Los libros de Ricardo Zelarayán son libros perdidos, libros interrumpidos, libros abandonados según él mismo, un autor que teje su mito mezclando, confundiendo, gritando su historia de mudanzas, de Salta a Paraná, de Paraná a Buenos Aires, de un barrio a otro, de una calle a otra, donde dice ir dejando papeles, donde insiste en ir perdiendo novelas. Los libros de Ricardo Zelarayán son una obra sonora, porque sólo basta escuchar “Sombras”, “Sombra quieta” y “Sombra inquieta” de La obsesión del espacio, para asegurarlo; una obra construida en la fábula de perder lo que se escribe porque lo que rige su lectura es el asombro de verlo para siempre ya escrito o ya sabido, porque la voz es el nudo de su obra, y la voz es lo que Zelarayán se trae de la provincia. La voz provincial, su sino orgulloso, por eso gritado hasta el justo desafuero.
Los libros de Ricardo Zelarayán son una obra que tiene otro recorrido: un viaje de boca a oído o, lo que es lo mismo, una poesía de frases entrerrianas y salteñas para leer de corrido (“ni beca ni vaca / no soy porteño”, “no hay belga que valga”), lengua hablada al borde del canto (“La canción me la guardo para otra ocasión”) pero entonada “a las disparadas” como “por'ai cantaba Garay” —como se decía en el litoral— y definible en “algo por el estilo”, frase —como las anteriores, de “La Gran Salina”— que si es una figura común de la lengua también es la esencia de esta obra, un estilo rápido, como la risa con ese tinte de viejo rencor, como el ser distinto del hablar provinciano acá en Buenos Aires. Esa marca que muchos notan: el paisaje, la conversación provinciana, el canto de los pájaros tiñe su voz, Así, Zelarrayán traza “a la disparada”, en la profunda y absoluta inconsciencia de su escritura y, ademas, por ejemplo, puede entenderse en “Mi estalla/ y yo ironiza" , un estilo largamente acuñado.
Ricardo Zelarayán antes de escribir sus libros parece que se los ha contado a si mismo, se ha oído insistentemente el sonido de su voz, se ha detenido a escucharse decirlos y, al escribirlos luego, ha transfundido esa voz en un estilo fuerte ponque su voz, su tono, es canción y grito a la vez. Zelarayán en sus “Reflexiones inútiles ", singulares pasajes que cierran de algún modo su novela Lata peinada, se dice: "¡Y lus tonos? Hay que controlarlos, no repetirlos. En todo caso cambiar de registro dentro de un tono general. EI sonido mate, rústico, de las voces y guitarras de Los Nocheros Santiagueños y el violin cristalino y transparente de don Sixto Palavecino, parecen sugerir poner también atención en el problema timbrico en la escritura, no previsto hasta ahora”.
Zelarayán es un autor en donde el canturreo, el tarareo, son la marca tanto del ritmo, del fraseo de su obra, como su sistema y su control de la escritura. Allí se habla, se recita para escucharse y escribirse, se corrige en la melodía de su propio tono, en la armonía de su silabeo. Puede recordarse la imagen que lo retrata en la Avenida Corrientes, perorando sus poesías o las de Nerval, o las letras de algún viejo refrán, en la puerta chica de La Giralda en el film documental “La juntidad espeluznante”, de Martín Carmona y Jorge Quiroga. En ese molde de la voz, la opción provincial, el habla y la conversación salteña y entrerriana pueden aparecer en frases conocidas, frasean una tradición en decires litorales y norteños, coágulos de uno en la lengua de entrecasa, esa sangre imposible de lavar —como dice La Gran Salina—, verdaderos sistemas que sólo comprendemos que son otros, otra cosa, si sabemos, como ha escrito Zelarayán “que las cosas son otras después del almuerzo”. Y eso se sabe en la provincia... porque después del almuerzo es “la gran salina”, la gran siesta del interior: blanco reflejo, calor espeso y escritura a hurtadillas de la voz en el aire pegajoso del “solazo que pela” —imagen que vuelve infinitas veces en su obra. Y todo eso es porque si como él dice la poesía sólo debe hablarse, escucharse, oírse, la poesía no se puede leer o, más claramente, porque el saber de su poesía es más directo, es más fuerte, es más profundo porque siempre es ligero, es su voz la que escribe como el sismo de la piel de caballo. Como el contenido de una charla entre mates donde se ríe, se gesticula, porque en el empeño “de tocar todas las notas como hacen los malos pianistas, la frase se viene abajo” — según entiende Zelarayán su mecanismo de escritura—.
Así, los suyos son relatos que desesperan. Desesperan por esa multiplicidad insomne, absolutamente autorreflexiva, vuelta tono y existencia. Fragmentos enrarecidos por la extrema conciencia poética, literaria. Dice Zelarayán en uno de ellos: “¡Atención a los colados que pueden ser más importantes que los invitados! ¡Atención al número cualquiera que puede ganarle a la larga al favorito! ¡Atención al anónimo crecido entre el viento negro de la miseria! ¡Atención al huevo roto de la docena! ¡No está muerto quien pelea! ¡Ojo con el rengo agrandado en la adversidad! Pero... ¡Qué mierda! ¡Para qué insistir! ¡Te vas a morir torcido y haciendo señas... ! ¡Y no se sabrá si sos humo o polvareda! ¡Ojo que no hay cosa que no tenga otro lado y puede darse vuelta! ¿No es así, traidor?”. Párrafos que luego se escriben en verso como variantes corales porque siempre se ajustan a sí mismos:
“¡Atención a los colados que pueden ser más importantes que los invitados!
¡Atención al número cualquiera que puede ganarle a la larga al principal!
¡Atención al huevo roto de la docena! ¡No está muerto quien pelea!
¡Atención ni anonimo crecido en el viento negro de la miseria que puede ser el príncipe al final! ¡Ojo con el rengo que se agranda en la adversidad! Pero qué mierda... No insistir: ¡Te vus a morir torcido y haciendo señas y no se sabrá si sos humo o polvareda! ¡Ojo que no hay cosa que no tenga otro lado y todo puede darse vuelta! ¿No es así traidor? ¡Cualquiera vive, cualquiera duerme!".
En esos retazos, pedazos de cuerpos, de personajes entregados al relato, rotos en él, cruzados por el fondo-forma buscados con uñas y dientes por el autor, por la dinámica del lenguaje encontrado y por el sentido violento que los agrupa y desagrupa, quiebran toda posibilidad de hilación que no sea la natural. Y desesperan porque eso está también dicho: "Situación lamentable, es cierto. V no porque sí... Los personajes prácticamente han desaparecido. O andan perdidos y desganados. ¿Cómo recomenzar? ¿Cómo combatir esta deserción? ¿A partir de un objeto o de una sombra? ¿O el tiempo transcurriendo a la vez vertiginosa y lentamente como en la historia del sobreviviente don Natividad? Los paisajes deshabitados resultan ahora más fuertes que los personajes ausentes”. Y Zelarayán lo sabe mejor que nadie y escribe: “Sin tecla donde dar, sin carie localizada, la contra se viene y no hay corazón que valga, el cuento de nunca acabar y menos mal, los buches vacíos no tienen por qué perdonar. Ni la resolana ni el azar. Lo que nos deja secos nos abandona. Y viene entrando la inundación a destiempo. El hilo se corta por lo más delgado, aunque en la vida haya amores difíciles de olvidar, aunque se vengan otros, otros que se aguantan nomás...”
Al escribir las inesperadas “Reflexiones inútiles” lo dice todo pero eso no le alcanza para definir de una vez la novela: “Esta lata no se deja peinar” le sale a ratos como pretexto que adivinamos furibundo mientras el tiempo corre... Y el tiempo y la música de su voz se lo llevan a los empujones... La voz de Zelarayán en su obra se apura, va rápido, acelera las palabras, abraza las formas vocálicas y engulle un canto cuyos sonidos atempera, sólo un poco, con palabras que son como ademanes, agitación de brazos, el poeta se para, necesita todo el cuerpo para escribir. Y esas palabras, formas de la voz tan propias, le hacen escribir de un modo con el que ningún género se atreve, solo el discurso permanente de cada uno que es imposible de apagar o de cambiar: la propia inundación.
La obra de Zelarayán pone a la literatura, al poder decirse o saberse, de pie. De pie provincial, de pie vocal: la palabra provincial es un canto sordo a la organización de la historia literaria nacional si no se hace grito, grito que Ricardo Zelarayán teje desde los '40 en la literatura de Buenos Aires. En los '80, en los '90, sigue vociferando: “entrerriano de nacimiento, salteño-tucumano de tradición y santiagueño de vocación” porque si se trae algo de otro lado, aunque esa zona no sea más lejana que el cercano litoral-central argentino, no queda otra que la estampida, no hay otra forma de hacerse oír si no es por el grito y la construcción del mito, otra forma de la voz del autor, un largo trabajo de singularización.
Zelarayán es un poeta protestón, gesticulador, orante, recitador de los poemas franceses de Rilke, de tarareos mordaces, de epitafios a los vivos. Un autor que se quiere en la memoria de otros escritores del Norte: Regen, Groppa y Manuel Castilla —Nestor Groppa es un poeta cordobés radicado en Jujuy, los demás son salteños—. Y, entre ellos, Zelarayán se fue quedando, invocando, peleando un lugar en la calle Corrientes, en las anécdotas literarias, en los recuerdos ya inventados que va contando y tergiversando una y otra vez. En Lata peinada dice: “Cerca de Retiro se filtra el canto de un zorzal que brega, a pesar de todo, sobre la estúpida barahúnda porteña de los ociosos con tareas”.
Poesía y grito, borde de la lengua escrita, que además toca todo: esta obra se agiganta en la sonora explicación provincial (“sobre las cuchillas, / (colinas, pa que entiendan los porteños), / cuchillas sin filo, redondeadas”): estos versos se ocupan firmemente de la posibilidad de nombrar y de saber (“Yo no tengo objetivos pero me gusta / objetivar. / Desde chico intente cortar una gota de agua en dos / (con una tijera)” y vuelven una y otra vez sobre un pensamiento local y su brava palabra (“Aquí hay que hacer un minuto de silencio. /.../ Después, por las palabras muertas, / muertas por no decir nada... / misterio, por ejemplo, / que sirve para no explicar lo inexplicable, / lo que yo siento cuando pienso en la Gran Salina, / lo que traté de no pensar un día que caminaba por la Gran Salina / tratando de distraerme y de no pensar dónde estaba", “porque tengo miedo de quedarme callado, / ya se sabe por qué. / No quiero quedarme callado / ni distraerme, / ya se sabe por qué. / En realidad no se sabe nada”). Y por todo eso que toca, toca lo que duele: “Una frase (salada) para terminar (o interrumpir) este poema: / «Toda el agua del mar no bastaría para lavar una mancha de sangre intelectual»”. La voz, vértice de la provincia en esta literatura, también tiene historia.
La poesía de Zelarayán corre a la vera de su río de palabras (“el río que crece, / que crea orillas para ser río... /... / vive acostado, / junto al río /... / La mar de caricias me resbala... / pero escucho el río”), de paisajes, de ruidos de los que se va acordando: “Es decir, un silencio que en realidad no es tal, / pero que en ese momento era el mayor silencio. / Un silencio / o mejor un ramo, / un ramo hecho con el canto del pirincho, / (ahora me acuerdo), / el aletear de los caranchos, / el silbido remoto de la perdiz”. Mecanismo musical que marca la permanente ruptura de lo dado o de lo esperado como literatura a través de lo más propio, el recuerdo, y de los más poético, el significante sonido de la voz provincial. “Chaqueando como quien dice” —escribió Castilla— podría ser la fórmula de esas voces, obras que como piensa Zelarayán de sí mismo se escriben “a la que venga”, a “lo que pase”, un movimiento que también alecciona: “Hay que andar sobre la vida / como por sobre un cuchillo; / hay que meterse en tu monte / y hay que nadar en tu rio; / hay que arañarse en las manos / como tú, con los espinos”. Libros que hacen de la región, de lo visto y oído, de lo vivido, acordes cercanos, imágenes que cortan a cuchillo la literatura argentina. El lugar y el tiempo que se acerca a la poesía en la lluvia, en el incendio de la tarde, de la siesta, del sol, imagen que habita portentosa en la obra de Ricardo Zelarayán, como en el poema “Incendio en las islas”; tanto como las salinas, las piedras como caries y los ríos Pilcomayo y Bermejo, sus inundaciones; los caminos de la selva, el repetido yuchan y los coyuyos (“el palo borracho y las cigarras”— aclara enojado otra vez con los porteños que no entienden las voces provincianas—), los pastos y las viñas. “Nombro todo lo que camina o está quieto / pero fructificando” —nos dice Castilla—, son los contrastes de la provincia: arena y niebla, viento y altiplano, puna o “altipampa Poesía y provincia, porque la poesía tiene sus lugares: los lugares-palabras de uno mismo. Tal vez, lo que también dicen las coplas populares que Zelarayán copia en papeles sueltos y canturrea divertido en nuestra oreja como el estribillo de una chacarera santiagueña de tradición oral que remata: “¡Tomá, tomá! Tenémelo, / ¡Tomá, tomá! Tenémelo, / Que yo me v'ua pa bailar. / Y si el chango te molesta... / Y si el chango te molesta... / Hacelo nomás cagar”.
Los poetas cantan la provincia porque “de solo estar” la tierra entra húmeda en el hombre dormido o cae sobre sus hombros del trabajo cansados o “porque uno a veces nombra las cosas, sólo porque esas cosas no lo maten” —y nuevamente es Castilla el de esas frases enormes—. Y la poesía escribe, entonces, una sabiduría singular como la de los trenes ya quietos, la del recuerdo: Lo que se memora no se apaga porque “se muere haciendo señas” o como termina un segmento de Castilla: “Murió pisoteada por las huellas”, allí donde la tierra se prolonga en la tarde y la voz hace que la tarde sea en la tierra. El autor anota su recuerdo-fuerte-visión. Versos como bultos potentes, como los del cuento de Aparicio, donde el hambre y la soledad van juntas a la vera del tren, como entre los terraplenes que traza Zelarayán en sus relatos y poemas.
Estas notas a la obra de Zelarayán intentan marcar lo certero de la vida que habita en todas sus frases, que nos descubren un aire literario poderoso que inunda y desborda la tradición poética nacional hacia cursos desleídos o arrumbados como localismos o regionalismos pero que, en cambio, son la consecución más firme de la literatura argentina, una poesía de lugar, un registro fuerte y hermoso de voces zonales... Si es verdad que, como decía Nicolás Rosa, la literatura argentina se puede dividir entre la del Río de la Plata y la del Alto Perú... Zelarayán escribe ahí, de ese modo como pocas veces se escucha—, con pedazos de lenguas regionales, esa es su obsesión del espacio, la voz, esa voz que es la geografía que la literatura puede acercarnos; y si en La obsesión del espacio hay varias provincias norteñas como en Lata peinada y, por cierto, el Uruguay ya que todo francés es uruguayo como Lautréamont y todo uruguayo es entrerriano —asegura “La Gran Salina ”— y la obra de Zelarayán suena a Uruguay como Sud- antex, como el “pantalón de acrocel verde” o “la grafa sudada en el lomo” de La piel de caballo, en Roña criolla la fuerza de la lengua litoral había sido la más fuerte: “No hay peine pal pelo que arde nomás” o “cuentea lagunas, una por una”. Frases que no se pueden saber, gustar, sino haberlas sabido argentinas en textos y versiones que se aligeran para sonar mejor. Por lo que si “La Gran Salina ” que pertenece a La obsesión del espacio y Lata peinada son la siesta del norte o el mediodía que todo lo cambia, por su espesura, por su sequedad, porque es escritura sobre ese desierto del sol salteño, en el viejo mar de las salinas, Roña criolla es la “Fresca”, la tardecita entrerriana, la tardecita que allá es el atardecer con los mosquitos cerca del río...
La obra de Zelarayán permite escuchar esa búsqueda de palabras, el canto y los temas salteños y entrerrianos con una potencia indómita, acerca juicios y pequeños ángulos de la vida provincial que se vuelven paisaje: “Los paisajes deshabitados resultan ahora más fuertes que los personajes ausentes” —repetimos con Lata peinada—; zonas de inesperada ocurrencia porque los ha sabido transponer tal como son, sin marco, sin otro reaseguro que la voz, la lengua y la semántica específicas de esas costas. Y, más aún, lo ha hecho en tiempos simultáneos, direcciones simultáneas, reflexiones simultáneas: “Los tiempos de los personajes son desparejos” —dice Zelarayán en “Reflexiones inútiles”—, “y los siempres se retuercen pa sobrevivir” —escribe sabio en Lata peinada—. La novela, que sabe de las cosas y sabe de sí, sabe que es tiempo, sabe que está rota y sabe que está sola. Como la literatura. Allí leemos: “Todo lo que no se sabe sin buscar saber. Lo que uno no sabe no tiene por qué ser la salvación. La cacerola celestial, el cubito, lo que no está encerrado no se sabe lo que es. El agua que se derrama puede derramarse. La sangre no aguanta tanto”.
Estos fragmentos de la obra de Zelarayán, así como los títulos de las novelas olvidadas, perdidas o soñadas por él, son voces que arman, además, una zona perfecta, sonora, así escuchamos Pororó, Mansos y bellacos, Ocote, Cuatreros, Ranchada, Las boyas, Las cosas que se caen de la mesa, Una madrugada, Bajo cuerda, Mal de ojo... Zelarayán es un singular lenguaraz y tiene un genial don de lenguas.
En estas geniales prosas vuelven los camiones y las motos, las islas, el sol. Fragmentos escritos varias veces con ligeros cambios, donde, tal vez, se borran algunas palabras, se aligeran algunas frases; a veces cambia el orden en que aparecen, primero uno y luego otro: nos enfrentamos a ese feliz desorden... porque Zelarayán siempre escribe, nunca reescribe. Son pedazos de su lengua que una y otra vez ocurren, no es un trabajo de corrección, es un denuedo de perseverancia, de “morirse haciendo señas”, siempre las mismas para orejas tapiadas, como él mismo las siente.
Zelarayán gruñe, tartajea, ensombrece la voz y amenaza, mientras entrecorta toda una etimología precisa desarrolla un diccionario de palabras de época (“pelechar”), palabras de zona (“cachiquengue”), palabras que uno no sabe cómo entienden acá, en Buenos Aires, donde un gurí grita el grito entrerriano “¡Puy, puy, puy, puy...! ¡Piuujjjj!” en La piel de caballo. Palabra natural de Zelarayán que es palabra provincial atrapada y escrita, transposición realista, teatralidad sustancial de los ritmos musicales de esas zonas, como en la chamarrita donde se gorjean y se imitan voces estirando vocales. La cita de un variado coro que conformará el monumento vocal y local de esta escritura en la literatura argentina. Ia obra de Zelarayán es un singular recitativo incrustado como acontecimiento en los inéditos aquí presentados.
Acerca de la presente edición:
Las prosas reunidas por primera vez en esta edición... a las que Zelarayán no quiso volver pero dio a leer muchas veces... son páginas escritas a máquina o en letras grandes, en imprenta a veces, en hojas viejas de redacción, amarillas, con puntuación disímil, sin ningún orden, algunas con breves títulos y entrecortada numeración, pero que conforman una pieza única junto a sus anteriores libros. Se ha optado por respetar cuidadosamente todos los textos tal como el autor los entregó, cuando se han hallado variantes, aunque las versiones sean muy semejantes, se las ha incluido.
Sólo él, en otro momento de su vida, hubiera podido ¿ordenarlas? Por lo que muchas dudas o ninguna nos han cercado. Así hemos transpuesto todo: ciertas formas se adivinan en su error, otras se devoran en su novedad, todas las frases son precioso hallazgo, “eso es así nomás”, como él dice. Hay palabras que parecen segmentos geniales arrumbados, nuevas escrituras futuras... Zelarayán ha jugado en su escritura o, mejor, Zelarayán le pasa el trapo con estos escritos a toda tentativa genética porque la obra es sus partes en este caso.
Zelarayán escribe en una lengua original, Zelarayán ha hablado de la escritura como variaciones jazzísticas, se ha burlado de la diferencia entre prosa y poesía, así, el hilván final con que cierra Lata peinada en esta edición. Obra que, en sentido extremo, por su carácter musical y rítmico, no tiene orden lógico, temático, sintético... (entiendo que tampoco los escribió en forma cronológica). Repeticiones musicales, variaciones (no coinciden exactamente, hay cambios retóricos, sintácticos, sinonímicos) del mismo modo que en Roña criolla hay poemas que se enfrentan en dos o tres formas y a las que él mismo denominó versiones: en todos sus libros ocurren esas perfectas disonancias, esas búsquedas extremas. Hemos leído en ellos que un orden poético gobierna su obra, una lengua absoluta, es lo que llamé “la propia inundación”. Quizá haya que pensar a este río de motivos como “sueltos”, una escritura sin par, él también lo ha hecho “porai”...*
Laura Estrin
* A lo largo de estos años, la lectura de Hugo Savino acompañó mi trabajo.