Cuando Juan nació, no solamente nadie lo esperaba sino que, además, ni siquiera puede tenerse la certeza de que su propia madre supiera de su llegada. Ella tenía 13 años en ese entonces, era muy flaquita, pálida y de pelos rubiones arratonados; muy pocas luces, claro, pero eso a la hora de tirarla sobre cualquier colchón, a los muchachos del barrio les importaba poco. Una asistente social que trabajaba en la salita se dio cuenta de que estaba más demacrada y panzona que lo habitual y fue quien se encargó de llevarla al hospital, cuando faltaban horas apenas para que pariera. Tuvieron que ponerle sangre, por supuesto, ya que la anemia galopante que tenía no la dejaba ni estar parada, muchos menos amamantar después, aunque hay quienes dicen que nunca le cayeron las fichas de que había tenido un hijo: Juan, como el nombre del enfermero que hizo los trámites para anotarlo.
Juan se crió solito en el fondo de la casa junto a otros tíos, primos o quién sabe qué serían todos los que vivían allá adentro; se pasaba largas horas sentado en el piso de tierra mirando el cielo, algún pajarito o persiguiendo a cuatro patas alguno de los perros de la casa. El novio de la abuela fue el primero que, más que un diagnóstico, hizo una sentencia: me parece que es medio pelotudo este gurí, dijo.
A los seis años, casi acosados por la ANSES, lo mandaron a la escuela. Dos años más tarde seguía sin saber ni siquiera agarrar el lápiz, además de ser cada vez más molesto y agresivo con sus compañeros, naturalmente más pequeños que él, ya que no avanzaba con el resto del pelotón; como consecuencia de eso, poco a poco fue generándose un espantoso clima dentro del aula que obligó a la maestra a solicitar el cambio de aula, como preámbulo al cambio de escuela. La abuela trató de justificarlo explicando a la directora que el chico no era muy entero, pero que no era malo, que ella hubiera querido mandarlo a la escuela diferencial pero que no se lo recibieron.
La cuestión es que deambuló de una escuela a otra hasta que a los diez años decidió no perder más tiempo y dejó de ir. Ninguna escuela lo extrañó y la abuela ya estaba cansada de dar la cara por él, así que terminó su época de estudiante sabiendo apenas firmar y leyendo solo lo elemental. Se pasaba las horas caminando por el barrio ante la mirada inquisidora de los vecinos que conocían su afición a tomar cosas en un descuido de los dueños. Ni siquiera daba el perfil para ladrón, hasta para eso era pelotudo, coincidían todos. Algunos hacían la vista gorda, otros, menos pacientes, solían darle feroces golpizas para que no volviera a robar en sus casas. Pero Juan volvía. Como pasaba una y otra vez frente a las mismas casas del barrio, alguna siesta se cargaba una pelota que había quedado en un patio, alguna bicicleta mientras el dueño estaba jugando a la quiniela y lo miraba desde la puerta; el que lo conocía se limitaba a pegarle algún grito, el que no, lisa y llanamente lo fajaba; cosa que no era muy difícil, ya que Juan no solo había heredado el físico de su madre, sino que ni siquiera sabía defenderse.
A los diecisiete lo reclutaron unos muchachones del barrio para robar junto a ellos; ya no se trataba de hurtos menores sino que esto ya había pasado de castaño a oscuro y la policía no pudo seguir haciendo la vista gorda y, al segundo atraco, Juan cayó preso.
No la pasó bien en la cárcel de menores; ahí, rápidamente se dieron cuenta de que era un pelotudo y abusaron de él de todos los modos posibles. Pero él no se quejaba, jamás delató a nadie y trataba de hacer lo que le mandaban solamente para que no lo golpearan. Allí inició también, de la peor forma posible, su promiscua vida sexual.
Cada vez que salía en libertad, a las pocas horas ya lo estaban contactando los viejos amigos para darle alguna changa, las cuales, invariablemente, lo devolvían a la prisión al poco tiempo.
A los 20 años, al ingreso a la penitenciaria, los análisis mostraron que tenía Sida. Juan estaba muy deteriorado, con una delgadez extrema, pálido como un fantasma y con llagas por todas partes. En la cárcel lo alimentaron adecuadamente, lo medicaron y a los pocos meses Juan parecía otra persona; en el pabellón todos lo conocían, sabían que era medio pelotudo, pero que no era malo y gracias a su enfermedad dejaron de someterlo durante las noches. Por primera vez en su vida Juan tuvo la sensación de que era feliz; pero el destino no tenía pensado eso para él, se nota, porque a las pocas semanas, algún juez se apiadó de su causa y le dieron la libertad.
Un 24 de diciembre a las 12 del mediodía, Juan salía de la Unidad Penal sin tener adónde ir, sin medicación para su enfermedad y con la nula posibilidad de que alguien le acercara un plato de comida. El día de navidad lo encontraron colgado de un árbol con un alambre en un baldío cerca de su barrio. Con lo que debe doler el alambre, comentó uno de los policías que lo encontró; calculá… no, si hasta para matarse fue un pelotudo este Juan, comentó el otro.
Mayo de 2015.
De: Crónicas urbanas (2019).