SOLO UNA CANCIÓN

Estábamos en la oscuridad, en medio de las tumbas, y de pronto la música cesó. Era nuestro momento: llevábamos un micrófono inalámbrico, una pala de punta, un pedazo de fierro que yo me había agenciado por ahí más temprano, y un martillo. Encendí el micrófono y a la vez comencé a apalear, con el martillo, la hoja metálica de la pala. Lo hacía a intervalos irregulares. El sonido se dispersó entre los mausoleos a través de los parlantes. Desde la oscuridad veía cómo se movían las luces de colores instaladas estratégicamente. Güeris raspaba, con el pedazo de hierro, las viejas puertas oxidadas de los panteones, yo le acercaba el micrófono y generaba un chillido espeluznante. A la vez respiraba agitado y zapateaba como si hubiera varias personas corriendo. Todo se reproducía a mayor escala, rebotaba entre las cruces y los ángeles custodios de las tumbas. La emotividad de la puesta sonora era creciente. El público, agolpado sobre la calle principal del cementerio, una parte sentados y la mayoría de pie, no sabía de dónde provenían esos ruidos. Ellos estaban allí para eso: por el miedo. Hubo como un estallido y las luces se apagaron por completo, entonces envuelto en una nube de humo e iluminado por un cenital subí al escenario. No recuerdo mucho más y nunca me hubiera enterado de lo sucedido si no fuera porque Güeris le pidió al sonidista que grabara todo.

No era la primera vez que el grupo que yo lideraba iba a contar cuentos de terror al Cementerio del Oeste, ya lo habíamos hecho antes y cada vez la puesta era más elaborada, le íbamos agregando cosas y la gente se entusiasmaba, el público, jornada tras jornada aumentaba y aquel día había, según nuestros cálculos, unas mil personas, que estaban atentas a los detalles con los cuales serían sorprendidas.

Cuando volví a tener conciencia sentí el peso de la pala en mi mano derecha y me encontré otra vez con esa multitud frente a mí. Sentí frío, aún con mi atuendo de sepulturero, con el cual me presentaba a narrar mis historias: un sobretodo, un gorro de lana, un pullover, un jean rústico y botas. Me pasé la mano por la frente y comprobé que estaba transpirando. Era un sudor frío como el silencio que imperaba en medio de la noche. Una luz azulada teñía todo el entorno y los presentes, todos ellos, mujeres, hombres, niños, ancianos, ¡todos sin excepción!, estaban como petrificados en sus lugares. A mi cabeza llegó una imagen que recuerdo nítida. Las mariposas metálicas de una cantidad inaudita de grifos, dispuestos a mi alrededor, saltaron unas tras otras, giraban y se desprendían de sus lugares como animalitos débiles y acosados quién sabe por qué tipo de fantasmas. Las roscas se desgastan rápido pensé, pero no tuve tiempo de nada, el agua lo inundaba todo. El teflón que sellaba las roscas de las canillas volaba por los aires como un pálido confeti, en brazos de los géiseres que fluían sin freno desde los caños abiertos. Me vi dentro de una casa que se inundaba. El agua era imparable. Todos los grifos a la vez. Tuve un momento de lucidez, sí, quizá haya sido lucidez, y supe que así era la muerte.

En medio de aquella estupefacción los únicos que se movían eran parte de la troupe: personajes mitológicos con cuernos y túnicas, zombis sanguinolentos, aparecidos que parecían flotar de puro miedo, muertos que habían abandonado las tumbas y arrastraban cadenas, mutantes y deformes, se deslizaban saltando las tumbas del piso o aparecían y desaparecían detrás de las paredes de los mausoleos como pedazos de materia flotante en aquella nube de luces y humo que se esparcía, por la acción de una brisa persistente, formando extrañas figuras en el aire.

Quizás fueron segundos, pero para mí fue una eternidad. Entonces me agaché y secretamente les dije, susurrando, pero con los labios pegados al micrófono, que la historia que acababa de contarles era completamente real y que así había sucedido, con esos personajes, con esa secuencia, así de simultánea. Lo dije sin recordar nada de lo que había contado y luego me retiré hacia la oscuridad, detrás del escenario. Al dejar mi lugar en la tarima y dar paso a Mónica, que subió sin titubear, con sombrero de ala ancha, personificando al dueño del gato negro, que hacía su confesión, ya preso y condenado a muerte, luego de que el cadáver de su esposa, enterrado en la pared del sótano fuera descubierto, entonces, solo entonces sentí que todo volvía a la normalidad. Ella se plantó frente al público con una historia macabra pero reconocible y la gente volvió a respirar. El clima festivo que producía la búsqueda del miedo, del susto, regresó. El gato negro era capaz de eso y de mucho más. Esa sí era una historia para disfrutar. Aquellas personas deseaban vencer el miedo, lo buscaban para sentirse poderosas al salir del cementerio; para decir «estuvimos allí, nos dio miedo, pero lo vencimos, fue emocionante y fue entre las tumbas, de noche»; para poder contar las sensaciones y las marcas que les habían dejado en sus mentes y en sus cuerpos aquellas historias de ficción, lejanas en el tiempo, que jamás ocurrirían en la realidad. Mientras Mónica contaba yo pregunté a mis compañeros en aquellos extraños camerinos, sentados en los bordes de las tumbas, al aire libre, qué había pasado con la gente, y alguien, no supe quién, me dijo: les echaste la maldición encima.

Recuerdo con claridad el día en que mi abuela me maldijo.

Yo no podía tomar en serio esas palabras, ella estaba perdida en su locura senil y su maldición no debería haberme preocupado, sin embargo sentí una fuerza inaudita, una amenaza que se introdujo en mi cuerpo y me produjo un temor que nunca antes había sentido. No eran las palabras de una anciana cuya cordura la había abandonado, había alguien más que la habitaba en el momento de proferir su maldición. Ella dijo: «¡Yo te maldigo para siempre!», aunque no recuerdo exactamente la frase completa, que era más compleja y precisa. Lo que sí recuerdo es que pude ver cómo algo o alguien, más allá de su cuerpo débil y enclenque, la levantaba del sillón donde casi siempre estaba en quietud física. Mi abuela se puso de pie con una fuerza y una rabia que desconocía en ella como una marioneta desopilante y profirió su frase, crispada y en actitud de ataque. Pensé que se arrojaría sobre mí, pero inmediatamente se desplomó en su sillón y quedó haciendo un movimiento de vaivén característico de su enfermedad. Un escozor se introdujo en mí y me dejó helado, sin reacción, a merced de cualquier ataque. El miedo me poseyó como nunca antes. Por eso sé bien lo que es una maldición.

La noche en el cementerio llegó a su fin y pudimos quitarnos el vestuario, controlar la recaudación y celebrar juntos la exitosa jornada. Los cuentos habían sido bien recibidos y el público se retiró feliz de haber estado allí. Durante la celebración rodaron las anécdotas, reímos juntos, recordamos, pero nadie dijo nada acerca del incómodo momento en que la gente se quedó en silencio luego de mi participación.

Durante tres noches soñé con el mismo cuadro, ese millar de personas azules frente a mí, todos en silencio, estupefactos. Recién entonces recibí un archivo con los audios de la noche de terror en el cementerio. Yo quería saber lo que había pasado y me aboqué de inmediato a escucharlos. Después de los sonidos espeluznantes que había fabricado con Güeris en la oscuridad y del largo silencio que indicaba que estaba subiendo al escenario, escuché lo que desconocía, esa laguna que se me había formado estaba ocupada primero por una melodía. Al parecer yo murmuraba esa melodía que se correspondía con una canción que, en la realidad, había compuesto, no hacía mucho tiempo. Luego de esos murmullos cantaba la canción, a capella, lentamente, y las frases parecían flotar y… ¡En ese momento recordé el instante en el que estaba cantando en el cementerio! Lo recordé en cada detalle, como si recién hubiera sucedido.

La historia de la canción es simple. Primero encontré un poema de Inés Aráoz, dedicado a un hermano que aparentemente había fallecido muy niño. Cuando lo leí por primera vez, interesado como estaba en su obra, una melodía se pegó a esos primeros versos y continuó resonando en mi cabeza hasta que completé la lectura. Decidí entonces hablar con Inés, a quien conocía superficialmente, y pedirle permiso para componer una canción adaptando algunas frases. Así lo hice, pero cuando hablé con ella me dijo que en realidad ese poema tenía una segunda parte y que lo había escrito para homenajear a su hermano fallecido (o quizá para exorcizar la pérdida), el menor de la familia y el primero en morir. No, no era niño cuando murió, tenía sesenta años, pero era el menor de los hermanos. Justamente, los hermanos y sus familias se habían reunido en un pueblito del valle de Calamuchita en el sur de Córdoba, Yacanto, para celebrar el cumpleaños número sesenta de aquel hermano. Él había nacido allí, en esa casona familiar que se usaba para las vacaciones. Volver a la casa donde nació y celebrar su cumpleaños era la decisión, la ocurrencia de sus familiares o de él mismo, eso no lo supe nunca. La cuestión es que la fiesta no se celebró pues el hermano se descompensó y falleció en cuestión de minutos, exactamente a los sesenta años, exactamente a la misma hora en que había nacido, las cuatro de la tarde, en el mismo lugar y en la misma cama donde su madre lo había dado a luz. Inés tuvo la gentileza de enviarme el texto de la segunda parte del poema y me liberó, dijo que si necesitaba modificar algunas frases para componer la canción, lo haga. Le prometí que cuando estuviera terminada iría a su casa para mostrársela. Semanas después coordiné con ella la visita. La primera fecha que fijamos no fue posible reunirnos. No recuerdo el contratiempo. Reprogramamos y en esa oportunidad sí nos encontramos para que ella diera su visto bueno a la canción. La idea era, si le gustaba, intentar hacerle arreglos para que fuera grabada y difundida. Debo decir que yo, al igual que ella, tenía por entonces cinco hermanos, la diferencia era que el menor de los suyos ya estaba muerto. Lo sucedido marcó para siempre esa canción, porque cuando estaba a punto de cantarla, sonó mi teléfono y al atender lo único que escuché fue el sollozo de una de mis hermanas, el nombre de mi hermano menor y la voz de ella que me contaba que había muerto. Era demasiada casualidad, que el mismo día y en el momento en que estaba a punto de cantar la canción sobre el hermano menor de Inés que había muerto en tan extrañas circunstancias, extrañas desde el punto de vista de las coincidencias temporales, falleciera mi hermano menor. ¿Sería posible que esas coincidencias hubieran ocupado el alma de la canción? Pero, si la canción no tenía nada de especial, solo el sentimiento de una mujer que recordaba a su hermano que se había ido para siempre y la melodía que había aparecido así, de la nada, en mi cabeza.

 

HACIA LOS CERROS DE YACANTO

 

Saltar los cercos una y otra vez,

cruzar los ríos en mi yegua baya,

correr, correr hacia Los Oradores

de la montaña, de la montaña, de la montaña.

 

Las florecitas tibias esplenden paz,

en la lomada el campo es pardo,

un tinte rojo que no he visto yo,

el repentino, morir de siesta, al pie del cerro.

 

El más pequeño, al parecer se nos moría,

yo no lo sé, quietos los cielos.

Un cierto allá, y más atrás silvestres teros,

su marcha siguen, nidos y crías.

 

Y en este fuego de las estrellas

viene la luz, nos eternizaría.

Y en los membrillos que no han madurado,

verdes los días, verdes los días, verdes los días.

 

Tristes los cielos en Yacanto están,

era el menor y ya se iba,

las mariposas hay en esta flor,

y más atrás, se oye un silbato, solo en el campo.

 

El más pequeño, al parecer se nos moría,

yo no lo sé, quietos los cielos.

Un cierto allá, y más atrás silvestres teros,

su marcha siguen, nidos y crías.

 

Seguí escuchando el audio.

Después de cantar la canción, de frente al público, con una frialdad que no acostumbro, casi impersonalmente, conté la historia. La conté con una voz extraña, lejana. La conté pausadamente, en cámara lenta. Hurgué en cada recoveco, busqué elementos nuevos, para agregarlos, y los agregaba, aparecían sin anunciarse y eran verdaderos golpes bajos que yo daba sin titubear. Jugaba con los que escuchaban la historia. Me divertía atemorizarlos y se notaba. La historia adquiría colores brillantes cuando describía los preparativos del cumpleaños. Se tornaba ácida y las bocas se llenaban de una saliva rancia cuando bromeaba con la palabra sexagenario, con la cual construía cierto edificio cercano al humor negro. Se volvía una ciudad escondida en la niebla en el momento en que el hombre parecía desvanecerse y despedirse; y una densa cerrazón cercaba los pasos del caminante al atravesar el umbral de la muerte. Demostraba en la narración algunas habilidades que hasta entonces no había descubierto. Y cuando llegó el momento del desenlace, cuando conté la muerte de mi propio hermano, hablé también de los grifos; de las llaves de los grifos saltando por los aires; del teflón de las roscas de los grifos proyectados por los chorros de agua, confeti de velatorio, de un blanco opaco, como de mortaja; de la habitación cerrada en la que me ahogaba; y finalmente de la canción que canté al principio.

La canción, les dije. Se trata de la canción. Si no la hubiera cantado… Pero cada vez que la canto, alguien de los que la escuchan sufre la muerte de su hermano menor. Contra eso no se puede hacer nada. Viene sucediendo una y otra vez. Ustedes sabrán perdonarme, pero la maldición ya está hecha. Y luego me agaché y secretamente les dije, susurrando, pero con los labios pegados al micrófono, que la historia que acababa de contarles era completamente real y que así había sucedido, con esos personajes, con esa secuencia, así de simultánea.