preciativos de los pobres, de la miseria. Pero el Zutano es entrerriano. Alguna putita se me va a pegar, pensó. Y si son dos por ‘ai me arreglo. Después, para que el negocio progrese habrá que negociar, pero aunque si no puedo pasar de dos putitas, tendré algunos mangos para pilchas nuevas como para mandarse mudar a Lima y venderse bien allá haciéndose pasar por un magnate argentino en la Herradura y hasta podría vivir en Miraflores si las cosas andan bien. Esto se lo habían con­tado en parte y él ponía el resto. Pero con todo derecho aun­que sin ninguna razón podía suponer que alguna limeña blanca... Porque si a Bolivia se la imaginaba, a La Paz mejor dicho, como una timba de mujeres baratas y pobres, en el Perú, en cambio, se veía negociado y hasta disputado por pi­tucas limeñas. Al pobre... ¿pobre, qué? No se le ocurría pen­sar y tenía toda la razón, que si la única verdad es la realidad, por ai la única realidad es la verdad. Y la verdad es que se confió demasiado. El Raúl se acordaba que a unas cinco leguas nomás de Aguas Blancas había un cómodo paso fronterizo. Pero cuando quiso acordarse la noche se le vino encima y se perdió en un monte bajo y espeso. Pudo salir de allí gracias a los moscos que lo atacaron sin tregua y ver el cielo estrellado pero ahora circulaba en medio de matorrales petisos y apretados que, como corriente en contra, apenas lo dejaban avanzar. ¡Para qué me servirá la pinta en estos trotes!, pensó un instante des­animado y ya se iba a volver atrás. ¿Pero cuál era el atrás y cuál el adelante? Lo sacaron de dudas dos sombras enormes, sombras de hombres a caballo. ¿Hacia dónde correr en ese momento?

Ahora se escondía en una pensión de Aguaray sin saber qué hacer. No tenía por qué esconderse. No había orden de captura para él o no había llegado todavía. En el destacamento de la gendarmería de Aguas Blancas sospecharon de él sin darle mayor importancia. Y... “¿Qué ibas a hacer a Bolivia metiéndote de contrabando si tenés documentos? ¿Qué te cos­taba llegar en ómnibus y mostrar los papeles?” Raúl, bien des­cansado ahora optó por reírse y hasta quiso hacerse el fuerte. Cumplía una misión secreta, se animó a decir, pero los otros se rieron y menos mal. Les cayó simpático y lo largaron esa misma tarde después de una mateada larga, con coqueada también. “Tomate el colectivo, el tren, pero volvete o pasá.” Raúl se vio achicado, minúsculo, y por un momento sintió en carne propia lo poco que era. Nadie lo corría y él estaba esca­pándose. No podía dormir porque oía el tic tac del desperta­dor. .. Pero no tenía despertador... Basta, se dijo, y al fin se dio cuenta que a veces a la vida hay que pensarla un poco, que no se había tomado el tiempo para pensar en lo que hacía, él que andaba moviéndose siempre. Tomó a ciegas el primer ómni­bus que pasó, para un lado o para el otro, no importa, pensó confiando en la suerte a muerte esta vez, totalmente jugado. Dicho y hecho, se bajó en el primer pueblo en que se despertó porque se quedó dormido. Aguaray, sí, y en la pensión de Aguaray me lo recibe a las diez de la noche la patrona, una morocha criolla teñida de rubia y cuarentona. El patrón, un gordo, estaba en otra y Raúl lo conoció al día siguiente. La criolla teñida tiene una boca grande, dientes amarillentos, ojos chiquitos como upite de paloma, pero picaros, picaros quizá para él, algo es algo Raúl, piensa él. Y la criolla es ondulante al caminar cuando me lo lleva hasta la pieza que da a un patio con parral. Algo gané pasando por la gendarmería, se consuela él. Y cuando la criolla falsamente rubia se inclina en la semipenumbra del patio para abrirle la puerta le muestra un rabo enorme desafiante. Raúl se juega al todo o nada y mete la mano. La criolla casi larga la carcajada pero enseguida se tapa la boca. Ya están adentro de la pieza. “—Vos sabés que te es­taba esperando, le dice en voz baja, lo pensé anteayer y sos el mismo que pensé y eso que nunca te había visto. ¿No pensaste lo mismo de mí estos días? ¿No se te ocurrió que venías por­que yo te estaba esperando?” Raúl no se anima a mentir y se siente muy bien, la goza. “—La verdad que esa noche en Orán te podía haber soñado, pero no me dejaron dormir los bichos.” Y la criolla picara larga la risotada para adentro y se le arrima cada vez más. ¡Al grano! Pero ella maneja la cosa. Se siente un muñeco en brazos de ella hasta que al fin se abandona. ¿Quién no lo haría? Después se siente humillado cuando después de la primera vuelta ella se lo monta a él. Pero, ¡AHHHHHHH! Y se promete no contarle eso jamás a nadie. ¡Qué pensarían de él! Eso no es cosa de hombres. Además, ¡cómo me dejé levan­tar! ¿Quién me mandó disparar hacia el norte para que des­pués encima me pase una cosa así? ¡Ahora te voy a tumbar, putona, tendrás que pedirme perdón de rodillas y yo no te voy a perdonar... Puro pico porque ahora la criolla le busca la entrepierna y se zambulle con toda la boca abierta...

¡ Ayyyyyyyyyy! Y cuando el Raúl se quiere acordar ya es el día siguiente.

¿Delicia? ¿Cruel? ¿Tiempo cangrejo? A todos los chicos nos gusta caminar hacia atrás o con los ojos cerrados. Vuelo a ciegas. ¿Qué va a pasar? El pasado es un imán más poderoso que el futuro. Y a uno lo tironean siempre hacia adelante o hacia atrás. “Vamo a ver la ola marina / Vamo a ver la vuelta que da / Tiene una motora que camina p’alante / Y otra mo­tora que camina p’atrás”.

 

*  *

13. Hay carpa, y una carpeta asfáltica que lo cubre todo. Una carpeta bituminosa que no perdona, una carpeta que me­jora la mortaja clásica. Y como siempre hay quienes tienen la boca llena de asfalto y quienes siguen la vida por arriba, los elegidos, los privilegiados. Y en la carpa viven los pastores del asfalto. Blas, Eustaquio, Manuel, viven al raso y se traen como lobos las ovejitas que limpian, cocinan en las torres. La cosa se da en la carpa con la discreción del caso: si no quieren mojar con todos, ¡a tomarse un cafecito en la esquina! La es­quina es la punta del facón que se esquiva y ¡menos mal!

Y por arriba las cosas anclan como siempre, ovejas sueltas y lobos que comen o que las dejan pasar. Carpeta o capa del Hombre de la Bolsa. Siempre se repite el mismo juego. No hay que andar suelto por las dudas. La carne hace mierda y moco, barro que no quiere serlo, y encima la sal que siempre busca el agua.

El Hombre de la Bolsa casi es un gato grande. Circula como una sombra. Blas es el ganador en la carpa mientras los otros le ceden la carpa y se intoxican de café en la esquina, no hablemos del vino, porque al final el Blas paga el pato trope­zando cuando menos lo pensó con una puñalada y les allanan la carpa que se queda sin habitantes.

La muela torcida termina en la cloaca maestra, como una miga cualquiera. Los coches se despeñan por los hombros de la ciudad, gastándolos nomás. El Manuel sale de la comisaría y tiene toda la vida para matar a unos cuantos. La noche si­guiente se la pasa de farra, pero le tocan todas cuando el ban- doneonista deja de tocar. Le parten en dos el bandoneón de un tajo entero y casi lo parten en dos a él también.

En la carpa hay nuevo personal. Los otros: uno muerto y dos prófugos.

Y así, desafinando entre lo amargo y lo salado se pierde la memoria de lo dulce, entre las vibraciones de los instrumen­tos nocturnos. La música desborda la madera. La luz se ano­chece entre las cuerdas.

Al final el bandoneón partido en dos fue un hachazo fresco, bien arrimado en la oscuridad polvorienta, el aire negro sin escalones, la humareda corazoneando huellas perdidas, re­zongando, esqueleteando al azar.

Luciano acomodó al violín en el estuche y se abrió paso nomás. Era el amante de la mujer del bandoneonista, todo tenía que saberse al final, el tango es el tango. El bandoneo­nista siempre se quedaba dos horas más, y el violinista no le fallaba nunca a la mujer del otro, y menos podía fallarle esa noche en que la policía tenía dos o tres horas para aparecerse por allí. No le dijo nada a Eisa, que le pidió dos fierrazos y se los dio justo cuando bocineaba la taquería. No alcanzó a pren­derse la bragueta y se escapó por el gallinero.

 

Dirección Norte

El Hombre del Arenal y la Antonia Medina

14. Bulto entre el barro y la noche, lo más chato posible, emporcándose en la ciénaga, esquivando a los árboles, arras­trándose en los pajonales, recuerda la otra noche, cuando pi­saba fuerte y bien empilchado. Ahora, el traje nuevo de dos días nomás da lo mismo que el barro. “Alguno de nosotros se ha de salvar porque somos más de seis... ¿Quién será?”, sigue pensando. Pero esos lados malditos que tiene uno... Lados la­deándose ahora para esquivar la luz pegadiza de las linternas. Los balazos retumban del otro lado, puede ser por el viento. Pero los ladridos se acercan y él sigue avanzando más chato que sapo negro por la extensión oscura, hasta que a la distan­cia se enciende una línea de fuego. La inmensidad no tiene puertas pero se cierra lo mismo... Le han metido fuego al monte para achicharrarlos como langostas. El humo fresco ahoga la memoria.

La Antonia Medina era demasiado linda y de chinita nomás se la llevó un hombre que enseguida la llenó de hijos para que así, gorda y fea, nadie se la robara a él.

Aunque la rubia teñida y flaca del quilombo de Orán nunca la conoció a la Antonia, conocía muy bien ese juego. “A mí nadie me va a poner gruesa... ¡Nadie! ¡Ni el patrón me va a preñar, porque le convengo sin changos pa tener hom­bres surtidos! ¡Y el día que no me elijan más prefiero hacerme preñar por un chorro cualquiera! ¡Y engordaré si me da la gana o me haré viuda y bruja, qué mierda!

Y a la larga, la rubia falsa y ya vieja del quilombo de Oran hace su juego... Vestida de negro hasta el suelo anda bruje­ando a un pilpinto distraído, un gringo viudo que ya ni puede dormir y se pierde al raso por la noche diciendo macanas solo.

De pronto, en medio del monte, aparece un tinglado ilumi­nado donde se oyen carraspear gargantas roncas. La viuda falsa anda por el patio’e tierra repartiendo el mate. El gringo ido, acorralado por las sombras largas del tinglado termina por dejar allí hasta el último mango. Todo bien hasta que se viene humo del oeste y antes de la media hora fuego también.

Al gringo lo han dejado solo, brujeado, paralizado y apenas si mueve un brazo para manotear la botella de alcohol de que­mar que le pusieron al lado. Sigue diciendo macanas solo. Está en otra. Las llamas crepitantes que se le arriman son un sueño que no se juega a la quiniela.

 

A la gorda Antonia Medina ya se le han ido todos los hijos y también, hace mucho, el hombre que se la robó de chinita, cuando era linda. Por el momento, los changos le mandan unos pesos cuando se acuerdan y la gorda se acicala. Se ha en­contrado un peoncito y hasta lo peina. Además, don Liborio Luna, el santón, es el único capaz de juntar a las gordas suel­tas que andan por el monte y nadie maneja como él los perros cimarrones. Las gordas agradecidas se juntan y le lamen la cara lo mismo que los perros montaraces. Al santón lo buscan siempre los forasteros que se caen cuando las elecciones. Don Liborio se hace rogar: los votos de las gordas se venden caros. Hasta que el día menos pensado lo mata un tren de carga cual­quiera y todo se viene abajo... Los perros cimarrones entran a atacar, a perseguir a muerte a las gordas sueltas despavori­das. Dicen que a la Antonia Medina la salvó su peoncito fiel y que al final él la largó para irse con una flaca. Ahora los hijos de las gordas sueltas vuelven rapados del servicio militar y arrasan con todo como langostas. Y las gordas que se salvaron de los perros cimarrones tratan de cazarlos entre las piernas. Florecen entonces los durazneros, las borracheras y los vestiditos floreados que venden los turcos venidos de todas partes. Queda la plata bien manoseada que nadie deja salir de allí.

La bruja aquella, la rubia teñida que fue del quilombo de Orán, no tiene por qué enterarse y todavía guarda los mangos del gringo aquel, calcinado en la timba aquella.

 

El Hombre del Arenal, su seico, etc.

15. No hay tierra ande agarrarse, hay árboles de sobra pa atropellar, y cardos, pencas, tuscas... ¡Ay! Silencio ahora, sin embargo. No para él, que sigue escuchando esas balas segui­doras como moscos... Pasa un rato largo hasta que deja e oírlas. De golpe el viento le trae el crepitar del fuego. ¡A la mierda! ¡Las llamas me encerrarán en dos minutos! ¡Media legua a la izquierda! ¡Corré, corré, carajo! De sapo negro a mono, de mono a gato, de gato a ciempiés... Hasta que se da duro contra un lapacho y “¡ya no llego!” ¿Y aquella loma de la derecha? ¡Dale, subí! ¡Meta, meta nomas! ¡Sapo ren­gueando, gato pata’e palo! ¡Guarda los árboles, trajéate nuevo! ¡Dale a aquella loma que no hay otra! Se golpea, se le­vanta, vuelve a golpearse y arriba otra vez. ¡Vamos! Ya esta clareando. Cerca de la cima de la loma la vegetación comienza a ralear. Las llamas son ahora más amarillas que rojas... Se ve más el humo que otra cosa... Pero, ¡no engañarse! ¡El fuego sigue avanzando! ¡Ahhhh! ¡Ahhhh! ¡Milagro! ¡Milagro! ¿Are­nal? ¿Pedregal? ¡Arenal! ¡Sí! ¡Arenal! ¡Arena colorada en la cima chata de la loma que no se veía de abajo!... ¡Trescientos metros por otros tantos de pura arenita colorada con unos pedrones oscuros que sobresalen! ¡Ahhhhhhh! ¡Ya estamos! ¿Será cierto? Las llamas se paran en seco en el borde del are­nal colorado... justito al final de la pendiente. Y ahora rodean al arenal por todos lados... “¡Pero qué puta se van a meter aquí! —A ver mierda, ¿por qué no me queman ahora?”, grita desafiante. Y enseguida, panza al suelo, hunde hocico agrade­cido en la arenita rojiza... Y ya se ha olvidado de todo, hasta del traje nuevo de saco cruzado... La sed le quema las entra­ñas- ¡Ayyy! ¡Ayyy! Puede más el cansancio y la humareda. Mo­neda apechugada, ojos y orejas se apagan...

                                                                      *

La Juanita lo ha amarrado fuerte con una soga a la cama. El Hombre del Arenal se despierta de golpe en el sueño con la boca reseca. En medio de la penumbra alcanza a ver a la Jua­nita que se ha puesto su vestido dominguero. Lo mira tiesa, de pie en el marco de la puerta entreabierta, con dos valijas en el suelo, una de cada lado. Hasta que ella desaparece en medio de la humareda. Trata de gritarle. Imposible. Llamitas enanas ya andan subiendo por la pendiente de las frazadas y están a dos palmos de sus pestañas. El hombre tose y tose.

¡Júntenmen toda la gente que puedan! ¡No me lo vayan a dejar irse!...” La gendarmería anda encrespada. “¡Ojo con la frontera!”

En el rancho de piedra de la montaña el fuego se enciende con bosta seca. Hay tres o cuatro cabritos bien carneados, lis­tos... Y chicha y vino morado... No falta nada.

Al hombre que se durmió por dejar pensar a la mula em­pacada en la cornisa, me lo ha despertado un sueño extraño. Y ha pegado un alarido que sólo él ha escuchado repetido por el eco. Ahora vuelve a verse sobre la mulita que sube lenta, se­guramente por la pendiente estrecha en medio de la oscuri­dad. Ya anda cerca del rancho de piedra. Lo huele...

La viuda de Farfán arrima las valijas y los bultos en un andén de la terminal. Se irá en un ómnibus de la “Atahualpa’ hacia el sur, dos días después que Vilte subió a otro “ata­hualpa” hacia el norte.

La voz machaza vuelve a llegar por el cable alcahuete a La Quiaca. “Óigame bien comandante, ¡no me lo vayan a dejar pasar que ésto nos puede costar el puesto a todos!... ¡Sí! ¡Aunque nadie lo conozca! ¡Aunque no lo hayan visto nunca!... ¡Óigalo bien!...” La misma voz intenta llegar a Po­chos y a Aguas Blancas. ¡Nada que hacer! Los cables alca­huetes cruzan montes que a veces se incendian. Vilte, sin saber nada de eso, sube a duras penas, todo machucado, a su “atahualpa”, oliendo a alcohol y sangre. “—¿Y qué le ha pasao, compadre, tan morao como anda y medio arrastrán­dose?” El hombre enjuto y bajito no es ningún conocido, pero algo hay que contestarle. “—Y bueno, usté ya lo anda mali­ciando... Uno sabe tener sed, ¿no?... A más, m’i cáido unas cuantas veces que no me recuerdo en los pedregales... Y bueno... Uno siempre se acuerda tarde que no conviene andar machao en medio de las piedras...” “—Pero don, ¿no me lo habrán metido a usté enterito en un mortero?... ¡Jua, jua, jua!... ¿Gusta, don?” Y el hombrecito desconocido le pasa una botellita de alcohol padilla...

El reloj pulsera sigue andando sobre pulso muerto. El sol ya anda pegando fuerte en la arena colorada a pesar de la hu­mareda espesa. Hace rato que el Hombre del Arenal dejó de mirar el seico digital. Pero el reló no perdona: la 1.32 de la tarde del MIER. La flamante viuda de Farfán sigue cuidando sus bultos en el andén de la terminal de jujuy. En diez minu­tos más subirá a un “atahualpa” rumbo a Tucumán. Y el seico sigue funcionando como si tal cosa aunque el pulso no lo acompañe. Cuando marca la 5.17 MIER, una radio que habla sola le echa la culpa del incendio que quemó los cables alca­huetes a botellas vacías tiradas en el monte. A las 5.41 de la tarde del SAB, seico siempre firme, una patrulla montada de la gendarmería encuentra al Hombre del Arenal en medio del monte calcinado, semicubierto por cenizas mezcladas con la arena colorada. No está carbonizado. Parece ahumado... re­seco. Se lo ve aporreado, sí. Aparte de la arena y las cenizas, el traje azul oscuro de saco cruzado está cubierto de costras de barro y bien desgarrado... Pero la camisa... intacta, impeca­ble. ¿Quién será, quién sería este finado con la corbata en un bolsillo del saco y zapatos charolados por lo que se ve? ¿Un criollo dominguero? ¿Un cantor de tangos que se perdió ma­chado? ¿Un rufián y todo lo demás? Comienzan a registrarlo, pero al sacarle la corbata del bolsillo derecho, uno de ellos clava la vista sin querer en el seico que marca exactamente las 5.55 SAB. ¡La misma hora de ellos! Ahora retroceden espan­tados.. . ¡No lo pueden creer! Reaccionan lentamente sin decir palabra. Y ya nadie se anima a tocarlo al finado, ni menos a mirar el seico. Al final, la vista al costado, suben al muerto sobre un caballo. Cuando se alejan entre las ruinas carboniza­das del monte, el seico, siempre en la muñeca izquierda del fi­nado, indica las 6.22 de la tarde del SAB, hora en que Vilte ya tiene a su izquierda la frontera con Bolivia. El paso clandestino está a menos de media legua. Pero hay sol todavía. Anda ade­lantado. Oculto en el monte espera entonces a que anochezca.

La Juanita Alancay, la coya de ojos verdes, llevó a sus pri­meras guaguas en la espalda. Ahora, en cambio, la Juana es coqueta y enseguida se despega de sus changos. Juanita es única. El Hombre del Arenal se la trajo de Uquía cuando ella soñaba todavía con aquel boliviano que supo regalarle un es­pejo grande, collares y vestiditos colorinches. Hasta que ella dejó de soñar con él... porque el boli volvió a aparecer. Así de sencillo. El bolivianito no habla casi, sonríe. Minerito pué... capaz de irse a vivir ahora con ella en un socavón... Si ella se lo pide mirándolo fijamente con sus ojos verdes. El Hombre del Arenal entretanto desciende lentamente a su socavón, por un largo y negro tobogán, pero no lleva puesto el casco con linterna del minerito. Oscuro, muy oscuro... Vilte ya está en Bolivia y respira... A lo lejos se ven las luces de Yacuiba. En la mesa grande de la gendarmería, en Pocitos, están regis­trando cuidadosamente el cuerpo del Hombre del Arenal. El seico marca las 8.25 de la mañana del MAR, firme como siem­pre sobre el pulso muerto. Le revisan los bolsillos, el forro, la etiqueta del saco cruzado hecho jirones, la camisa de dacron y la marca, los zapatos charolados... Encuentran apenas 500 pesos argentinos repartidos en los bolsillos, una bolsita de plástico con coca, un paquete aplastado de particulares 30 con un solo cigarrillo doblado y roto, una birome gastada y un papelito con anotaciones y numeritos que nadie entiende. Pero ya les ha llegado una foto y otros datos de Vilte. El Hombre del Arenal no es Vilte. Algo es algo. Vilte es tuerto. Ahora se sabe. Nacido en Huacalera en 1946, le dieron la libreta en Le­desma. El cuerpo del hombre del arenal, desnudo sobre la mesa, muestra cicatrices sospechosas. Una en el cuello, cosida hace rato, parece. Otra del lado izquierdo del vientre, también vieja. Todos espantan las moscas que de golpe se han filtrado a montones con la luz matinal. De pronto el comandante se es­tremece al ver el seico marcando puntualmente la hora en la muñeca izquierda del finado. Se lo habían dicho, se había ol­vidado. Ahora le toca asustarse a él. ¡Hora exacta! 8.41 MAR... Se arma de valor jerárquico y lentamente, alargando los brazos, le saca el reloj al muerto con un pañuelo. Ense­guida lo envuelve cuidadosamente sin tocarlo. “—Por’ai es ro­bado” , comenta nervioso mientras lo guarda en un bolsillo de su chaquetilla. “Para mí que se ha muerto humeado nomás, o de sed y hambre. En fin... esto que lo diga el doctor...”, dice levantando la voz por primera vez, y sus subordinados se in­quietan. “¿Y? ¿Y? ¿Qué esperan? ¡Llámenlo al doctor, pues! ¡Y váyanme trayendo prontito todos los prontuarios y las fotos sueltas...!

Vizcacha distraída, reojo de milico... ¡Siempre habrá más monte que huellas! ¡Siempre más arena que mierda! Ir y venir del viento. Los relámpagos anuncian lluvia, junto con los mos­cos y catangas del Ramal, Vilte es tuerto. Ahora se sabe. Tie­nen una foto medio vieja de él: morocho, bigote ralo, unos pocos pelos en las comisuras, pero no se alcanza a distinguir cuál es el ojo que no ve. En La Quiaca están al acecho. Todos los que vengan del sur y se llamen Vilte, y todos los tuertos que quieran cruzar la frontera con Bolivia, aunque no se lla­men Vilte, deben ser bien demorados hasta que se aclare su si­tuación... ya lleguen en ómnibus o en el tren internacional a La Paz... “—La orden es la orden. De no, perdemos el puesto”. “—¡Ojo con llamarse Vilte o ser tuerto y querer ganar la frontera!” Y los cuatro Vilte y los dos tuertos que de­tienen finalmente la pasan bastante mal. Ahora, después de cuatro días de encierro “por las dudas”, los han largado jun­tos al último Vilte y al último tuerto que quedaban. Los dos caminan aliviados, ligerito, los escasos doscientos metros que los separan de Bolivia. El último “falso” Vilte viaja a Oruro, el tuerto a Tupiza. “—¡Churo, cumpa!”, dice el tupiceño camino de Villazón. Y ya en el otro lado de la frontera, entran a fes­tejar en una picantería. El tren boliviano hacia el norte ya se ha ido. “¡Y que venga el zingani primero!” ... Horas más y los alza un camión cuando el seico marca las 8.12 de la noche de otro MAR, en el bolsillo de la chaquetilla del comandante de Pocitos... Alegres y achispados, entre quince ñatos más “pa no tener frío”, vuelve a tallar el alcohol padilla. Y cuando el tu­piceño tuerto se quiere acordar, ya está nevando sobre ellos, muy arriba de Tupiza... Pero ellos siguen cantando “Quisiera ser picaflor...” en las alturas. ¿Y ahora que m’ei de bajar, cumpa...? ¡Metámosle nomás!” Y el Vilte inocente entona: “Cunumicita linda que tienes ojos de huapurú. Dame el en­canto de tu boquita roja de achachayrú”. “—¡Churo nomás!”, dice el coya tuerto.

El flaco y la Juanita se sacan el gusto en un hotelito con fonda y sin humo, cerca de la terminal de Tucumán. ¿Termina aquí el sueño del hombre del arenal? La Juanita, ahora le toca a ella, monta feliz sobre el hombre de sus sueños desnudo, el bolivianito flaco reaparecido. Entretanto el seico sigue funcio­nando, ahora ante el mismísimo juez, y el único avión de la gendarmería patrulla atentamente la frontera cuando el seico que mira el juez marca las 5.12 JUE. El hombre del arenal ya es charqui. “¡Mánchemelen los dedos, pues... otra vez!” La viuda de Farfán lleva en sus brazos, por el patio del fondo, al sexto y último chango de su hermana Aurora en Tucumán. Las gallinas ya se han trepado a la higuera. Las dulces cañitas moradas siguen creciendo. El juez mira el seico por última vez antes de retirarse: las 7.20 de la tarde del JUE... A las 8.45 JUE, el boliviano de la Juanita busca la pelela bajo la cama y mea lentamente. “Me arde, ¿sabés? ¿Me das un besito aquí?”

—El reló muñequero no es robao. El reló muñequero lo encontramos acá, ¿a? ¿Qué te parece?

—Pero entonces, comandante, ¡hagamos una rifa! ¿Qué le parece?

—A mí no me parece... Por’ai está brujeado... Es una orden, ¿no? ¡Mirá para otro lado!

—Perdóneme mi comandante. Me olvidaba que lo andan llamando de Jujuy, ¿sabe?

“¡Hola! ¡Hola! ¿Cómo? ¿Qué? ¿Cay?... ¿Y cuándo, pué? ¿Y él? ¿A...? ¿Cuál, el de Uquía? ¿No? Bue... ¡Vamo a ver... ! ¡A! ¡Seguro!...”

—Perdone, mi comandante, me olvidaba de otra cosa igual que usté...¿Se acuerda que al reló pulsero se lo ha llevado el juez ayer?

La mulita se desbarranca otra vez. Y de nuevo a endere­zarse abriendo las patas como catre. ¡Esto no lo has pensado bien, mulita atropellada!

El seico sigue funcionando bajo llave por orden del juez. La juanita y su flaco no han visto el sol desde hace cuatro días. “No se me han de ir sin pagar”, dice el dueño del hotelito. Llévenles nomás la cena. Pero ahora, por si acaso, me les co­bran todo, ¿no? Y las naranjas, las botellas de vino y las de anisado, ¿no? Mira, ¡apartate! ¡Mejor voy yo que soy la autoridá acá!”

 

El Hombre del Arenal (continuación)

16. [...) Lintemas y después ¡sálvese quien pueda! ‘¿Cómo? ¿Esa es toda, gordo mentiroso? ¡Qué! ¿Así que lo demás lo tenía el Cuadra y Media? ¡Te mato!” Y todos se le van encima al gordo. Cuentan los billetes. La parte de él es la más gorda, es cierto, pero no es siquiera la convenida para cada uno de ellos. Podrían matarlo ahí mismo. Sería lo mejor. Sólo dos de ellos están armados y con munición escasa. En realidad tres, porque al gordo le han sacado la 9 mm cargada... No les dan tiempo a pensar. Haces de linternas los buscan a ellos... La­dridos y rumores se acercan por el monte. No hay discusión que valga. Todos se dispersan precipitadamente en la espe­sura. El gordo magullado queda en el suelo, se supone.

El hombre del seico de dos pisos está desarmado. Le han tocado unos mangos en esa repartija sucia y despareja, mucho menos de lo prometido. Los mete en el maletín vacío, forrado por adentro con diarios viejos. No piensa contarlos. No es el momento. Por ahora ha conseguido zafarse en la espesura de un haz de luz que me lo había enfocado. Ya se oyen los tiros. Corre agachado, tan rápido como puede, imaginándose los ár­boles. Cae sordamente en el lecho seco de un arroyo. ¡Arriba! Corre otra vez en el monte. Tropieza, cae. Vuelta a arrastrarse. El cielo está cubierto. Lo adivina. No se ven ni las manos. Los tiros dejan de oírse. Apenas ladridos lejanos. Hace un alto en las tinieblas. Se quita la corbata, la guarda en un bolsillo. Arrastrándose como lagartija se defiende bien... Hasta que no da más. Orina sin levantarse, muerto de sed. Siente que el miedo se le ha metido nomás. Nunca lo hubiera pensado. “¡Salvarne Juanita! ¡No me dejes! ¡Salvarne, santita!” Se in­corpora a duras penas. Respira hondo. Ahora se hace el fuerte y le da órdenes al flojo que de golpe le ha nacido adentro. Avanza a ciegas en medio de las tinieblas del monte sin luna. Se da duro contra un tala, cree. Mejor arrastrarse cuidando las manos. Algo sabe, se crió de chango en la selva. Se para otra vez, aguza el oído. Cree ver una luz. Vuelve a caer... Y esta vez se hace trompo en el hilo del sueño.

¿Lo despierta el frío, la sed, un pálpito, el sueño mismo? ¿O la luz del sol que ya se hace sentir? ¿Quién puede saberlo? El hombre mira el seico. Las 6.32 JUE. Vuelve a gatear por el monte moteado por el sol. Así es más fácil. Al rato se des­orienta. Busca un rincón sombrío para seguir durmiendo. No conviene avanzar de día, recuerda. Cuando el seico marca las 11.10, lo despierta el zumbido de los moscos en las orejas, que lo respetan por su piel dura. Pero la pajarería se ha des­atado en pleno y anda muy alborotada. Se cubre las orejas con las solapas levantadas del saco cruzado. A las 13.35 lo habrá despertado un chaparrón filtrado. O la sed y el hambre. Palpa su traje húmedo, las hojas también. Arranca un puñado de ellas. Las masca y luego las escupe. ¡Ahhhh!

Trata de dormir otra vez. No quiere pensar. La oscuridad tarda en llegar. Puede más el sueño. Cuando se despierta ya no ve la hora que marca el seico. Ha llovido, se nota. Avanza a tientas hasta un claro escaso donde llega la luz de la luna en menguante. Ya está despejado. Vuelve a internarse en el monte cada vez más oscuro. Por no arrastrarse se ha metido en una ciénaga. El hombre sediento no espera. El agua estan­cada lo calma. Después saca los charolados del barro con gran esfuerzo, se arremanga los pantalones y avanza agachándose. Hasta que oye voces a la distancia, ladridos y rumores que se acercan. Sigue ahora a saltitos, siempre agachado, en direc­ción contraria, cree...

 

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17. [...] como picazón en la nuca. Se rasca pues. Y es men­tira lo que vendrá después, mucho después con la muerte de aquel juez. La nuez del Vilte tiene voz de trombón. El olvida­dizo natural no tiene por qué mentir.

Y aura se pasa una siesta y el cielo se pone tenso de espe­rar a los bichos moverse fuerte de vuelta. Después otra vez los ruidos hasta que se va la luz y al Vilte me lo lleva un camión pa divertirse en Abra Pampa donde está hecho que la Cueruda le dará un beso tres días después. La Cueruda sabe cómo amansar borrachos y lo mandará al Vilte a vender. La Cue­ruda sabe. Sabe que el Vilte no está hecho para arrastrar el ala. Y si no que lo diga el bandoneón empapado en La Quiaca, el día que el Vilte disfrazado de Pepino cruzó la frontera sin darse cuenta. Aunque hubo otra aparición en el medio.

La resolana, sí, hay que decir que el Vilte nunca fue tan molesto como ella. Y quién va a decir que la resolana no es reina, una reina molesta. Ni los mandoliones de Orán se ani­man, coqueras ellos también. Ni la polvareda de la siesta de­solada. Ni el dormido con un tirabuzón en la mano. Ni el ya hecho que navega quién sabe dónde. Ni el palo que mató a Farfán. Ojo que no es cóndor el que vuela con la siesta ten­dida. Vaya uno a saber quién es. Dejando de lado los mosco­nes incansables, nadie se preguntó tal vez... De no, donde fulgurante se adelantó y dijo: Yo antes que las moscas verdo­sas y azuladas. ¿Quién fuera de las iguanas que nadie ve? ¿Quién pues?

Todo es cierto, pero hay que seguirlo al Vilte que se ha to­mado el camión para Orán, que anda dando vueltas nomás. Hasta que a las dos de la tarde se mete nomás. Y allí, sin sa­berlo, anda la Cueruda, perdida en una despedida de alguien, viéndolo bajarse polvoriento. La Cueruda vistea la hora. La Cueruda, sí. En una de esas el Vilte la erra. Pero no, le da justo, ella lo sabe. Aia nomás lo ves, pasándose el brazo por la jeta morada y viéndola de paso. La Cueruda ya me lo ha mosqueteado, ¡qué gracia! Y antes de irse. Y el Vilte que vuelve a florecer y no sabe.

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18. La resolana ni un paso atrás. El cuerpo pura arena. Apenas el alma, una viborita cada vez más angosta. Ni una gota de agua ya. Ojos puro vidrio molido y ardiente. El vino resiste hasta desparramarse entre los chanchos salvajes. Hasta la chinita se quedó de arena. Y el chango de ella también. Y nunca habrá justicia para él prendido de aquel montón de billetes, tantos que hay que apretarlos. Aunque el ventarrón no es fuerte, alcanza para el desparramo. Y ahora los changos sabandijas quieren apretar el fajo por su cuenta y se viene la cuerpeada, la peleada. Pero los chanchos del monte se vienen nomás, sin que la resolana afloje. Árboles son árboles al fin.

“No más apurar las tabas porque sobran alcahuetes... No más agrandar la herida ni de noche de día. No más entregar la vida, alimento de la muerte. Quedarse con la colorada antes que con la negra. No tanto buscar esquinas, seguir de largo nomás. Ni menos buscar el balde porque estamos en la seca. No tanto buscar la flor si la espina no te deja. No tanto bus­car carozos si no hay qué ponerles fuera”. Se acabó el can­tor... Murió en su ley, la boca abierta y la garganta seca. La canción se le escapó de los dientes...

Hay noches que se hunden hasta el fondo de la tierra. Otras se van por el aire como el humo negro. Sin anclas ni ra­íces pedigüeñas. Sin peso que picotee. Noches hay que se es­tiran largas. Otras se encogen amargas. Gota de vinagre, ortiguita apenas y oscura. La luz primera entra delicadamente en el follaje nocturno. La torcaz se despereza apenas como la falsa alarma de la mano ausente de las cuerdas de la guitarra aunque la cabeza de ojos cerrados comience a hundir sus pies sordos en la arena. Más allá se aprontan en seco nomás los mil y un vaivenes impacientes de gastar la vida, las flechas an­siosas de atravesar bocas y orejas, cuestión de acertar, dicen, tiernas alitas, música peinada al fin. Y pronto han de andar los que pasarán de largo toda la vida y los que se cruzan por­que sí nomás, en cuanto comiencen a aletear los párpados y la rueda siga sumisa como siempre a la velocidad. No todo es cuestión de morder el freno.

La vieja escalera de madera vuelta a latir. La navaja baja perezosamente por la barba crecida. El cabarute se va lle­nando de yuyos y ortigas, y a la palmera de cartón pintado se le va arrimando una tuna de verdad. ¡Qué poca cosa el caba­rute fantástico anclado en ese pajonal hirsuto a las diez de la mañana! El solazo metiéndose a la fuerza en ese paraíso de cartón, lamiendo los decorados despintados, iluminando sin asco los cortinados apolillados, la pista cuarteada y vomitada que atesora todavía restos de sangre bravucona, aunque me la laven con cepillos duros y de rodillas... Pero el cabarute, fantástico de noche y destartalado y lamentable bajo el sol, viene de lejos y aguanta. Dos o tres incendios, cuatro asaltos sin hablar de muertos, lo han dejado al final en el mismo lugar. Ahorita nomás lo anda rodeando la gendarmería. Hay un muerto y sangre fresca adentro. Nadie puede entrar ni salir hasta que llegue el juez. Cosa imposible por ahora porque ya todos saben que el muertito de adentro es justamente el juez...

No se puede pasar ni su señora madre, ni el mismísimo cura que se ha comedido a acompañarla. Y el cuerpo del ma­gistrado a quien correspondía intervenir yace envuelto en una alfombra verde, junto a la pista de baile, dicen, entre dos pal­meras de utilería hasta que consigan otro juez. La sangre fresca tendrá que esperarlo también. Dicen que hubo gresca y que los que alcanzaron a salir del cabarute están todos pre­sos. Pero no hay nada seguro, salvo la identidad del muerto imposibilitado de intervenir piadosamente.

“Mi nuera se ha encerrado con mis nietos en su casa y ni me ha querido abrir. El comisario se me ha echado atrás. ¿Yo no soy nada, padre?”

                                                          

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19. Hay noches que se hunden fuerte en la tierra y otras que se van por el aire más rápido que el humo negro. Ni an­clas ni raíces lloronas, picoteadoras, pedigüeñas. Noches, las hay, muy largas y otras que se encogen amargas hasta disol­verse en el día como gota de tinta en el agua inmensa. Hormi­guita apenas, la luz primera entra delicadamente en el follaje nocturno. La torcaz se va desperezando de a poco como la mano ausente de las cuerdas de la guitarra. La cabeza de los ojos cerrados sigue en otra cosa. Los pelos de la barba buscan la luz diurna y las escaleras de las piernas forradas se despier­tan lentamente. La cabeza de los ojos cerrados avanza con pies sordos. Más allá se aprontan en seco los impacientes mil y un vaivenes de gastar la vida, las flechas ansiosas de atravesar bocas y orejas, tiernas alitas, música peinada al fin. Y pronto se alborotarán los que pasan de largo por la vida y los que se cruzan porque sí nomás, en cuanto los párpados comienzan a aletear mientras la rueda sumisa a la velocidad sigue, siempre cautiva. Pero no siempre es cuestión de morder el freno...

“No más apurar las tabas para atajar alcahuetes... No más agrandar la herida ni de noche de día. No más entregar la vida, alimento de la muerte. No más buscar esquinas y seguir nomás de largo. No tanto buscar el balde porque estamos en la seca. No tanto pillar la flor si la espina no te deja... No tanto juntar carozos si no hay qué ponerle afuera. No más volver a empe­zar...” Se acabó el cantor... Murió en su ley, la boca abierta, la garganta seca. Si nos quedamos acá, ¿seguirá cantando allá? Acá o allá.

Navaja que baja perezosamente por la barba crecida. Cuando los cabarutes se van llenando de yuyos y ortigas a la palmera de cartón pintado se le arrima una tuna de verdad. ¡Qué poca cosa este cabarute fantástico a las diez de la ma­ñana! ¡Ai’ te quiero ver! El sol se mete a la fuerza entre los cartones para lamer, lame insaciable los decorados despinta­dos, los cortinados apolillados y la pista gastada y vomitada que aún conserva en sus grietas profundas restos de sangre brava, aunque la laven con cepillos duros y de rodillas... Pero el cabarute infernal, fantástico de noche y destartalado y la­mentable bajo el sol, viene de lejos y aguanta... Dos incen­dios, cuatro asaltos, sin hablar de los muertos, lo han dejado al final en el mismo lugar de siempre. En este mismo momento acaba de rodearlo la gendarmería. Dicen que hay un muerto y sangre fresca adentro. Nadie puede entrar ni salir hasta que llegue el juez, cosa imposible porque el muertito de adentro es justamente el juez... La señora Catalina, la madre del juez, se ha llegado a reclamarlo y hasta el mismísimo cura se ha come­dido a acompañarla. Pero nadie, nadie puede entrar y el cuerpo del juez sigue tendido, envuelto en una alfombra verde, junto a la pista de baile, entre dos palmeras de utilería, hasta que consigan otro juez, lo que va a llevar un buen rato. Y no se sabe si la sangre fresca sin limpiar de la pista tiene algo que ver con el muertito envuelto en la alfombra verde. Dicen que los que pudieron salir del cabarute ya están todos presos, por­que hubo gresca con sangre... Y la señora Catalina y el curita hace ya más de dos horas que esperan afuera. “—Mi nuera se ha encerrado con mis nietos en su casa, padre... la desgra­ciada no quiso venir... Dice que a mi hijo no lo va a perdonar ni muerto o... Desalmada, pretensiosa, ahora se ve... ¿Acaso alguna vez le ha faltado algo a ella y a mis nietos? ¿No se le ocurre pensar que si mi hijo estaba aquí sería por algo...? ¿Acaso no es el juez?” Se interrumpe para llorar un poco y enseguida vuelve al ataque. “—¡No hay ninguna razón para pensar mal! ¡Yo estoy segura en cambio que mi hijo nunca pisó un motel!... Pero me resisto a creer lo que más de una vez me han dicho de ella...” El curita es joven, nuevo en la zona. Parece asentir sin decir una palabra. Hace apenas unos meses que lo pasaron de El Galpón a este pueblo de la frontera. Trata de ambientarse. Pero ya conoce bastante este ca­barute por las confesiones de sus fieles. El calor agobia. El curita se hace fresco con el sombrero mientras mira misericor­diosamente esos tinglados miserables que de noche se yer­guen, fantásticamente iluminados, semejantes al castillo del Príncipe de las Tinieblas... Los herrumbrados reflectores que lo iluminan de noche se protegen ahora del sol implacable bajo las palmas bajas de los costados, acogotadas por la maleza in­vasora del trópico. El curita ya se enteró. A veces la farra se interrumpe en el cabarute para matar a pisotones nomás al­guna yarará que se ha filtrado en medio del bailongo. ¡Zapa­teo! Sabe también que allí dentro anda suelto, hasta el mismo mal de Chagas... Pero estas armas no pueden invocarse por­que también hasta en la casa de Dios... Al rato el comandante de gendarmería ordena que dejen entrar “solamente al padre”, que inmediatamente es conducido hasta el precario despacho del patrón del cabarute. Allí, sobre una mesa de raído y sucio mantel, hay botellas de cinzano, bitter, fernet, un platito con aceitunas, hielitos... “—Bienvenido padrecito, cae justo... ¿Gusta algo? Lo lamento pero la señora tendrá que esperar un rato largo. Sería preferible que espere en su casa... Ya ha llegado el secretario del juez, ¡pobrecito!, pero él nada puede hacer hasta que no venga el juez de Orán que anda atareado, parece, con otros asuntos, dos ahogaditos, dicen... Se me hace que recién podrá estar por acá a las cinco, con suerte... Pero ¿cómo, ustedes no se conocen?” El curita se muerde los la­bios. Acaba de reconocer al dueño del cabarute... ¡Era el dueño del circo aquel en el cual se colaba con otros changos veinte años atrás en Metán! ¡El dueño y el domador! ¡El ad­mirado domador de ese circo atorrante y pobre que daba vuel­tas por el noroeste y Bolivia sin bajar más abajo de Tucumán! Y el curita enmudecido no puede evitar recordar su vocación infantil de domador en la que mucho tenía que ver ese hom­bre entonces tan admirado..."—Todo esto es lamentable,

señor”, ataca entonces para frenar sus recuerdos, dirigiéndose al comandante de gendarmería que, con la cabeza gacha, es­cupe un carocito de aceituna. “—Ha muerto aquí un hombre honorable, seguramente traído engañado o que algo tendría que hacer en este lugar en bien de la sociedad...” Iba a seguir en ese tono, pero se interrumpió porque a un costado una menorcita del elenco le anda cuchicheando algo al patrón por atrás y este, con una sonrisita paternal, le ordena volver adentro. “—Disculpe, padre, estas chiquitas son traviesas, ¿no?” El curita hierático prosigue ahora: “—Una cosa son los gallos de riña que no tienen alma y otra muy distinta las almas de las niñas que son parte de mi rebaño. Una cosa son...” Y ya iba a pisarse el curita porque volvían a aparecerse en su mente el admirado domador con el viejo león desganado de aquel circo en Metán. Imposible borrar esa imagen. Se acordó fugazmente que hasta el nombre del cabarute, “Black Tiger”, evocaba una noche que en medio de la jarana cabarutera había resonado el rugido de un uturunco de verdad... Los bichos salvajes de su infancia dominaban su atención. Trató vanamente de evocar el Arca de Noé en busca de alguna metáfora que se adaptara a la situación, pero lo interrumpió menos mal la brusca irrup­ción del doctor Antúnez, el secretario del malogrado juez im­pedido de actuar. “—Padre, comprendo su interés y agradezco su presencia aquí. Asumo la responsabilidad del caso y, pese a lo dispuesto por la ley y con carácter de excepción, he orde­nado el inmediato traslado a Orán del cuerpo del extinto ma­gistrado”. Se detuvo un instante, sin disimular su turbación. “—Allí, el juez interviniente dispondrá”, finalizó contundente. El curita que quería ser domador se siente derrotado. Su mi­sión termina allí. Ya está todo arreglado. El dueño del caba­rute es un comerciante que paga puntualmente los impuestos. Tiene una larga tradición empresaria, es salteño de la zona. Las niñas del elenco, las “diez caras bonitas”, cuentan con control médico permanente y encima casi nunca faltan a misa.

“Todo en orden y santas pascuas”. El curita se siente humi­llado. Se le escapa de las manos este antro del diablo a él, que nada puede hacer con el motel flamante que han instalado en la ruta junto con el supermercado. Eso es cosa del obispo. Monseñor es quien debe entenderse con los moteleros llegado el caso. Eso escapa a la parroquia, es provincial, multiprovincial, nacional y multinacional, no se trata del pobrerío que cir­cula por la frontera como en el caso del cabarute. Para peor, el patrón le habla ahora con la boca llena: “—Ya se hemos de ver, padrecito, en la casa del Uña Tarcur, amigo suyo, ya sé. A mí me gusta mucho que me hablen de santos, ¿sabe?”, y en­cima lo palmea. El curita abrumado, desolado, acalorado, que de chango quería ser domador... “—Don Raúl Zambrano, pa servirlo, padre. No es mi culpa si al señor juez le ha tocado morir acá, y de muerte natural, ya lo han dicho los dos médi­cos que lo han visto. Mala suerte la de él, mala suerte la mía también. Me han dicho que usted es nuevito aquí. Yo tam­bién. Hace apenas unos meses que me he aposentado en este lugar. Ya estoy viejo pa cirquero. Lo he sido toda la vida. Al­guna vez tenía que quedarme quieto en un lugar, sabe, esta vida es más tranquila y aquí todos estamos en familia como usted verá. Tenía que elegir entre esto y un hotelito de Agua- ray. Al final elegí esto y aquí me he de morir, seguro, con la conciencia en paz.”

A todo eso alguien tenía que ahogarse. La imprudencia no es vicio ni locura de atar. Los corazones se sueltan como ba­rriletes y terminan esqueleteados también en otros cables. Muy lejos de allí los albañiles estropean unos cuantos arbolitos de la cuadra porque ya llegaron al piso 23. Cosa de festejar en estos tiempos. Ahora habrá que llenar el flamante edificio como empanada y después vendrán los tontos navegantes de la vida. El vino derramado de calidad es fácil de limpiar como la sangre. El otro en cambio no afloja. Y nadie se preocupa por los días que pasan. Otra cosa son los años. La cabecita

que esquivaba las balas duerme ahora tranquilamente sobre la almohada. Este es el silencio que interesa y no el de Sandra en­cerrada con los suyos en su casa, muerta de vergüenza aunque su juez de 43 años haya muerto de muerte natural nomás como lo ha demostrado la autopsia y los restos de licor de la copa en que bebió... La naturalidad es la palabra justa para lodo. Natural, la cabeza con los ojos cerrados sobre la almo­hada no tiene sobresaltos.

 

                                                                      **

20. La mula se ha detenido de pronto en la cornisa an­gosta. Dejar pensar a la mula empacada aunque la noche muda se vuelva espesa. ¡Ojo con darle con los talones! ¡Ni azuzarla siquiera! Con un abismo de más de mil metros, cerro abajo, uno depende de ella.

Hombre que no quiere dormirse se duerme lo mismo. “¿De dónde habrá salido esa mujer parada en el marco de una puerta, con una valija de un lado y un hombre alto y flaco del otro?” Los dos lo miran fijo sin decir palabra. ¿Gritar? ¿Cómo? Ni hablar puede. Hace un esfuerzo enorme... Consi­gue al fin abrir los ojos y ‘ai nomás larga un alarido...

El eco de la montaña lo despabila. A lo lejos relampaguea. Vuelve a verse sobre la mulita, que ahora sube lenta, segura­mente, por la pendiente estrecha y pedregosa en medio de la oscuridad. Ya anda cerca del rancho de piedra. Lo huele... “Pero, ¿quién sería esa chinita de la valija y ese flaco que me miraban? ¿No será un sueño ajeno? ¿Un sueño cambiado?, piensa el hombre.

Chumbita duerme la mona. Se lo oye roncar sin verlo. La coya, arrinconada espera abierta de piernas otra embestida del boliviano. El Hombre de la Mula Empacada empuja la puerta entreabierta. Avanza a tientas, palpándose la caja de fósforos con la mano izquierda. A más del ronquido de Chumbita, otras respiraciones le dicen algo. De puro comedido se detiene en la oscuridad hasta que termina el jadeo. Recién entonces manotea una vela. La coya, que lo ha reconocido en la penum­bra, se sienta en cuclillas mientras el boliviano se acomoda los pantalones. “¿Qué me dice Don Gaitán? ¿Cómo le va yendo? ¡Arrímese pues!”. Hace una seña y el boliviano, siempre de espaldas, sale lentamente sin saludar. El Hombre de la Mula Empacada trata de orientarse en la oscuridad, atropellando de paso botellas vacías. Junto a la coya sentada en el suelo, al­canza a ver otro cuerpo tumbado en el piso. No es Chumbita, seguro. El ronquido sigue llegando desde la cocina. El Hom­bre de la Mula Empacada deja de pensar. La coya me lo ha prendido de un vaso grande de chicha morada. Después, de otro y otro. Nadie lleva la cuenta. Al rato, una coyita de unos quince años se aparece cantando y meneándose en la penum­bra. “Se me ha puesto grande de repente, ¿vio, don? Si gusta se la doy ahora nomás... Es muy servicial, ¿sabe?” La coyita sigue cantando, quieta, con la mirada en el suelo. Sin preocu­parse si él es don Gaitán o no, el recién llegado se acomoda como puede sobre cajones que apenas ve. Vuelve a escuchar el ronquido de Chumbita y lo imagina amontonado sobre pe­llones pulguientos. Recuerda que más de una vez, igual que el bolivianito que salió sin saludar, él también arrinconó allí a la coya vieja, aunque ha olvidado los detalles y la ocasión. La coya grande le alcanza desde el suelo otro vaso de chicha brava... “¿Qué me lo traído por acá, don? ¿El ruido nomás? ¿O es que ha maliciado algo? ¡Jua, jua! ¿O se me ha equivo­cado de casa? De golpe el don se pierde y entra a confundir las cosas. Un sauce crecido en la arena rala del río Grande se le entrevera con una mordedura de víbora de mucho más lejos y con la noche aquella en que un camión lo tumbó de boca en la ruta, y creyó llegar a la otra orilla de la vida. Las botellas del suelo las ve ahora en medio de la corriente del río, cuerpeán­doles a las aguas bravas y a los picotazos de las piedras. En la otra arruga de la vida, el don ha ido a parar entre dos sauces. La puerta que está golpeando no es la de la casa de piedra de Chumbita, el del ronquido. Cuando le abren, alcanza apenas a ver un corredor oscuro, largo y angosto. Hasta que se en­ciende al final una lucecita lejana. “El Patrón Sulfuroso debe andar por el fondo...”, susurran a coro voces sin cuerpo. Y a él lo dejan esperando entre pilas de bolsas de azúcar, sin acor­darse de quién lo mandó a ver al Patrón Sulfuroso ése... De pronto se ve montado en una yegua más blanca que el azúcar y más arisca que una moto. Y al suelo nomás, en los pedrega­les. Pura ceniza, puro recuerdo, se dice después al verse en un montacargas que no puede parar. Le han dicho que el dueño de la mina de azufre le anda queriendo robar una hija, y él quiere conocerlo, nada más... Toda puñalada es corta en la inmensidad. Y al don le hacen cosquillas en las patas descal­zas, con ramitos de albahaca. “¡Velay! ¡Esta coyita había sido igual a la Eva!” Es un segundo nomás. La sangre sale de aden­tro como siempre. La herida le va secreteando de a poco... La sangre y la bosta tienen la misma historia pareja y secreta. La mulita que se le empacó al don, olvidada en la intemperie, se despatarra entre las piedras como pucho sin apagar. La tierra entera pasa hamacándose mientras el cielo parpadea. El hilo se corta. Don Gaitán vuelve a ser la sombra que pisa fuerte y la coyita anda vomitando lindo, transparente... Las velas encendidas caminan solas. De afuera se mete una ráfaga he­lada y polvorienta. Todos terminan encimados. ¡Con tanto frío! ¡Así se ha hecho la patria! Y la ráfaga trae un eco lejano que nadie oye. La mulita despatarrada al raso anda esquiván­dole a un cóndor. Ahora se endereza y hace polvareda hasta que el otro no ensiste. Después hasta se da el lujo de empa­carse sola, sin el patrón encima. Patroncito adentro, la coya grande se llena de arrugas de golpe. ¡Ahora le toca a ella agi­tar en el aire flamantes patas de cabra! El Hombre de la Mula Empacada se ha caído del montón de friolentos, justo cuando la coyita se sacude del cuerpo al cumpa que consiguió embo­carla, dormido y todo. Y el curupí de Maimará se palpa por las dudas en el suelo, la plata que le robó a don Barrientos, justo cuando se estaba muriendo. La luz anda penando. La coya vieja tiesa en el piso para siempre. Y se arma una timba de vivos y muertos. Los dados caídos valen lo mismo hasta que una pata descalza apaga, una a una, las velas que quedan. Y hay dos trenzados a muerte en el suelo por billetes que no se ven. Don Gaitán sigue en la misma. La coyita se le ha abierto de piernas sin largar billetes que aprieta fuerte. Afuera, la mu­lita empacada se aguanta el viento blanco lo mismo que el bo­liviano aquel, que se fue sin saludar. La vida se acorta o se alarga sin que dependa de nadie. ¡Ojo con la memoria despa­reja, corta o larga, propia o ajena!

A cada cual lo suyo. El bolivianito aquel volvió también sin saludar. Un cartucho de dinamita de la mina era suficiente. Por las dudas se trajo dos... ¡¡¡Viva Bolivia!!! Hay muchas maneras de hacer patria sin esperar el día siguiente.

El Patrón Sulfuroso se acuerda tarde de echarle sus perros negros al Hombre de la Mula Empacada. Se le hace que lo sigue esperando entre las pilas de bolsas de azúcar... ¡Qué chasco! No tanto para los perros que acaban peleándose hasta que los ladridos se apagan. La arruga de aquel tiempo se ha borrado, mal que le pese al mismísimo Patrón Sulfuroso. El Hombre de la Mula Empacada, sea don Gaitán o no, seguro que anda lo más campante en algún otro pliegue de la vida, lo mismo que aquella yegua blanca, más arisca que moto suelta.

La jornada ha terminado en los socavones penumbrosos de la mina. Don Gaitán sale a la superficie con el casco puesto

y la linterna sin apagar. Aspira el aire helado de la Puna y en lo que menos piensa es en aquella casa de piedra de Chumbita.

No hay quien oiga el estallido. La mula pensativa se des­morona de golpe en la intemperie y rueda entre las piedras hasta que se prende con los dientes de una mula rala. “O me aguantás o te como”. En esto está.

 

                                                           *

Acre olor del horno de ladrillos. Humareda amarga a pocos pasos del cementerio. Más amarga que los terrones que arrojaron las palas sobre el cajón del finado. El solazo raja la tierra. La flamante viuda ya lo sabe todo. Como todo el mundo... Farfán tenía que jugarse y se jugó. Le salió mal y ya no habrá otra ocasión en la vida. Al otro le fue bien... Pero anda prófugo. Cosas de hombres, dicen hasta las mujeres, aun­que no hubiera ninguna mujer en juego. La viuda de Farfán ha pedido que la dejen sola, que no la hagan llorar. Ahora tiene para andar ocho cuadras de tierra bajo el sol que quema. Dos cuadras entre la humareda del homo de ladrillos, las otras bajo la mirada atenta de los vecinos recién salidos de la siesta.

Los dos están que se caen de machados. Pero los otros los empujan. Farfán se prende un momento de las ramitas de un molle para no tumbarse. Lo ayudan. El otro se tambalea sin dejar de putear al aire. Esa siesta hermosa, todos se han puesto de acuerdo al final. Nada de cuchillos. Dos garrotes iguales de algarrobo para cada uno, y una pieza grande, larga, bien oscura. Todo ha sido previsto y conseguido. Uno y otro han caído en una trampa de inocentes. Pero eso no lo piensan ellos ni nadie. El asunto se resuelve sin cobardes o con valientes a la fuerza. La amistad se oscurece hasta que la cosa entre hom­bres se aclare.

“¡Ahora... ! ¡Adentro los dos, mierda!” Y los meten a em­pujones, cada cual con su garrote, en la pieza oscura. “¡Traé eso que acá te anda estorbando!”, alcanza a oír Vilte cuando le arrancan los Ray-Band que llevaba puestos. Y ya les cie­rran la puerta con violencia. Y la traban...

“¡La gran puta!”, piensa Farfán recobrando algo la con­ciencia. Tarde se acuerda que en esto también hay trampa. “¡Qué me hubiera costado meterme yesca en una mano y al entrar plantársela al otro en el hombro!” Hombro que reluce en las tinieblas sirve para darle al muñeco justo en la cabeza...

¿No me la habrá hecho él a mí?”. Por las dudas, se sacude los hombros, rapidito, despacito. En un comienzo la oscuridad total. Farfán y el que no es Farfán, Vilte y el que no es Vilte, buscan olfatearse con la oreja y la nariz, conteniendo la respi­ración. ¡Nariz en falso! Uno huele en el otro el mismo licor que llevan los dos encima y que chuparon todos. ¡No sirve! Aguzan entonces las orejas que ya quisieran moverse para todos lados. La cosa se alarga, parece. Vilte cree oír apenas el ruidito de una alpargata de Farfán... ¡Y se larga! Lágrima, pie­dra quiso ser. El golpe ha dado en la pared. Farfán siente el vientito en la cara. Se orienta por él, y ¡fafff! ¡Le dio! Siente caer a Vilte y larga otro golpe casi al ras del suelo. Lo oye que­jarse. “Lo tengo, lo tengo”, se ilusiona, hasta que recibe un fuerte garrotazo en el hombro que lo despatarra como catre, sin voltearlo del todo. Se endereza lentamente y entra a tirar golpes para todos lados. Busca a tientas la pared. ¡Cuidado! Siente venir al otro de un salto y apunta, ¡pafff! El otro se queja. ¡Buen indicio! ¡Si no anda por el suelo, cerca andará! Esta vez se encarniza. ¡Pafff! ¡Pafff! ¡Pom! El golpe en el suelo orienta ahora a Vilte. Farfán se aguanta a duras penas un feroz garrotazo en el cogote. ¡Todo el suelo para él ahora! ¡Y en­cima, flor de patada en el estómago! Aprieta los dientes pa no quejarse. Retrocede penosamente, de rodillas y dispara un ga­rrotazo certero, pero sin fuerza, en la boca de Vilte... Y ense­guida los dos se olvidan de todo. Uno de ellos acomete contra el otro que se repliega y no se sabe quién es. ¡Ya están gritando los dos! Ahora, uno de ellos ha dado con todo. El otro que se queja más fuerte que nunca. ¡Lo tiene localizado! ¡Y pega, pega, pega, y sigue pegando vaya a saber cuántas veces más! ¡Pero seguro que da! No se oyen quejidos pero sigue pe­gando igual. ¡Qué mierda se va a quejar! ¡si ya ni siquiera res­pira! El vencedor tantea ahora con el pie el cuerpo inmóvil y blando en el suelo y enseguida comienza a sentir los golpes que recibió y no sintió en su momento. Le duele ferozmente la cabeza, la boca, un hombro, la espalda. Silencio total. No se oyen voces afuera. ¿Qué se han hecho los amigos? ¿Los que los metieron en este baile? Tanteando en la oscuridad, encuen­tra la puerta cerrada. Golpea fuerte para que le abran. Nada. Nada. Ni el menor ruidito. No da más. Entra a forzar la puerta con el garrote de algarrobo que no ha soltado en ningún mo­mento. Ahora grita, golpea duro. ¡Y meta y meta! Cuando la puerta desvencijada cede, entra de lleno la luz del sol que lo encandila. Ahora recién se convence de que es Farfán y no él, quien ha quedado tendido en el suelo. El sol lo enceguece. Vuelve a acordarse. “¿Dónde se habrán metido los otros? ¡Que me devuelvan por lo menos mis Ray-Band!”. Pero afuera no hay un alma. Nada más que el sol sobre la tierra seca del descampado y a lo lejos los pocos molles y sauces, y los cerros de siempre. Vuelve a entrar en la pieza. Recoge rápidamente el palo de Farfán. Se lleva los dos garrotes hasta un pedregal. Se cree invisible durante doscientos metros. Esconde apurado los palos entre las piedras y luego se pasa tierra arenosa por la cara. ¡Ha ganado porque tenía que ganar! ¡Con un solo ojo! Pero le arden los dos, no sólo el que ve. El Vilte encandilado se escarba ahora los bolsillos. Unos pocos pesos le alcanzan apenas para dos días. Tiene que viajar enseguida. Se acuerda del Payo de Abra Pampa, que le debe favores. Hasta una muerte, dicen. Esta vez el Payo tendrá que darle una mano grande. Tuerce la izquierda, hacia la ruta, por una sendita en diagonal entre tolas y pedrones. Antes de media hora, calcula por el sol, pasa un “atahualpa” hacia el norte.

La viuda de Farfán intenta dormir la siesta perdida... Mientras, repasa los Vilte que ha conocido, porque a este Vilte lo anda confundiendo. “¿Será aquel que sabía pasar de vez en cuando por aquí? ¿Pero era un Vilte o un Vilca?”.

 

21. Vilte sabiendo sin pensarlo que la vida da curvas y me­tiéndose nomás en un laberinto boliviano, donde no hay caba­llo que valga. Motor y aliento de llamas, cluequeando él y dándose el gusto, jugándose porque sí, haciéndose el muerto llegado el caso. Ahí lo estamos viendo, venteándose en Uyuni hasta que lo tapa la nieve. Pegándose después una sacudida veraniega al sol. No dar en el blanco allá porque no hay blanco. Dejando a tres o cuatro cholas, seguro además de ellas y es cierto. Guardándose por las dudas. Sin noticias de abajo. Robando y vendiendo, tirando por diversión los dados al vaso bajo la vela en La Paz. Bragueta pegoteada en el Caicón. Ro­zándose con el Fulano que hace las mismas de él sin cono­cerlo. Por más que las mismas del Fulano sean otras. Y lo que para él no son más que vueltas de la vida para el otro son fra­casos, caídas. Por diez centímetros no se conocieron, uno por dejarse llevar, el otro por querer meterse alargando el hocico tantas veces pateado. El Vilte culebrea para donde puede. El otro se resiste y rempuja hasta que lo largan. La ley manifiesta, la justicia despareja lo aplasta. ¡Quién mierda lo ha metido aquí! ¡Argentino a más! No hay que esquivar el trago siempre ofrecido. Eso Vilte lo sabe desde siempre, esponja ahora del zingani derramado, articulándose al compás, al lleva que te lleva sin nunca preguntar. El Fulano partido al fin, ido. Y el Vilte calavereando a ciegas ¡y qué va!

Tita, aquella que se ha cansado de teñirse desde los tiem­pos del quilombo de Orán, bolichera que a la larga han lle­gado a hacerle tres changos de costado. A Tita al fin le ha alcanzado la vida para enamorarse unas cuantas. Hasta tres meses atrás llegó la cosa. Ahora se aguanta el trote de arre­glarse con borrachos, paño que conoce, hombres ellos al fin. Tita gloriosa, acostumbrada a remar en medio de oleadas tur­bulentas de cabezas de cepillo. Y quién ha dicho que no hay vaivén en esa Puna ajetreada, fija, ¡ja! Tita estirando ya bra­zos de vieja, moviendo lo que se anda por las sendas polvo­rientas de los que van y van, creencia que viene de lejos, mamacita relumbrona, estaqueándose y volviendo [...]

22. La mirada fija en el patio rojo y asoleado. Fija y suelta nomás, no daba ningún indicio. La mirada del borracho disfra­zado y a medio despertar no podía entrar. Un griterío cercano la hace ladear y apenas alcanza a llegar vieja casa vacía con patio colorado. El hombre tumbado en un catre hediondo co­mienza a despejarse hasta que de golpe se siente Vilte sin que­rer. “No, yo soy Campa, Faustino Campa”, cree gritar, “nunca me he de dar vuelta otra vez”. Ahora se ve cómo la pobre mascarita que ha perdido la comparsa en esa casa vacía. Sale a los tumbos y a la que venga por la primera puerta. Esta vez el dis­fraz de Pepino le protege del solazo. Después se pierde en las lomas, entre pedrones y tolares. Largo de explicar, largo de pensar para él. Nadie tiene por qué fijarse en ese diablo, esa mascarita perdida y suelta. Faustino Campa, ¡adelante! Ahora entiende que en medio de la carnavaleada se ha caído sin que­rer del otro lado de la frontera. Necesita ropa a toda costa. Vuelve a la misma casa vacía de donde salió. Ahora está lleno de camavaleros, pero ninguno de los de él. Lo llaman el boli y hasta andan queriendo provocarlo, pero no vale la pena y hay alcohol y coca de sobra y vuelta a empezar la cosa como empezó antes.

El diablo filtrándose en la siesta de sombra en sombra. El diablo de salto en salto, sombra de piedra, sapo o higuera, me­tiéndose ahora debajo de la mesa y hasta en la misma sombra doble que se menea en la pared junto a la cama. El diablo se cambia la ropa. Tranco tras tranco, sombra Faustino Campa.

Los sesos de la cabeza reventada salpicando la pared de piedra, entrañas desbordadas. El paisaje se encrespa y se en­turbia. Faustino Campa, deshojado de su disfraz pronto será apenas un punto que se pierde rumbo al sur. ¡Adiós patio co­lorado! Fausto Faustino Campa, señor avanza despintado y despistado. Ya no piensa cómo cayó de este lado y se deja lle­var hacia el sur. Nadie pierde el lugar que nunca tuvo o que creía tener, el lugar mandibulario y desdentado. Manos vacías y el cuero que hay que ir llenando de a poco hasta que la ma­drugada limpia todo y lo que se ha perdido se pierde nomás.

—Nada como este cielo, ¿no, compadre? Pero ¿qué anda haciendo al alba?

¿Conocido o comedido? ¿Cómo saberlo?

—Mirá, yo siempre te he aguantado. Ahora hacete el otro.

Y otra vez entra a acordarse del otro, de Vilte. Pero Campa o como fuera, por las dudas tuerce hacia el oeste o lo que es lo mismo quiere alejarse del otro, del Vilte ese.

Y otra vez la mirada boba sobre la resolana del patio co­lorado. Las vueltas que da la vida sólo se notan viviendo. Los años se cuentan por hijos. Te ha de costar bastante ser aquí Faustino Campa. Y otra vez la cosa despareja de los cerros. Habrá que ir bajando todavía, sin vecinitos, sin besitos, sin al­haracas tratar de no enredarse en cualquier cosa. La crecida del Bermejo anda rasca que te rasca el corazón de la tierra colorada.

                                                                       **

23. ¿Cómo conformarse con tan poca cosa? Buscar con­suelo... Darse corte... Dormir, matarse... Pasar revista a la memoria como si sirviera de algo... ¿Jugar con juguetes nue­vos? ¿Ganarle a alguien? ¿Jugarse a perder? A todos nos gusta el dulce, que es una manera de decir... Poca cosa, muy poca siempre. Siempre se trampea buscándole un fin a la vida. Se nace trampeando y tramposo. Uno cayó en esta trampa. Eso es todo. Y lo que viene después son todas complicaciones para multiplicar la ilusión y seguir ilusionándose. ¿Héroe, mártir, esclavo? No hay otra para el que quiere ser algo. Hay mil ra­zones para ilusionarse, para conformarse, para creerse alguien. Pasarla lo mejor posible ya que no hay otro remedio. Y pa­sarla sin comprar, pero entonces hay que manguear y al final uno se queda solo entonces. Mandonear o manguear. Y man­guear se puede, si alguien cree que vos podrás tener poder ma­ñana y pasado. Pero mañana y pasado hace rato que pasaron. ¿Robar entonces? ¿Robar para qué? ¿Para después quedarte tranquilo comprando macanas si nadie se entera de que sos un chorro?

Una vez caído en la trampa poco se puede elegir. Cami­nos trazados difíciles de trampear, es cierto, ¿se gana algo con trampearlos? Poco o nada, vale la pena. Todos se hicieron para que al fin te quedés solo. Y hay que engañarse con algo, ilusionarse. Hay que trampear puesto ya que uno cayó en la trampa. Fulanote fulanicida no vale. Nadie te dará un premio por seguir viviendo. Pero, ¿quién te dijo? ¿Una vida de ahu­yentar a los que creen que eso es vida? Una vida cabezona donde hay que ganarle a alguien... en la que uno pierde si no quiere ganar. Una vida distraída al fin, la única manera de pa­sarla con recuerdos e ilusiones. Una trampa sin escapatoria cada segundo más profunda, hasta llegar, amables gusanitos...

El Fulano ese, el del cuchillo ensangrentado en la mano y no lo quería creer. Vilte se dio cuenta que el muerto no era él cuando entró el solazo en la pieza oscura y si no era él tenía que dispararse pa la frontera. El tupiceño tuerto y el falso Vilte seguían su vida en las alturas. Leonor sabía que esa vida ya no la aguantaba más. Y otros optaban por detenerse y una vez asentados como las piedras ¿quién sabe en qué pensarían? Una circulación permanente entre los que repiten lo que hicie­ron ayer y los que se salen del carril, pensándolo o no, abru­mados por el sin sentido o pensando en un sentido creyendo acertar. Los otros, con caricias, con terrones de azúcar, espue­las o chicotazos.

24. ¡Y adiós Vilte! El saque que mandaba pesaba cien kilos o más... Pero el saque del otro llegó primero, en plena jeta. Y abajo nomás, duro entre las piedras, casco amarillo puesto, menos mal... Y ahora, como un pescadito. ¡Blu, blu, blu!, las burbujas rojizas le salen a borbotones de la boca par­tida. Y hasta anda oyendo el arpa acuática. Tan luego él, que ni se acuerda de aquel cieguito Domitilo que supo conocer en Huaqui. Aquel de la farra de un atardecer de invierno en el Titicaca. Mucho peso para tan poca balsa de totora, mucho peso. ¿Qué puede hacerle la muerte a un ciego? ¿Quién po­dría pensar que se ha muerto? “¿Lo empujamos nomás?”. Y’ai me lo tiran al Domitilo con su arpa de madera y todo. La borrachera lleva la balsa derecho a la deriva, y más ahora que pesa menos. Hasta que en medio de la noche cerrada, siem­pre al trasperder, vuelve a oírse el arpa sumergida y la voz más ronca del cieguito Domitilo. Inútil taparse las orejas.

¡Y adiós Campa! A este cuero no hay facón ni bala que lo atraviese. Y menos el recuerdo. Farfán nunca tocó el arpa y nunca saldrá de la tumba para vengarse. Vilte, que volvió Campa, no ha vuelto de vicio. Se ha ido de cabeza, casco ama­rillo puesto. El brujo de los dientes de oro no lo sabe y así se ha muerto. Al Renault Fuego lo sigue esperando aquella curva cerrada, iluminada por la luna llena. Vilte de capataz. Casco amarillo. ¡Quién te ha visto y quién te ve! “La farra me anda corriendo pero no me agarra”. Ahora piensa que a los trajes de farrear se los lleva el ventarrón carbonífero de las noches difíciles de ahuyentar, esas que aflojan las muelas. Las vueltas de la vida, demasiado obedientes, no quieren mezclarse como el azúcar que tiran al río colorado, crecidito. La mosca enca­nutada pecha junto a la locomotora jubilada. Vilte con bille­tes recién planchados... Andando a contrapelo la pulga aprende.                                        

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25. El coya con el ventilador bajo el brazo que nunca ha­bría de conectar ni cambiar hasta caerse muerto. Un ventila­dor que a diferencia de la sal no se usó nunca. Y no se sabe siquiera si el coya aquel se ha muerto en serio. Anda tirado al raso, lleva treinta horas así al raso, con el viento blanco en­cima queriendo afeitarle la barba que nunca tuvo. Se sabe que el Cuerudo se vino varias veces para acá, unas veinte si no más. Y nunca le fue mal hasta ahora. Y ahora por ‘ai es cosa de nada, aunque se ha tumbado fuerte. Y el ventilador no es quien para abandonarlo, para volarse solo. Son cosas del brujo demorado, cosas que ve al pasar, ajetreado por llegar primero, cosas de ese atardecer manco, que se le va plegando aunque teme no llegar a tiempo otra vez. El esqueleto de traje de lata no perdona cuando se menea a la luz de la luna y el cielo se vuelve de acero y topa que te topa fuerte.

Ni los trajes ni los zapatos siguen a los muertos. ¡No fal­taba más! Traje de lata sin corbata. Pero los trajes se siguen solos por el aire esta noche de abrirse los roperos de golpe cuando el yacaré se alivia con la noche fría hasta entumecerse y boquear, cabezón...

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26. Rama de arremangarse. Fotito. ¿Y quien ha de espe­rarte? El ojo en la orqueta. Aguaribay, horco. ¿Y de 'ai? Vientito de portazos. Al anca. Sombras de nunca ahuyentar. Sillas amables. Zanjón lateado, sin motorcito. Y resulta que a Vilte no ha vuelto de vicio. Zanja plateada. Ventanita prendida del cielo. La Turca de veras ni ha vuelto a soñar plumas en el viento latón, de cuevas atravesadas llenándose de ahorcadores porque sí. Vilte se ha caído de cabeza. Casco amarillo. Se ha perdido la oportunidad de toparse con la Turca ya amansada. Consuelo. Cuestión de horarios, segundos nomás. Salteados han vivido ella, él, el brujo de los dientes de oro que sigue sin saber lo que pasó y así se ha muerto. Los cometones del viento negro... Y el que se ha prendido sabrá como desprenderse solo. La boca se acalambra salteándose. Salteaditos todos. Co­razones. Reclamado aquí no se me venga. La Leonor... Qué aburrimiento. Con sus pinzas gastadas, sus alturas, sus caras apagadas turnándose. Y el sillón giratorio, el vaporizador des­pués. Sin dar en el blanco, rozándole a lo que viene sin acer­tarla. ¡Vida! Ya ni le queda el asma del asmático. Aprendiste. Y a la Juanita que se van los años mientras los trajes oscuros con rayitas aguantan el viento blanco. La salvación calavérica, las canas de plata teñidas de oro. ¡Dientes! Al Renault fuego lo está esperando la curva aquella con luna llena. Los cuerpos saltan como pulgas, invisibles incandescentes. Cuestión de temporada. Invisibles.

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27. Nunca nadie lo encontró, pero el muerto seguía reci­biendo cartas que nunca leería y que alguien abrió al fin, mien­tras su esqueleto seguía todo chamuscado y acodado en el piso de baldosas desde que las llamas siguieron de largo para me­terse en el monte. El Patrón Sulfuroso sabría algo del gringo, pero qué mierda se iba a acordar ahora. Ni perdido ni abu­rrido, el Patrón anduvo para adelante y para atrás, cambiando de trenes de carga, hasta que una noche se descolgó trajeado a dos leguas de Añatuya. Se ajustó la corbata, se abotonó el saco cruzado y anduvo palpando el monte con ojos de tigre. Desde entonces los conejos grises se volvieron rojizos, y más al anochecer.

A todo esto, el hombre, el hombrecito nomás con los car­tuchos contados y muertito de hambre, la había errado todas y ya se venía la noche cuando se le planta a cinco metros de la senda un conejo grande como si lo estuviera esperando. Y él ahí nomás gatilla a lo loco la escopeta sin cartuchos. Un tro­pezón más y ai anda el hombrecito caminando a los tumbos por un cauce seco al menos más liso que el monte tupido. Y sigue nomás con la linterna de pila gastada hasta que al fin el cauce se ilumina y allá lejos alguien lo espera. No es un co­nejo, es un cristiano, pura sombra parece, pero le relucen los botones del saco cruzado. Da la impresión de un traje suelto sin cabeza.

Las cartas al gringo hecho esqueleto quemado venían en inglés.

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28. Hecha la flecha, la ventura, la aventura, inmensa la copa, lo que se estropea cuerea hasta el fondo, la ilusión del fondo, simulando una entrega no arreglada, dándose fuerte de frente, arrimando el viento piel de piedra, piedra de rama, cue- readora, desmoronada al fin pero, con que, cuenca, dispa­rando despegado. A la vuelta reclama, quién se acuerda, quién espera, quién aguanta lo que en resumidas cuentas raya más de la cuenta. Así nomás, así de menos, arañando la basura silenciosa, cuarteándose de a poco, costreando la pocilga gringa incendiada, guinda madura, ramalazo al frente, frente copada, simulando las mulas prendidas de la pendiente a falta de alas apolilladas. El hachazo fresco bien arrimado, la oscu­ridad polvorienta, el aire negro sin escalones, la humareda corazoneando, huellas perdidas, esqueleteadas al azar rezongadas. Armadora al fondo, resbalada. Entrañas subleva, armadillo, más de la cuenta cuentera, y de cómo sabiendo lo que falta nadie se arrima, ni cuerpeando, ni nada, arqueado es­pera, agazapado, si nadie llama ni por encima se ahorca solo. Sol muletero, las patas se alejan del suelo. Anima gorda, re­choncha tupida, encanalada por suerte, sorteando aguanta, sa­litrando finalmente, guapeando latas, fibras, hilachas rengas, troceadas, dándole nomás a lo que enteramente no vuela cuesteando las sombras cuadrúpedas cuereando otra vez, goteando guachas, arreando, pechando para abajo, sin cuestas, costras, humos sueltos, cuerdas animadas, la fila gruesa.

                                                           **

29. Trajes de saco cruzado, azules y negros y a rayas, que nadie ha descubierto aún. La Juanita Alancay apenas visible de día y de enorme sombra larga de noche. La que ahora recuerda al Tata perdido de su hijo que se fue. El chango anda por los 18. Pero del otro nunca llegó a saber. Y acaba de tenerlo bien claro en su recuerdo ahora del color de sus ojos enormes. Allá por los montes andará el tapir con aquellas estrellas marinas que relucen más que la luna. ¿Seré bruja por aquel desgraciado que nunca ha vuelto? Ni siquiera cuando lo de aquel minerito de Viacha. En aquel momento sí hasta quería que no volviera más. Ahora que lo pienso, no sé. Se habrá resbalado por algún cerro o será otro. Y hasta el chango de él se me ha ido...

Ahora no piensa en otro hombre que aquel que nunca vol­vió y de él es el chango que se le ha ido. Si hasta creyó verlo el sábado último en la parada de ómnibus de Tres Cruces. Siempre me trató bien. Nunca sabré por qué no volvió... Al­guna otra mujer, seguro. Y de golpe hasta lo ve acercarse entre la polvareda cuando ya anochece... Si no lo hubiera conocido al bolivianito, a lo mejor hubiera vuelto. La sombra ha pasado de largo confundida con el hombre. El Hombre del Arenal an­dará penando entre los roperos con trajes nuevos que ya no podrá ponerse. Los ojos verdes de la Juanita se derraman ahora. El viento frío, arenoso, le golpea la cara. Se aleja pal­pando la inmensidad...

 

Fragmentos de “Lata peinada”, Ed. Argonauta, 2008.