EFECTO DOMINÓ

Cuando una persona que comete una falta, cae en la incongruencia o tropieza con el error, pide disculpas de inmediato, tiene grandes posibilidades de enmendar los hechos y sobre todo, de solucionarlos. Casi siempre, la absolución o el perdón, se hacen realidad a través de promesas, juramentos y compromisos. Si en cambio la disculpa se demora, la falta, la incongruencia o el error, aprovechan para inflarse y hacerse fuertes. La gravedad de lo sucedido se duplica, porque la demora pasa a constituir una segunda falta. Aun así todavía hay posibilidades de salir de ese incómodo lugar. Serán necesarias otro tipo de súplicas para recuperar el ambiente previo, no una simple disculpa, sino un discurso detallado, con datos específicos y fundamentaciones que expliquen el porqué de la falta con mucha calma.

¡Siempre hay un porqué!

Lo que no tiene disculpa es dejar pasar el tiempo. Porque es entonces cuando se produce el tan inesperado como temido efecto dominó. Y con todas las fichas caídas, la superación de la ofensa se torna, como mínimo, compleja. El ofendido, que hasta ese momento estaba expectante, en tensa espera, generalmente se rinde. Deja de dirigirnos la mirada y la palabra, y en muchos casos se retira del lugar y ya no regresa.

¿Qué ha pasado?

El ofendido no sobredimensiona los hechos, sino que toma conciencia plena del agravamiento de la falta, la incongruencia o el error y toma cartas en el asunto de esa manera. Una respuesta lógica. Este tipo de acontecimiento, donde la desidia o una mala lectura de la situación pueden ser fatales, ocurre con frecuencia en el ámbito de las relaciones sentimentales: filos, novios, parejas, concubinos, matrimonios. No son los únicos que los sufren pero son los más propensos. Muchos finales, muchas separaciones, muchos divorcios, se inician con hechos de estas características. Sin ir más lejos el caso de mis amigos Lucía y Miguel es típico, aunque tiene condimentos extra. Los voy a usar como ejemplo porque sé que no les va a importar.

Al fin son mis amigos.

Lucía y Miguel llegaron al límite de no soportarse a partir de sucesos parecidos a los que vengo describiendo. No estaban casados, pero vivían juntos hacía casi dos años. Yo los conocía de antes, por separado. La primera vez que se vieron, Lucía y Miguel quedaron embobados el uno con el otro, lo que se dice: deslumbrados. El mismo día que se conocieron decidieron vivir juntos y a poco se mudaron a una nueva casa dejando de lado sus vidas anteriores. Los dos tomaron recaudos para combatir al virus de la convivencia, me consta porque fui testigo. Primero se mantuvieron a la expectativa, con reservas, manteniendo cierta distancia, estudiándose, pero después, superados los temores, se declararon públicamente felices de haber tomado la decisión de compartir sus vidas al cien por ciento.

La convivencia de todos modos es traicionera.

Durante un segundo eterno la felicidad y la armonía reinan con absoluta calma y de pronto el camino se oscurece, un alud de resquemores borra de un plumazo todo lo que nos enamoró de la otra persona.

Generalmente nos enamoramos de las personas que para nosotros son de mente abierta, generosas, que brillan con luz propia, aquellas que, para nuestra mirada, se destacan; personas a las que llegamos a través de la admiración. Aunque todos estos procesos sean subconscientes o inconscientes. La convivencia se encarga luego de difuminar, poco a poco, todas esas cosas que nos enamoraron, las opaca, las humedece, las ablanda, las pudre. Lucía y Miguel no fueron la excepción. A pesar de sus esfuerzos no lograron percibir todos los problemas que una pareja acarrea o el por qué se termina una unión cimentada en el amor. No tuvieron tiempo o no supieron analizar la posibilidad de un fracaso. No estaban avisados, así inmersos en el amor fulgurante que vivían. No conocían de lo cotidiano, su cara cruel, sus cuadrantes, sus grietas, la manera en que los espacios se comprimen para sujetar toda manifestación de libertad. De ahí al cansancio hay un solo paso. Fue eso lo que les pasó a Lucía y Miguel. O al menos para mí, desde afuera, estaba claro: la convivencia mató el sustento del amor. Ese gran gusano se aposenta, arma colonias en las raíces de la planta y la destruye, la cercena hasta la muerte. La planta se seca allá en lo más oscuro de sus raíces y así, desarraigada, es víctima de cualquier vientecito.

Una brisa suave tiene los efectos de un huracán.

Lucía y Miguel llegaron al desencanto mutuo sin darse cuenta, se enredaron en esos vericuetos sin advertir que la raíz de su amor se estaba pudriendo y que en cualquier momento podrían ser tumbados tal como al final sucedió. Una lástima.

Todo este preámbulo sirve para imaginarme ese mediodía en el que ambos pusieron punto final: el viento que los derribaría entró al fin por el balcón del primer piso. Nadie sabría jamás quién comenzó a ponerse mal primero porque en realidad no hubo ese momento. Ella preguntó algo y él respondió como un autómata. Ella lo sintió lejano, él agregó un comentario poco afortunado, sentenció algo sobre el comportamiento de ella, ella respondió revelándose, levantando la voz, él entonces se sulfuró, trató de dominar una vez más la situación, se acercó a ella con ánimos de abrazarla, pero ella le sacó el cuerpo, se corrió de lado. Él le achacó el gesto, le dijo que por qué no intentaba reconciliarse cuando él lo proponía. Ella le dijo que ya no habría reconciliaciones. Él entonces rio burlonamente, se burlaba de ella porque muchas veces dijo lo mismo, le tomaba el pelo. Ella ocupó nuevamente su lugar frente a la tabla de picar. Las cebollas le habían hecho llorar y las lágrimas rodaban y le llegaban al mentón, se le caían los mocos y se limpiaba con el dorso de la mano. Él se acercó otra vez, pensó que ella aflojaría al fin, las lágrimas así lo anunciaban, la abrazó suavemente. Ella se dio vuelta despacio y el comenzó a sentir un frío extraño en todo el cuerpo. Un frío que se concentraba en un punto abierto en su estómago. Ella hizo un gesto de asco y hundió más la cuchilla. Él le dijo hija de puta. Ella sacó la hoja de la cuchilla empapada en sangre, él se agarró del hombro de ella, ella pretendió soltarse, pero no, no podía, la mano en el hombro se había convertido en una garra terrible y no había manera. Él quedó arrodillado en el piso, ella también. Él le volvió a decir hija de puta, ella no creía en lo que había hecho y se quedó sin reacción. Él le arrancó el cuchillo de la mano, agarrándolo de la hoja y cortándose la palma y lo hundió en el vientre de ella. Ella ya no se levantó, él sí, quiso salir a la calle, quiso alcanzar el teléfono, hay rastros de sangre que así lo demuestran. Ella pidió perdón cien veces hasta desvanecerse. El pidió auxilio hasta que se le terminó la voz en una burbuja que ya no era de aire sino de sangre.

Sé quiénes eran, cómo sentían, qué hacían, adónde iba ese barco sin rumbo, se los advertí desde el primer momento, pero somos así, nos ponen las trampas con las fauces abiertas y hacia ellas caminamos tranquilamente, como si no las viéramos, empujamos una ficha y todas caen como si nunca hubieran existido.