FLOTA MADRE FLOTA

Primera parte


Fue como volver de la guerra

 

 

Era posible que el infierno estuviera con sus fauces abiertas tras el horizonte próximo; su madre, al borde de aquel abismo, invitándole a probar sus tormentos.

 

Clive Barker

 

 

—1—

Ella, la madre, habló con los dientes apretados, moviendo apenas los labios, con odio contenido, primitivo, de un marrón oscuro, torciendo e inclinando la cabeza hacia la abuela del niño, su propia madre, que caminaba a su lado. Aquella frase era como un escupitajo que se sacaba de adentro del cuerpo como quien arroja un tumor maligno, y para asegurarse una respuesta, porque no aceptaba el silencio, después, hizo la pregunta, una pirueta grotesca y sucia en su recorrido.

—¡Es un abriboca! —dijo pausadamente, con bronca contenida, con la furia asomando sus garras al borde de la mirada, los ojos grandes, de asombro, y ahora sí, el interrogante dicho con las vocales bien abiertas, labios, lengua, dientes, cavidad—. ¿No sé a quién pudo haber salido así? —Lo dijo con ambas manos temblorosas frente a su rostro, las palmas hacia adentro, los dedos contraídos.

—No exageres, es… —dudó un instante la abuela del niño, intentó explicar, sacarle dramatismo— un poco raro, nada más, se distrae. Es cierto que casi siempre anda en la luna de Valencia, pero ya se le pasará —agregó buscando que todo pasara.

—¿Raro?, raro es poco, fijate lo que hace ahora, ¡eso no es normal! —dijo la madre con la indignación como un batracio, ese chapoteo y esos saltos sin sentido. Señalaba, la madre, el hombro levantado, artificioso, como si el niño se defendiera de un animal que lo cercara amenazante.

La abuela del niño solo atinó a levantar sus hombros y fruncir la boca.

—Todo el tiempo papando moscas, no lo aguanto —reafirmó la madre revoleando los ojos hasta dejarlos blancos por completo, como una muerta o una aparecida.

*

Lo del cementerio era todos los domingos. La madre y la abuela materna recogían flores de sus propios jardines: algunos frágiles conejitos, margaritas de colores y de las blancas, ilusiones impolutas, y helechos livianos, leves, que parecían aplanados entre las hojas de un libro. Después, si veían que los ramos iban a quedar muy flacos, completaban con alguna que otra maravilla de los jardines de las vecinas; y si aun así notaban que no iban a lograr llenar los floreros, compraban algo más en los negocios que estabaninstalados a ambos lados de las tres puertas de rejas, negras y altas, del cementerio. Allí conseguían claveles, gladiolos, algunos crisantemos y, de vez en cuando, ciertas flores exóticas de las que desconocían sus nombres. Los claveles servían por partida doble, los usaban para los ramos y les cortaban la parte inferior de los tallos que volvían a plantar, así en pocos meses tenían claveles de producción propia.

El niño las seguía, aunque caminaba casi siempre por delante de las mujeres.

Aún no tenía conciencia de que, en algún recóndito lugar de su cuerpo, la pregunta que impulsaría sus pasos en un futuro aún lejano, ya estaba instalada. Tampoco sabía que quedaría para siempre sin respuesta.

En las escasas cinco cuadras que madre e hija caminaban para llegar al cementeriohablaban de cualquier cosa, hacían chistes sin ninguna relación y comentaban situaciones absurdas del vecindario de cada una. Hablaban de lo puta que era la mujer del camionero que vivía frente a la casa de la abuela, que era la casa de Ambrosio, su marido, allá en el barrio San Isidro. La abuela del niño cuchicheaba a todo volumen. Sí, su voz de pito alcanzaba distancias inimaginadas. Decía que el marido de esa loca, al regreso de uno de los viajes, la agarró, la sacó al patio en calzones para que todos los vecinos vean lo que iba a suceder, la tiró al suelo, la acostó boca arriba, se le subió encima, a caballito, y le llenó la cara de sopapos, mientras le recordaba a los gritos que él sabía bien lo que había hecho, que él sabía bien que le había puesto los cuernos. Decía la abuela que el camionero le había cruzado las tetas a cintarazos y que la había marcado con unas rayas rojas. El camionero creía que así, limpiaba su dignidad de hombre, aunque todo el barrio se estuviera carcajeando con semejante espectáculo. La madre del niño no se quedaba atrás con el chusmerío, contaba que el Machete había entrado a la casa de la Susy. Fue a la mañana bien temprano, dijo, cuando el marido ya se había ido a trabajar y los niños estaban en la escuela. Ella había vuelto de llevarlos, recién volvía, y la agarró de sopetón, ahí nomás, sobre la mesa. Ella dice que fue el Machete, quién si no, pero vaya a saber, estaba medio oscuro adentro de la casa, la Susy no alcanzó a prender la luz y a esa hora todavía hay penumbras, no se distingue bien, no acaba de amanecer, la Susy de a ratos duda, dijo, porque también andan diciendo que hay otro sátiro, uno más, que no se sabe bien de dónde viene y que anda entrando a las casas de las mujeres solas que se distraen y dejan la puerta abierta, y que no respeta edad ni nada, que se las agarra a todas, niñas, grandes o viejas. Durante ese recorrido de chismes, la madre tenía, además, otra tarea, bajarle al niño el hombro levantado.

Mientras caminaba al mismo ritmo que las mujeres, el niño alzaba ostensiblemente un hombro. Era un tic. Él no se daba cuenta del movimiento, pero la madre sí. Y le daba asco, no sabía bien por qué, quizá porque en el fondo creía que ella era la culpable de ese reflejo. Le producía una repugnancia visceral. La madre no sabía cuándo había comenzado aquello del tic con los hombros, pero estaba dispuesta a corregir esa desviación. Cada vez que el niño levantaba un hombro, la madre le daba un golpe para que lo bajara y la abuela reía con una carcajada estentórea, sonora, festejando la ocurrencia, y lo bajaba sí, al hombro, a su posición normal, pero a los pocos segundos subía el otro y vuelta el golpe y ahora el otro y otra vez el golpe y eso no paraba, era constante durante todo el trayecto, y los golpes se iban tornando cada vez más ásperos, más dolorosos.

Después, una vez que estaban bajo la sombra de los pinos, había que ir a buscar agua, lavar los floreros, barrer y sacar los yuyos. La madre entonces olvidaba el asunto del hombro. Y el niño, libre del acoso de los golpes, también.

Lo primero era la tumba de la nena. El niño se sabía el camino de memoria. La tumba de la nena quedaba hacia el norte del cementerio, en la parte baja. El niño conocía la ubicación, la identificaba enseguida porque estaba pintada de un color celeste, tan celeste que se veía desde lejos. Sabía también dónde quedaban las piletas con canillas y los tachos que ejercían de basureros, allí vaciaba las flores secas y los tallos babosos de tanto haber estado en el agua putrefacta del fondo de los recipientes, lavaba los floreros de plástico, los llenaba de agua y llevaba además un baldecito de lata lleno, para echar agua en los floreros que estaban amurados a la estructura. Las tumbas de los niños, en ese cementerio, tenían varios pisos. El niño descubrió esto con el tiempo. Esa tumba, la celeste, tenía cuatro pisos, el niño no sabía en qué nivel estaba la nena, porque en la lápida, además, no aparecía ninguna nena. Había fotos ovaladas de niños varones, tres exactamente, cubiertas de un vidrio combado, pero ninguna nena. Seguro que murió tan chiquita que no hubo tiempo de sacarle una foto, y sin foto para qué poner el nombre, daría pena.

La abuela carpía los bordes y sacaba los yuyos con un escardillo. La madre casi siempre miraba o colocaba alguna flor, y hablaba y hablaba sin parar, siempre tenía algo o alguien para criticar. Solía hablar de la gringa Dussi, o de los Mete, o de los tanos de enfrente, todos tenían algo malo. Los criticaba por hablar mal, los criticaba por ser rubios, los criticaba por ser brutos, los criticaba por ser tontos, los criticaba por todo. Era como una radio que se especializara en malas noticias.

Después se trasladaban a una parte antigua, donde la sombra era más densa y casi siempre hacía más frío, las tumbas allí, en lugar de tener estructuras de material que parecían emerger desde lo profundo, rectangulares, más o menos del tamaño de los cajones enterrados, tenían cercos metálicos, como si fueran gallineros para muertos, con portoncito y rejas y alambrados. De esas visitas a la tumba de doña Prudencia, la madre de la abuela, que había muerto pocos días después del nacimiento del niño, él no tenía recuerdo. La que se ocupaba de esa tumba, en exclusividad, era su abuela. En soledad, ella lo hacía todo en ese lugar. Aquella visita era la última. Para entonces se podía oler el crepúsculo. Todo en el mundo se preparaba para el fin del día y nadie quería quedarse adentro del cementerio cuando candadearan los portones. Luego de la visita a doña Prudencia, que era breve, como a las apuradas, regresaban a la casa y en el camino el tic de los hombros volvería a ocupar al niño. Entonces la madre, siempre atenta, reiniciaría sus golpes correctivos para que recuperara la compostura.

Una parte del niño, sin embargo, se quedaba, sin que él lo supiera, dentro del cementerio. Se quedaba para buscar la respuesta, ese porqué, así, todo junto, sustantivo, algo definitivo, una rama fuerte, para colgarse de ella, saltar sobre ella y subirse y poder aullar como un lobo. Un trampolín desde el cual lanzarse sin temor a nada.

Mientras las dos mujeres y el niño volvían, las orugas asomaban sus cabezas por sobre la tierra blanda del cementerio, las más bajaban de los árboles, y salían de sus escondites diurnos bajo las cortezas para introducirse en otra tierra blanda; orugas blancas, luminosas, de cabeza negra, orugas casi fosforescentes, de un verde traslúcido, orugas delgadas, pero todas de piel suave y lubricada, expertas en perforaciones. Se ponían en movimiento cuando las puertas del cementerio se cerraban y la gente volvía a sus casas abandonando a sus deudos en esa oscuridad hecha de la sombra húmeda de los pinos, que arrojan sus frutos sin piedad contra el piso. Allí los ruidos secos que producen las piñas al golpear en el suelo son como tambores para los que están bajo tierra. Una señal para despertar.

La nena los escucha desde hace muchos años.

Tambores que preanuncian la visita de aquellos gusanos lentos y perezosos pero sociables, cuyas sesudas reflexiones resultan lo más divertido de estar muertos. La nena que fue la primera en esta fosa, la que está más abajo, en lo profundo, espera con ansias el viaje de las orugas y sus novedades. No todas le gustan. Lo que más desea la nena es la aparición de esas orugas blancas y luminosas que alumbran el fondo de las tumbas porqueson como linternas, esas sí, se meten y horadan con paciencia, llegan a cada uno de los niveles conectando a los que descansan para que puedan comunicarse entre ellos y romper el aburrimiento de estar solos y en lo oscuro, haciendo de los colchones terrosos que los separan una sustancia mucho más esponjosa, para que las voces puedan llegar de un lado a otro. Mientras afuera dura la luz diurna, la nena duerme, y la oruga que va a su encuentro cava pacientemente, abriéndose paso hacia el cristal quepermite ver el rostro de esa niña que algún día fue y que seguirá siendo por los siglos de los siglos. El cristal, con el paso de los años, se ha ensuciado, se ha roto, pero de todas maneras permite ver a la nena, ese misterio.

La parte del niño que se ha quedado para intentar encontrar una respuesta, un porqué, se ha acoplado a esa oruga, la que brilla en la oscuridad, la más luminosa. Quiere llegar hasta donde está la nena y preguntarle todo, descubrirlo todo.Preguntarle sobre las cosas que él no sabe, contarle acerca de lo que se ha imaginado, para confirmar si estaba en lo cierto. El niño también quiere preguntarle por su propia madre, la hermana menor de la nena, saber si ella puede revelarle algún secreto que le permita al fin entender por qué pasó lo que pasó. Pero es la oruga la que está yendo hacia el fondo, la oruga con la parte del niño que se ha quedado para el descubrimiento. Sobre la nena, en ese espacio físico y real que aquí es la muerte, hay tres niños más, todos varones, de edades diversas, aunque ninguno supera los seis años, cada uno en su caja de madera antaño blanca. Ella, además de la primera en ese agujero, es también la más joven, lo dice sin pestañear: soy la más joven, pero jamás precisa detalles sobre su edad. También la oruga quiere saber, ha recorrido los tres metros desde la superficie hasta el cristal roto del ataúd y la observa dormir. La luz propia del invertebrado, esa incandescencia que le viene de su blancura, hace que la nena comience a revolverse en sus almohadones, da vueltas para aquí y para allá hasta que despierta,entonces abre los ojos con dificultad.

La parte del niño que se ha quedado viaja dentro de la oruga, es pura conciencia interrogante, pero esa pura conciencia se imagina otros escenarios. Es el niño entero el que montado sobre el animal que luce arreos y arneses y monturas lujosos, cabalga por esas planicies húmedas dispuesto al rescate de la nena. Navega por las tortuosas aguas de un mar lleno de monstruos cadavéricos para vencer a los secuestradores. Tanto suelta las riendas para que la bestia arremeta, como estira el freno con fuerza para que se detenga, cuando así sucede, otea el horizonte buscando el mejor terreno para avanzar. La bestia sobre la que va montado, imbricado, se mueve nerviosa y levanta polvaredas o una cortina de agua según sea el terreno. El niño saca su catalejo y enfoca el objetivo, una columna de humo, un reflejo dorado, cualquier señal es beneficiosa para que la misión llegue a buen puerto y cumpla, alcanzando sus objetivos, haciendo suyos, uno por uno los hitos que ha planificado hallar para obtener las respuestas.

Frente a aquella ventana de vidrio en la que ambos, niño y oruga, oruga y niño o quizá la oruganiño o el niñoruga, se detienen, la nena remolonea ante las preguntas, remolonea ante la curiosidad de la bestia luminosa.

—No te hagas la dormida, mucho me ha costado llegar hasta aquí —dijo el niñoruga, y la pequeña mujercita que descansaba, bosteza y abre con dificultad y lentitud sus ojos llenos de lagañas.

—Sé bien que estás despierta, que esta es tu hora, que quieres conversar conmigo —afirmó la oruganiño, y la nena sonrió maliciosa. Luego se dispuso, desentumeció su pequeño cuerpo, alisó su vestido y los miró un largo rato sin pestañear.

—Está bien, está bien, ambos tienen razón, necesito articular algunas palabras, y que alguien me cuente una historia interesante y divertida, eso quiero —dijo al fin la nena—, porque si no, no puedo.

—¿Una historia interesante y divertida? —preguntó sorprendido el niñoruga.

—Sí, es lo mínimo que podría pedir, ¿no? —respondió la nena.

—Siempre hace lo mismo, ¿no te lo había dicho? —dijo la oruganiño.

—No, si apenas nos conocemos —dijo el niñoruga.

—Eso sí que es divertido, una pelea en tiempo real, entre ustedes dos, que son dos pero que al final son uno, porque eso que veo es un solo cuerpo, ¿acaso no ven su propio reflejo en el vidrio de mi ventana? —dijo la nena con una risita sarcástica haciéndoles notar que con ella no hay engaño posible.

—¡No nos estamos peleando! —exclamaron al unísono y con una sola voz el niñoruga y la oruganiño.

—Es cierto, somos dos y somos uno —dijo el niñoruga, sorprendido de su propia realidad.

—Estamos imbricados —suspiró lentamente y sin mayor interés en el tema, la oruganiño.

La niña aplaudió entusiasmada el reconocimiento de sus propias afirmaciones, se apoyó sobre su antebrazo como si estuviera acostada en la arena de la playa observando algún acontecimiento más o menos grandioso como el repentino desatarse en el aire de las gaviotas o la aparición en los muelles de varios lobos marinos dispuestos a comerse de un bocado los restos de la pesca que quedaron desparramados en el suelo.

—¡Imbricados!, ¿y eso con qué se come? —preguntó la nena.

—Que estamos superpuestos, eso quiere decir —respondió la oruganiño.

—Ah, como las escamas de un pez —dijo el niñoruga.

—Algo así —respondió su contraparte animal.

—¿Y mi historia? —requirió la nena.

—Está bien, está bien, ya, cuéntale una historia —dijo la oruganiño a su parte humana.

—Una de aparecidos, ¿te parece? Ocurre en el día de los muertos…

—Eso sería una redundancia ¿no? —dijo la nena.

—Pero es que esta historia tiene matices populares, no es de esta zona sino del noroeste, ahí no se dice día de los muertos, se dice día de las ánimas, y se cocina un pan, y se arman escaleras y las ánimas bajan a visitar a sus parientes —dijo el niñoruga.

—Ah, ¡los parientes, como que fueran buena cosa! A los parientes no se los elige. Por eso son lo que son, casi nunca lo que uno esperaría de un pariente —dijo la nena.

—Completamente cierto —reafirmó la oruganiño.

—¿Tus parientes son así? —preguntó el niñoruga a la nena que lo miró desconfiada.

—Prefiero no hablar de eso.

—¿Por qué no? Es un lindo tema, entretenido por lo menos. Podrías contarnos de tus padres, si tenías hermanos, dónde vivías, esas cosas, es sabido que una cosa lleva a la otra y cuando se comienza a contar pues, cada pedacito de historia puede engancharse con otras que están pegadas a los personajes que van apareciendo —se explayó el niñoruga.

—Si van a empezar con eso me vuelvo a dormir, no es para nada interesante —dijo enojada y amenazante la nena—, así no me gusta.

—¿No se te puede preguntar nada? —dijo el niñoruga.

—Y sigue, pregunta que pregunta, no entiende, me compromete con esas preguntas sonsas —dijo la oruganiño hablando al aire y suspirando fastidiada—, lo que ella quiere es una historia cualquiera, divertida, liviana, una de aventuras, la de una niña que atraviesa un bosque y se encuentra con el lobo, la de una niña que cae en una madriguera y encuentra otro mundo, la de unos niños que se encuentran con un monstruo en una laguna, la de un muchacho feo que desea conseguir una esposa bonita y es rechazado, la de un chiquilín que mata a siete ogros de un solo golpe, la de una mujer que no resiste la tentación y abre la puerta con la llave roja, la de siete niños que son abandonados en el bosque por sus propios padres, la de un gigante que no quería compartir nada de lo que crecía en el patio de su casa, la de un ruiseñor dispuesto a morir, ¡cualquiera!, una tonta historia, la de un padre que se quiere casar con su propia hija, la de una gallina que pone huevos de oro, la de dos hermanos que engañan a una bruja, la de unas botas que dan pasos de siete leguas, la de un gato que con tretas y artimañas consigue un castillo y una princesa para su dueño, la de unos hombres que van a la caza de un monstruo marino, no importa si es blanco y gigante o si es la mezcla de una serpiente y un tiburón, la de una jovencita que alcanza su esplendor gracias a su hada madrina, ¡no tiene importancia cuál se le cuente! Ella solo quiere una historia, ¿se entiende?

—Creo que nos has dejado mudos, atónitos, ¡claro que se entiende! —dijo el niñoruga.

—Es tan fácil contigo oruganiño —reflexionó la nena—, pero ese otro, dice que entiende, pero no le creo ni un poquitito, no parece tener las cosas claras.

—Cómo voy a tener las cosas claras si vine en busca de respuestas, solo quiero preguntarte algunas cosas de tu familia, de cómo fue que llegaste hasta aquí, de qué fue lo que pasó, cómo fueron los días de aquel invierno en el cual naciste, el barrio, la gente. Cosas simples.

—Querías —especificó la nena—, quiero no, ya no podrás hablar en presente sobre esas preguntas, sencillamente porque no tienen respuesta, por eso, esa cosa de que solo quieres preguntarme, no, eso no, querías, en pasado.

—Le das mucha vuelta al asunto —dijo el niñoruga

—Aquí no hay ningún asunto —respondió la nena—, vamos, cuéntenme esa historia.

—Creo que esto de estar imbricados ya no es útil para nadie —dijo la oruganiño.

—No me abandones ahora —suplicó el niñoruga—, es útil porque de lo contrario no podría estar aquí y nunca hubiéramos podido conocernos.

—Está bien, no te abandonaré —dijo la oruganiño—, contemos esa historia, pero antes te advierto que ella es más preguntona que tú, y en ese caso habrá que responderle.

—Eso no es justo.

—La justicia es muy relativa —dijo la nena—, depende de cuando maduren las mandarinas, de cuándo se abran las amapolas, de cuánto dure la noche, esas cosas.

La oruganiño y el niñoruga se dispusieron al fin a compartir una historia. Eligieron una de un genio que cumplía todos los deseos, el niñoruga tenía la esperanza de que las preguntas que definitivamente haría la nena le servirían para descubrir los secretos que deseaba conocer, pero no tuvo suerte. Hubo muchas preguntas, pero las cosas de las que se enteró a través de ellas resultaron superficiales y de poquísima utilidad.

Esa gran puesta en escena en el nivel más profundo de la tumba de la nena, vista desde aquí, era una farsa, porque se podía adivinar fácilmente que los secretos que solo ella conocía no serían revelados. De ninguna manera. Ella no dirá nada. No, no va a decir nada. Bien sabe que el animalito, que es uno y dos al mismo tiempo, imbricado como las escamas de un pez, humano y bestia como los centauros de la mitología, está aquí por interés, que quiere resolver quién sabe qué tipo de entuertos que a ella no le interesan para nada, que se haga ver, para eso están los psicólogos, que reflexione, que busque otro lado, ella sabe que el niñoruga quisiera saber cada detalle, pero no. No dirá nada.

Mantendrá los secretos en su tumba.