FRAGMENTO DE LA PIEL DE CABALLO

A Laura Robles y Pepe Ascurí,
que hicieron posible que esto se escribiera
en aquel verano inolvidable de 1974-75

 

¡¡¡Agárrenme que lo mato!!!... El petiso manoteaba hacia atrás buscando o invocando la patota raleada que se había hecho humo. ¡Sin patota y con mina! ¡Puy, puy,puy! A caballo desbocado no se le miden los trotes, me dije. ¡Mentira! En ese momento me sentí un poco el petiso de la calle en medio de la algarada de la madrugada tenebrosa. ¿Quién sería el petiso? ¿Jorge Sobral? ¿Por qué no Piazzolla? Además mi mujer andaba o anda queriéndome matar y yo no quiero saber nada. Quiero salvar el cuero. Entonces el petiso ese casi era yo. ¿Estamos? Yo trataba de dormir ¿insensible? a ese juego sin pelota que se desarrollaba en la cortada oscura. Yo no era mirón, era escuchón. ¿Estamos? Escuchar sin mirar era el verso, el mío. Mirar y escuchar o mirar sin escuchar no tenía fra-gracia, no tenía fragancia de viejo patio con parra. Troilo, ¡verde gusano de parra! ¡Lástima, che mandolión! Mandolión troileano, verde gusano sobre la parra del tango... Todo eso era mentira entonces y verdad ahora. ¿Qué ha pasado? ¿Qué me anduvo? ¿Eh? Lo de siempre.

 

Yo, movido a empujones por la muchedumbre del centro o, de caña pensante, en la calesita de mi pensamiento circular y vicioso. Algo ha pasado para que en aquel momento me estremeciera la tremolina de afuera y aura me trepe la risa. El petiso de la calle enfrentaba verdoso al número que tenía adelante. La mina que lo acompañaba le encajó un carterazo a un enfrentado. Así... ¡de canto! ¡Se armó! ¡La mina se largó primero! (¡Qué hace el petiso? ¿Todavía no?). Una mujer del otro grupo, zapato en mano, se trenzó entonces con Jorge. (¿Pero era realmente Jorge Sobral? Miento. ¡Yo soy provinciano pero no tengo nada contra el tango y estoy dispuesto a subirme a ese árbol si se da!) El petiso verdoso, suavemente iluminado por el neón, recibió el agudo taco en pleno ojo, un taco caliente como el sello del ciego que lacrea en el correo (que, de paso, ¡boludo!, se quema los dedos con los fósforos). Gotas de lacre caliente, espesas. Gotas de sangre tibia caen del mandolión de Troilo. ¡Hay sangre sobre Piazzolla! (¡Otra vez! ¿Quién te dice ahora que era él? ¿No habíamos quedado en Jorge Sobral? ¿Quién te contó lo del taco en el ojo? ¿Quién, pero quién?, pero, ¿qué cascabel y qué gato? ¡No te olvidés ahora que vos estabas de cieguito, de puro escuchón! No te animaste a bichar. ¿Estamos? Ahora es fácil reírse de la gresca reduciéndola a una bravuconada con petiso. ¡Pero contá! ¿Qué te pasaba en ese momento?) El petiso trataba ahora de salvar el smoking, total la mina paqué... (¡Grandote al pedo, ahora te agrandás! ¡Vos también pensabas en salvar la ropa por si tu mujer te quemaba la casa! Y ahora...  ¡Dale, dale, tono menor! Ahora pura joda, ¡pero seguro que cuando escuchabas el barullo de la calle vos sentías altro que taco en el ojo! ¿Y la sangre, grandote? ¿Y el polvo que te llena el departamento, pedazo de prófugo? Oíme sordito, vos sentís el agua cuando te llega al cuello, ¡pero el polvo te entra de la calle silenciosamente, a la quita callando! ¿Te da miedo mirar, escuchonazo? ¿Por qué los metés en el baile a ]orge Sobral y a Piazzolla? ¡Asomate, lacrecito! ¡Asomate lacrecito alacrel) Al final el petiso se salvó. Se salvó por un auto que se metió de contramano y de paso reventó un gato. Despatarrados cuidadores de coches dormían la mona en la vereda. El gato despanzurrado entraba en la farra como única víctima. Es ley de la vida, de la vida nocturna, no dejar rastros. Apenas un gato muerto. Un cuidador borracho imponía el orden entre los coches brillosos. La lluvia de esa madrugada limpiaba el marco. (Es cierto que no era tan sainete lo de aquel momento. Yo era un títere de ese insomnio que ahonda y ensancha las orejas de los sordos. Yo seguía queriendo la mujer que yo quería, fraguado como lacre y ciego hasta la otra vuelta. Sudor en invierno). La cara pálida del día siguiente. El gato muerto barrido por los pies de la ajetreada muchedumbre. ¡Cómo se me han desteñido los cabecitas del 17! ¿Dónde estará aquella vuelta'el perro con puñaladas de la Enramada? ¿Dónde? Hoy, nada más que una correcta muchedumbre blanca que obedece astutamente a los semáforos. Hasta ahora el día siguiente no me ha fallado nunca... Pero, por las dudas, no hay que joder con Buenos Aires. A la larga, la pálida Buenos Aires te la da: “-Señor, ¿qué se va a servir?”; “-¡Te lo juro por mi madre!”; “-¿Cómo me decís eso?”; “-¿Le hablaste, le alcanzaste, le miraste?”; “-¿Te acerco a algún lado?”; “¡¡¡Oiga!!!”; “-¿Me toma, diga? ¿Me toma?”

Casi sin querer ella inclinó la cabeza para mirarse la punta de los zapatos. Todavía no sabe por qué esa imagen le trajo llanto. Se puso sola por un momento. Un momento para reponerse entre los azulejos y las canillas relucientes. Enseguida volvería a la agitación de afuera del “toilette”. ¿Pero alguien se habría dado cuenta? Salió lavadita, resplandeciente, aunque la pena aún golpeaba con olas mansas la boya de su corazón. Aspiró a raudales el aire acondicionado de esa oficina luminosa y funcional de la avenida Alem. Una rosa en un vaso de agua. Una rosa era ella también, aunque porosa a las penas últimamente. El rumor de un poderoso jet la estremeció a pesar suyo. Por primera vez vio que las patas de su escritorio eran blancas. Después, para darse ánimo, mezcló rápidamente como naipes una pila de expedientes hasta recomponerse por adentro. A los diez minutos nadie hubiera notado nada. Ni ella.

Al ratito nomás de dormirme yo volaba por el techo. Y andaba por ahí, como soy o como he sido, como un Pegaso sin alas pegado al techo. Y movía las extremidades como un cuadrúpedo, pero en el aire. De la espalda o lomo me colgaban a ambos lados la sábana y la vieja y sufrida frazadita marrón con grandes manchas de mate. Así andaba por el techo, lentamente de un rincón a otro, con el lomo rozando el yeso descascarado.

No sé si decir que las cosas mejoraron dos meses después. En este caso la palabra mejorar me hace sangrar el alma. Y no sé si entonces eso sucedió al ratito o al rato de dormirme, pero que dormir, dormía. De pronto me vi frente a un enorme espejo. Y yo era un pur-sang. ¡Sí! ¡Un magnífico pur-sang bien tapadito con esa funda blanca que protege los caballos de raza! Y a través de los agujeros de mi máscara de pur-sang yo miraba con ojos húmedos al noble animal reflejado en el espejo. Después golpeé divertido el piso reluciente y verde con mi fino casco derecho. Después, nunca más. Amalia, yo nunca hubiera pensado dejarte. No sigas con eso. No es cierto que esa vez que te abracé sentiste un pesado casco de percherón en la espalda. Desde hace años, aterrorizado, no puedo mirarme el brazo derecho. Amalia, así va el mundo.

-¡A ver, gallego bruto, no te me hagas la pezpireta! ¿Así que sos carnicero vos? ¡Un matadero clandestino debés tener! ¿Carnicero? ¡A ver, mostrá la permisa, la permisa! ¡A ver gallego mortadela, mostralal, interrogaba el comisario, muy persuasiva y hábilmente.

El gaita, aguantado a duras penas por tres milicotes, trataba furiosamente de remolcarlos por el piso. Estaba jugado. Después arrasaría la comisaría, el barrio. Buenos Aires, ¡todo!

Para mí era la pura presión social. Yo andaba nomás por el yuyal urbano en esas noches de pajonales sin relinchos. Por esas callecitas suburbanas por donde me internaba nada más que para oír cantar los grillos. ¡Y la sombra, el fantasma del viejo guarda de tranvía! ¿Dónde andará? Pero yo me agitaba perseguido por el fantasma calvo de la ocasión, el fantasma de la casualidad, de la suerte también, the ghost of chance, ¿qué tal? La pura presión social supone cierta firmeza en la cúpula y una espiral en ascenso. La espiral del raquítico arbolito de la esperanza fulminado como un pajarito por Tata Dios o por el mismo Mandinga, ¿quién te dice? ¿Iniciativa? Seguramente. ¿Pero hasta qué momento, hasta qué futuro ad-hoc? Lo anterior siempre supone. Una vez logrado se realiza ría. ¿O se realizaría después de logrado? Decime qué monumento: la sombra, el fantasma del viejo guarda en calzoncillos tanteando en la oscura madrugada su uniforme lavado ayer “pa ver si secó” y aunque no, ponérselo nomás y a yugar en el primer 84 y ¡talán! ¡talán!, no pasa el tranvía por Tucumán.

En el viejo camión de mudanzas mis cuatro bártulos locos bailan como monos. Perdoname linda, la vida siempre continúa, ¿pero no te olvidaste de nada? ¿Estará todo bien atado? ¿Seguro? Lo anterior siempre supone. Mirá; en esta película vos, que sos muy buena actriz, estás muy mal dirigida. Él, en cambio, que es tan mal actor, está muy bien dirigido. ¡Y te roba la película, linda! ¿Pero qué clase de película es ésta? ¡Ah sí! ¡La pelota! ¡La milonga entre bacanes y la pelota entre grandotes! ¡Viva el pelotazo!

¿Total para qué? Después de quemar furtivamente mis libretas de direcciones en los pajonales suburbanos, me he quedado sin amigos y estoy aquí arrumbado, derrumbado en un rincón del café. ¡Con la mirada vidriosa, la melena revuelta, la corbata floja y suelta y con aliento cloacal! ¡Y pensar que hace unos años yo era un esbelto tubito de neón en un letrero luminoso de una tiendita roñosa de Liniers! -¡Mozo! ¡Un especial de jamón y queso! ¡Eso! ¡Eso-queso, jamón-neón! Y despabilado además por un pelotazo que recibí en plena jeta, salí del cafetín con las venas llenas del neón de antaño... ¡Mis ojos se encendían y se apagaban, anunciantes, deslumbrantes!