DESPUÉS DE LAS LLUVIAS

Cierro los ojos para ver y veo el campo después de las lluvias. Lo recorro con mis sueños y con mis botas de goma; me hundo en el barro y chapoteo en la gramilla empapada. Un sapo saltando me sorprende. Como por arte de magia al pie de los eucaliptos brotan ufanos hongos que ayer no estaban, los golpeo suavemente con un palo que siempre llevo conmigo a modo de bastón simbólico. En el campo es habitual caminar con un remedo de cayado o una varita cualquiera como herramienta inútil o muletilla absurda. Pateo una lata que duerme en el pasto mojado o una madera que un día fue parte de un cajón de naranjas. Después de las lluvias encontraré lombrices, gusanos, babosas, caracoles y toda una fauna entomológica. Salir después de las lluvias siempre me supo a correrías y aventuras fantásticas con descubrimientos y sorpresas. Un insecto nuevo para agregar a mi colección. Llevo conmigo un frasco vacío del último dulce de leche que comimos en casa y cajitas donde meto escarabajos, escorpiones y mariposas; van a parar al morral convertido en mochila para este fin; el mismo morral en que doy avena y maíz a “Piconero”, mi alazán. Delirios de explorador, emulando a Livingstone y a Stanley, que fueron mis paradigmas a imitar.
El campo tiene otro aroma, otros colores y otros brillos porque el sol que amenaza con salir no tuvo tiempo de evaporar el agua que resbala lentamente de las hojas de los árboles y del pasto verde que sostiene mis aventuras. También los olores son distintos. Cantan los pájaros en la arboleda y los teros en la laguna y escandalizan a las ranas que arremeten con su croar.
Estoy viendo lo que ví hace 70 años. Lo veo y lo huelo y siento en las plantas de mis pies el frío de las botas mojadas y se mete en mis coanas el olor a “escobadura” recien aplastada y a tierra mojada.
Recuerdos de mi infancia que mi memoria atesora.