Mira sin mirar el cielorraso alguna vez blanco, hoy gris y con manchas color café con leche que hablan de goteras y techos viejos. Si pudiera estaría fumando, echando volutas de humo espeso que lo ayuden a reflexionar y decidir; pero el asma es más fuerte y las veces que intentó mostrar su hombría terminó en una guardia de hospital entre espasmos, nebulizadores y reproches monótonos que preguntan una y otra vez sobre lo que carece de respuesta. Y ese empeño en suponer que se lo hago a ella, piensa Julián. Ella, naturalmente, es la madre, una joven mujer que noche tras noche cuida una anciana que no termina nunca de morirse y quizás por ese olor a muerte anunciada que tienen los moribundos es que cada vez que regresa de madrugada se baña de perfume mientras murmura por lo bajo quién sabe qué cosas.
Julián es demasiado joven para algunas cosas, pero injustificadamente novato en otras. Injustificadamente en un barrio como éste en donde una venérea tiene tanta jerarquía como un tatuaje carcelario o un antecedente policial por trenzarse a cadenazos en una cancha de fútbol. Julián tiene diecisiete años y es virgen. Y el barrio lo sabe. Sus amigos lo saben y acaso hasta alguno murmure. Julián mira el techo y piensa. Piensa y mira un billete de diez pesos que rueda entre sus dedos. No es billete bueno, es falso como un juramento ocasional; si hasta casi lo volvió a tirar cuando lo encontró en la calle. Pensó que quizás podría servirle en alguna ocasión. Piensa si acaso esa ocasión no fuera ésta. A la una de la madrugada Julián entra, casi como un bulto más entre tantos bultos que esconde la penumbra. Un viejo bolero se desgrana desde un pasacasete que muestra impúdico sus cicatrices cubiertas con una tela adhesiva negra. La mirada del que está detrás de la barra lo dice todo, interroga y asiente, o advierte o amenaza; quién sabe qué hay detrás de esa mirada que no habla y lo dice todo pero, por si quedaran dudas, a veces agrega como ahora: “¿Vas a pasar?”. Ante el silencio temeroso, el de la barra agrega: son diez pesos, dáselos a ella adentro.
-Una sola cosa, dice Julián arrastrando las palabras contra el paladar seco- Que no haya ninguna luz, ¿sí?
El de la barra ríe. Escupe algún resto de alimento que evidentemente lo estaba molestando desde hace un rato largo entre las muelas y, con un cabezazo como toda respuesta, le muestra la entrada a la pieza. Julián va acostumbrando lentamente sus ojos a la oscuridad mientras un profundo hedor a humedad le recuerda sus crisis asmáticas. No quiere pensar en eso y por eso se concentra en tres barras de tenue luz que se cuelan por entre las hendijas de la ventana, luces de luna, que son toda la iluminación de ese cuarto en el que una cama, que se hace notar por el ruido de sus flejes, es todo el mobiliario. Julián trata de diferenciar cuál es su respiración y cuál el jadeo que llega desde la cama. Una mano lo toma del brazo y lo atrae hacia sí. Estira los brazos y tantea como un ciego confundido hasta que sus dedos encuentran una piel, una piel suave y marchita al mismo tiempo, una piel que cuesta diferenciar de las sabanas que percibe sucias y ajadas. La mano que lo atrae sigue recorriéndolo hasta el extremo de sus dedos, en donde sostiene el billete de diez pesos que la mujer toma y eleva hacia los rayos de luna pera cerciorarse de lo que tiene entre las manos. Luego lo hace desaparecer, quizás debajo de la almohada. Julián no tiene tiempo para pensar en engaños; su mano trémula ronronea entre unas piernas frías y su naturaleza lo conduce hacia donde debedirigirse. Se baja los pantalones, sin quitárselos del todo, y monta ese cuerpo que jadea mecánicamente simulando placer. Julián la recorre con sus manos, acaricia sus pechos y sin saber porqué, intenta besarla. La mujer, sin violencia, con oficio, aleja el rostro de Julián y lo cobija entre sus pechos. Extrañamente, Julián disfruta de ese contacto, de ese aroma dulzón que escapa de la piel, aroma de violetas, piensa, y por un momento siente que esta disfrutando de ese acto animal de vaciar su semen en un pedazo de mujer sin rostro, sin cuerpo, sin alma. Percibe el aroma de esa piel y por un momento siente que esas manos que recorren su espalda lo están acariciando, lo están acunando, lo están protegiendo. Y entonces todo termina en un espasmo. Levanta su pantalón y sin mirar hacia atrás, hacia la oscuridad, abandona la pieza.
Esa noche Julián no puede dormir. Y por eso nuevamente mira el techo. Se siente vacío. Se siente triste. Se siente confundido. Por la ventana de la cocina dejan de ingresar rayos de luna y empiezan a asomar luces de sol. Algún gallo canta. Julián no sabía que en el barrio tenían gallos. Entra la madre y Julián cierra los ojos simulando estar dormido para no dar explicaciones de su desvelo. La observa en silencio, la ve entrar al baño y luego comenzar el ritual del perfume, en los brazos, en las manos, en el cuello. Julián siente la misma sensación que la primera vez que su pecho se cerró en una crisis de asma y se pone de pie jadeando con dificultad. La madre lo observa, petrificada, acercarse con el rostro lívido hacia ella. Julián siente que es cada vez más fuerte el aroma a violeta que brota de esas manos, de ese cuerpo, y se abalanza sobre la cartera marrón presintiendo que adentro encontrará algo que le pertenece.
De: Souvenirs del infierno, 2008.