MARÍA

En los ojos abiertos y fijos de María, se reflejan nubes de tormenta que se deslizan en el cielo y oscurecen el celeste purísimo de sus pupilas. El pelo rubio, derramado sobre los adoquines, se ilumina apenas con algún rayo de Sol que se filtra entre las nubes anunciando la madrugada.

Los brazos a los costados del cuerpo, las palmas hacia arriba, las uñas pintadas de rojo, desentonando con el guardapolvo blanco de escolar. En la muñeca, dibujado con tinta, un pequeño corazón atravesado por una flecha, también un nombre que apenas se alcanza a leer, Juan. Las rodillas aparecen entre la falda levantada, raspadas y sucias, como si hubiera caído arrodillada en su intento de huir o de suplicar. La boca entreabierta, desnuda apenas los dientes blancos y aún retiene el grito ahogado que no pudo brotar. Otra boca oscura se abre y se agranda en el medio del vientre, la sangre avanza sobre el blanco del guardapolvo, se desliza por el cuerpo hasta el empedrado que cambia de color. También los pequeños hilos de rojo brillante tiñen su pelo. Los cuadernos forrados en papel araña azul y los libros abiertos, descansan inútiles alrededor del cuerpo inerte.

Ni un solo latido palpita en su corazón adolescente, ni un soplo de vida agita su pecho. El silencio es total en la fría madrugada, las persianas cerradas de las casas, los negocios que aún no han comenzado sus tareas habituales, todo aumenta la soledad de la muerte. Sólo un perro se acerca cauteloso y olfatea un zapato abandonado, se detiene y vuelve sobre sus pasos. Una gruesa gota de lluvia cae sobre la mejilla de María y se desliza como una lágrima. Lentamente otras gotas empiezan a caer y diluyen la sangre que desborda los límites del cuerpo y se desliza por el empedrado.

El reloj de la iglesia anuncia las 7 de la mañana. El farol de la esquina se apaga. Unas ráfagas de viento levantan las hojas caídas, algunas se detienen sobre el cuerpo de María, otras siguen su viaje. Ya los niños van llegando a la escuela, ya las maestras abren las puertas y los reciben, María no llega.

Juan camina despacio por las calles del pueblo, apenas está amaneciendo, una claridad rosa se insinúa y casi no alcanza a iluminar los frentes de las  casas. El rifle cae al costado del cuerpo. Juan no mira hacia adelante, simplemente sus ojos acompañan el vaivén de sus pasos lentos, el bamboleo de sus brazos y del rifle. Las zapatillas silencian sus pasos sobre el empedrado que se va convirtiendo en tierra. Los perros de la casa perciben su presencia y salen a recibirlo, ladrando y moviendo la cola, pero algo los detiene, con la piel erizada y las pupilas dilatadas contemplan a su dueño. Apenas ladran, más bien es un aullido agónico . Juan adora a sus perros, sus compañeros de cacería, los testigos fieles de sus angustias, los amigos incondicionales, sus únicos amigos. Juan levanta el rifle, apunta sobre uno de ellos y dispara, luego sobre el otro. Los ladridos se apagan, sobreviene el silencio. Las persianas de las casas se abren y por las puertas  entreabiertas asoman rostros llenos de sueño y de sorpresa.

La madre abre la puerta con violencia, el rostro desencajado, mira a su hijo con la ropa salpicada de sangre, casi no puede hablar, las palabras se atropellan en su garganta, en su boca, grita desesperada:

-¿Qué pasó? ¿qué pasó por favor?

Juan no la mira, pasa a su lado y continúa el camino hacia su cuarto. Entra y cierra la puerta con llave. Desde las paredes, María sonríe, juega con el gato, mira a la cámara y saca la lengua, sentada en el escalón del zaguán, estira sus labios en un beso. Cientos de fotos, vestida de comunión, con el guardapolvo blanco, luminosa, feliz, desbordando vitalidad y alegría.

Juan deja el arma sobre la cama y arranca una a una las fotos, las rompe despacio, sin mirarlas, los pedazos caen al piso y allí queda María, fragmentada, un ojo, una mano, la mitad de un perfil, la sonrisa como una mueca desfigurada. La madre golpea a la puerta y lo llama, cada vez más fuerte, gritando desesperada. La puerta permanece cerrada.