MARIPOSA NEGRA

El pelo blanco se confunde con las almohadas donde Petrona recuesta su cabeza. En la luna del espejo se reflejan las manos sobre el cubrecama bordado; Petrona gira la cabeza y con el dedo índice señala un rincón del cuarto. Su hija Francisca cierra las persianas por donde se filtra la luz del atardecer. Sus ojos esquivan la figura de la madre. Se detiene y accede a la súplica que diariamente se repite. Le acerca el retrato de su abuelo; la mirada de la anciana se ilumina un momento y dice: tatita.

Francisca sale del cuarto y deja sola a su madre.

—¿Qué pasó, tatita? Usted me dijo que yo era la niña de sus ojos, ¿dónde está la niña de sus ojos? a mi alrededor solo veo escombros, desolación y muerte. Tengo miedo; de mi corazón solo quedan fragmentos. Soy yo, laniña de sus ojos. Quiero a mis hijos. ¿Dónde están mis hijos? Tengo un secreto. Dios, Dios, aquí estoy, extraviada y ciega.

—¿Qué pasa, mamita? ¿Qué está haciendo levantada?

Francisca entra y se acerca a su madre que camina perdida por el cuarto. La ayuda a sentarse. Ella se abandona y dice:

—Vení, Panchita, sentate en mi falda.

—Pero, ¿qué dice? ¿No ve que estoy grande?

La madre la mira extrañada.

—Sí, estás grande, no te puedo alzar.

Francisca se arrodilla a su lado y apoya la cabeza en el regazo. Petrona la acaricia.

—Venga, mamita, vamos a la cama que está cansada; deme el retrato que se lo guardo, ¡qué buen mozo que era tatita!

—Dejame que lo miro una vez más. Él me llama, ¿vos sabés cuándo me iré?

—Eso es cosa de Dios.

—Dios, Dios, Panchita. ¿Sabés dónde está Dios?

—Ay, mamita, usted sabe bien que Dios está en todas partes. Venga, vamos a descansar.

Francisca la acompaña hasta la cama; Petrona aprieta contra el pecho el retrato de su padre.

La hija le pone medias de lana en los pies ya fríos. Arregla las mantas, le acomoda el pelo, la besa en la frente y le cierra los ojos. Toma el retrato y lo pone sobre la mesa de luz. El murmullo lejano de la calle interrumpe el silencio casi total.

 

La casa se organiza para la ceremonia de la muerte. En medio de las órdenes las criadas contienen el llanto. Coronas de flores, palmas y algunos ramos humildes se mezclan con el perfume de la madre.

Nadie repara en la niña que camina por el pasillo. Sus pies se deslizan en silencio sobre el suelo de mármol blanco y negro. Se detiene delante de la puerta del cuarto clausurado. Estira la mano hasta alcanzar elpicaporte. Siente el frío del metal y mientras empuja con fuerza, mira a su alrededor. La claridad del cuarto contrasta con la penumbra exterior y le cuesta acostumbrarse a la luz. Se apoya en el respaldo de la cama con dosel. Pasa la mano sobre el cubrecama blanco, apretando el relieve con los dedos.

El empapelado se abre en las grietas de las paredes y el techo fragmentado por el tiempo simula un paisaje extraño. La araña de cristal refleja al infinito la luz de la mañana. Sobre la cómoda de madera oscura se mezclan en un orden perfecto los libros, una muñeca, un paquete de cartas atadas con cinta de seda, algunas fotografías y un diario íntimo.

Cada mañana Rosaura recorría el jardín; elegía las rosas más blancas y con el ramo en la mano entraba silenciosa en el cuarto cerrado. Repasaba los muebles, cambiaba las flores y se sentaba un momento en el borde de la cama. Antes de retirarse, estiraba cuidadosamente el cubrecama.

La niña revuelve los cajones, desata la cinta que contiene las cartas, abre la tapa de la caja con fotos, hojea el libro de poesía. Se detiene en las páginas subrayadas y escritas en los márgenes.

“Los suspiros son aire y van al aire,

las lágrimas son agua y van al mar,

dime, mujer, cuando el amor se olvida

¿Sabes tú adonde va?”.*

 

Deja el libro, abre el diario íntimo y comienza a leer, casi a deletrear la letra pequeña, inclinada y prolija: Eugenio me regaló un cuaderno de tapas color rosa, con dos manos entrelazadas sosteniendo una flor, para que escriba mi diario íntimo.... Sigue leyendo: Tengo muchas ganas de escribir. Estoy enamorada...

 

La niña no oye la puerta que se abre a sus espaldas. Se sobresalta cuando siente unos brazos que la levantan por el aire. El diariocae abierto. Un sollozo escapa de la boca de su tío Juan. Ella trata de liberarse pero no puede. El hombre la besa en las mejillas, la mira fijamente y dice: “Amanda, mamina”.

En la cocina, separada del ala principal de la casa por un patio, Dionisia prepara empanadas de queso con azúcar, imperturbable, sin tener en cuenta el ajetreo general. Solo de vez en cuando controla a Marita, que entre sollozos seca la vajilla.

—Dejate de andar llorando, vas a romper algo, no seas bruta.

—Pobre señora, tan buena.

—Buena para nada, dejate de joder.

La joven, sin mirar a Dionisia dice:

—No sé qué te hizo, ¿dónde estarías si ella no te hubiera criado?

—¿Vos qué sabés?, callate la boca.

Dionisia no puede evitar recordar aquel día que le quedó para siempre grabado en su corazón.

—Vaya con la señora, que ella la va acuidar.

—No quiero ir, mamá.

Dionisia se esconde detrás de la falda de su madre y suplica:

—Mamá, no quiero ir.

Ella no puede contener las lágrimas.

—La señora es buena, la va a mandar a la escuela, vaya m’hija, vaya.

La señora espera a la niña en la puerta del rancho.

—Bueno, vamos, despedite de tu mamá y de tus hermanos. Dentro de unos días te traigo a visitarlos.

La madre empuja a la niña.

La señora estira el brazo y la toma de la mano.

—Que Dios la bendiga, m’hijita, ya va a ver que va a estar mucho mejor que aquí.

Los hermanos observan apoyados contra la pared del rancho, la mirada triste. Dionisia obedece. El pelo negro anudado en una trenza, el vestido gastado, herencia de las hijas de los patrones y la tristeza como su propia sombra.

La mujer nunca volvió a ver a sumadre.

 

(*) G.A.Bécquer.

De: Mariposa negra (Vinciguerra, 2013)