ENTRE ELLA Y EL MUNDO

La cancha era semi cubierta, helada en invierno, con un tinglado de chapa que se defendía a mitad de camino; un proyecto interrumpido había dejado grandes flancos a la intemperie, por los que se colaba el viento.

El piso era de una baldosa rústica y los aros unas circunferencias aboyadas y levemente inclinadas hacia arriba. Se necesitaba más que buena puntería para sacudir las penosas redes de hilo gastado, hacía falta un toque de magia.

En esa cancha, los partidos resultaban de bajo score y por mística del local, de mucho roce.

Darío Rubén Pozzoli había sufrido experiencias inolvidables en ese estadio inconcluso, más aún, diría que vivió algunos episodios de riesgo para su estampa de recia autoridad y su carrera arbitral. Uno de ellos sucedió en una noche fría de mucha crispación en el campo de juego y en la única tribuna de cemento que se apretaba contra el fleje pintado de amarillo.

El partido había terminado con la derrota del local por margen ajustado. Y si el local perdía resultaba difícil salir, sin consecuencias, por la menguada escalerita que daba a un patio encerrado entre la cancha y la cantina, con un paredón al norte elevado por más de quince metros.

Aquella vez Darío Rubén Pozzoli bajó con su compañero arbitral, siempre con la mirada oblicua, el gesto grave, los anteojos de vidrios verdosos colgados al cuello, imperturbable frente a los insultos y escuchó sobre el final de su trayecto, ya casi por alcanzar la cantina, que la esposa del vicepresidente del club lo llamaba desde la puerta del quincho a un lado del patio: “Vení Pozzoli, vení que tenés que cobrar”.

Pozzoli no leyó en la mirada ni en el gesto, ni mucho menos en las palabras de la mujer, indicio alguno de amenaza. Y allá fue.

Ni bien entró al quincho, entonces sí, claro, vio cómo venía la mano. “¿Vos querías cobrar, gordo?”, dijo la mujer, acompañada por dos dirigentes y tres tipos más que Pozzoli no conocía. El árbitro no respondió. “Muchachos, el gordo quiere cobrar”, insistió la mujer con una media sonrisa burlona en la boca y Pozzoli, claro, por más que intentó volver sobre sus pasos, cobró, él y su compañero.

Podría haber sido peor, lo salvó de la masacre la sensibilidad de su nariz. De chiquito, a veces sin motivo y a veces nada más que al roce, la nariz le sangraba como si súbitamente se rajaran dos mangueras incontrolables donde parecía fugarse todo lo que Pozzoli podía guardar en sus venas: se iba en sangre. Tantas veces lo había avergonzado esa sensibilidad: en la fila de la escuela, en alguna clase, jugando con amigos en la cuadra de su casa.

Tantas veces se había ido corriendo para evitar que los demás vieran el espectáculo de su nariz chorreando sangre que aquella vez, por lo menos, se reconcilió un poco con su antigua debilidad. Le pegaron sí, pero apenas le dieron en la nariz empezó a sangrar de tal modo que los agresores salieron disparando del susto y Pozzoli logró zafar más o menos indemne de la emboscada. Su compañero tuvo menos suerte: le astillaron la mandíbula a trompadas.

Darío Rubén Pozzoli no era, de ningún modo, fácil de amedrentar. Seco y distante, hablaba con un tono grave pero en voz baja, como tramando un complot o formulando una amenaza, aunque en verdad en la cancha nunca llegaba a un nivel de cercanía con nadie como para hacer una u otra cosa. Lo máximo que podía decir eran cosas como “no fue falta”, “siga, no sea llorón”, “déjese de mariconear”. Eso sí, Pozzoli jamás admitía un error. Hay árbitros que entienden que genera confianza o empatía decirle al jugador cosas al estilo de “esa no la vi” o “la próxima te la cobro”. Él, en cambio, mantenía un gesto que podía confundirse con cierto desagrado por lo que estaba observando. Pozzoli parecía haber chupado limones durante todo el período en que su madre tendría que haberlo amamantado.

En síntesis y digámoslo de una vez, por más de que no había sospecha alguna sobre su honestidad, siempre fue un permanente sospechoso de cagar los partidos de puro gusto. Era uno de los árbitros más odiados de la ciudad y por consiguiente, cuando Pozzoli dirigía, lo puteaban antes de que arrojara la pelota al salto. “¿Qué cagada nos va a hacer hoy este gordo forro?”, podía escuchar cuando se acercaba a la mitad de cancha para iniciar el juego.

 

Pozzoli lució siempre inconmovible a las críticas, es más, parecían de algún modo reforzar su autoridad en la cancha. Mientras transcurría el partido adoptaba una posición más erguida, sacando pecho y panza. Y en la tribuna “Pozzoli y la recontra puta madre que te parió”. Así todo el partido.

Uno de los episodios que narro, sin embargo, desmiente alguna presunción acerca de que Pozzoli hacía oídos sordos a los insultos o que nada más los recibía como una música inspiradora que aumentaba su sensación de poder en el campo de juego.

No habían pasado más de cinco minutos de partido, cuando el juez caminaba por el lateral izquierdo de aquella cancha siempre helada y una mujer le gritó muy cerca del oído: “!Narcisista!”.

Eso le dijo: “Narcisista”, enfatizando especialmente la ce y la primera ese, aunque lo que había  retumbado en sus oídos era la te. 

Por primera vez en su carrera, Pozzoli se dio vuelta frente a una expresión de la tribuna, confundido, más aún, alarmado. La mujer insistió con más precisiones: “Gordo narcisista”.

Pozzoli se recompuso y recuperó el silbato que se le había caído de los labios. Al ver la reacción del juez frente a semejante acusación, los vecinos de la señora creyeron vislumbrar un talón de Aquiles en el carácter impenetrable del juez. La lectura, a primera mano, fue más o menos esta: “hay que probar con insultos raros. Eso le duele al gordo”.

Se escucharon, a lo largo de ese partido, una serie de epítetos de lo más rebuscados: “juez impiadoso”, “gordo botarate”, “árbitro necio”, “Pozzoli hijo de una grandísima madama degustadora de cachiporras”, “pedazo de engreído”, “cleptómano de la justicia”, “vizcacha sin agujero”, “Pozzoli nazi fascista”, “adulador del pito” y una docena más que ya no me acuerdo.

Nada de eso, sin embargo, volvió a resentir la actitud de rígida autoridad que emanaba de Darío Rubén Pozzoli y su permanente gesto de desprecio con el que se manejaba en la cancha.

Interiormente, el árbitro había sentido el insulto de la mujer como una explosión: “narcisista”. Eso le había dicho y había sonado tan femeninamente cruel que por primera vez en su vida sintió que su cuerpo se desinflaba irremediablemente ante unas cincuenta personas que iban a destruirlo, aunque alcanzara solo con esa mujer.

Cuando regresó a casa, Pozzoli buscó el término en una de las enciclopedias que su madre todavía conservaba en el estudio que había sido de su padre.

“Narcisismo: es una alusión al mito de Narciso, amor a la imagen de sí mismo. Si bien se puede aludir a una serie de rasgos propios de la personalidad normal, sin embargo el narcisismo puede también manifestarse como una forma patológica extrema en algunos desórdenes de la personalidad, como el trastorno narcisista de la personalidad, en que el paciente sobreestima sus habilidades y tiene una necesidad excesiva de admiración y afirmación”.

No encontró en el detalle de la acusación de la que había sido víctima el motivo de su repentino sufrimiento. De todos modos, por primera vez, con un interés reconcentrado y profundo, se miró al espejo como a las aguas quietas de un lago cristalino: ¿estaba Pozzolli enamorado de su figura? Ensayó algunos gestos, no tenía mayor ductilidad expresiva, así que probó especialmente con los que utilizaba en la cancha y revestían dos variantes: la cara de siempre y la cara de “te expulsé y a llorar al muro” que incluía una  porción de placentera saña. La segunda, concluyó, sentaba mejor. Por lo demás, no había enamoramiento alguno: su panza protuberante, los lentes colgados al cuello, los ojos chicos y de color corriente que podía ser cualquiera sin gracia en la gama del marrón. La boca recta, un poco inclinada hacia abajo, el cuello breve, los hombros ni tan tan, ni muy muy, la cintura vencida por la flacidez abdominal. 

No, definitivamente no estaba enamorado de su figura. Entonces, ¿por qué?, se preguntaba Pozzoli, ¿por qué le habían gritado narcisista y por qué lo había desinflado el insulto que hasta ese momento desconocía? Pensó en la voz: una voz femenina, remarcada en la ce y la ese, aunque la te final le seguía retumbando en los oídos. Recién entonces pensó en Claudia y se le vino a la memoria. Los dos afuera, esperando, en la misma tribuna apretada contra el fleje amarillo, esperando que los dejaran jugar: Pozzoli excluido por gordo antiojudo y Claudia por muy chica. Los dos ensayando solos en el patio de las revanchas, sobre un tablero de madera en ruinas y un aro deformado sin red.

Uno contra uno con Claudia. Competencia de tiros con Claudia, una Coca Cola en el quiosco de enfrente, sentados en la vereda. Con ella, Pozzoli se olvidaba de que casi nunca tenía lugar en los picados con los demás gurises, a no ser que faltara alguno para llegar a los diez. Prefería jugar con ella, rozarla en el juego, sentir su cuerpo en la fricción de la competencia. Podía pasar la tarde entera en esa insistencia de toques y dobles. Pero a veces faltaba uno y lo llamaban y Pozzoli no podía decir que no aunque los hubiera mandado a la mismísima mierda con total de seguir jugando con Claudia, pero no lo podía hacer y la dejaba sola, en la tribuna apretada contra la raya amarilla.

Claudia un día dejó de ir a esa cancha que estaba a la vuelta de su casa, adonde se escapaba sin permiso para jugar al básquet con los varones. Terminó por lograr que sus padres la inscribieran en un club con equipo femenino.

Pozzoli no la volvió a ver y tampoco se animó a buscarla después del último abandono. La invitación había sido rara, ambigua, distinta a la que solía acontecer: la invitación no era para Pozzoli específicamente, sino para cualquiera de los dos, para uno de los dos. Por primera vez los jugadores de allá, contaban a Claudia como una posible contendiente, Pozzoli leyó la esperanza en los ojos de ella y se desanimó hasta el infinito. Se iría con ellos sin más, estaba perdido. Entonces subió los escalones corriendo y la dejó en el patio, sin volver la vista hacia atrás.

Claudia no volvió al club desde aquella vez. Se encontraron en la misma cancha, cinco años después, cuando ella ya era una joven promesa y él un árbitro que hacía sus primeras experiencias dirigiendo femenino. Ella estaba preciosa con el pelo recogido en una cola y la camiseta con un número 11 ondulante por la presión de los pechos apretados.

Apenas si se saludaron, Pozzoli tiró el salto y se movió en la cancha sin perderla de vista, siguiendo sus acciones con anhelo. Anhelo de entrometerse entre ella y el mundo. De robar su atención, de quedar otra vez a solas, frente a frente.

Se concentraba, inevitablemente, en los detalles inspirados: las piernas de Claudia, sus hombros, el calce de su remera tensa sobre los pechos, la forma de sus caderas al inclinarse para defender. Pozzoli no podía evitar encadenar las imágenes y olvidarse de todo lo demás, con una excitación creciente y vigorosa que le dio miedo hasta paralizarlo.

En ese preciso momento se dio el primero de una serie de fallos espasmódicos: frente al justificado reclamo de una de las basquetbolistas ante una falta flagrante ignorada por él, resolvió la expulsión sin advertencia alguna. Afuera.

El partido se enrareció tanto como el andar de Pozzoli en la cancha: cobraba, literalmente, cualquier cosa y su acción era tan deliberada y ecuánime en el sin sentido que el resto de los protagonistas, incluso su colega, más que alterados por el fastidio se veían desconcertados.

Antes del desenlace lo más raro aconteció cuando el DT local intentó hacer un cambio y reemplazar a Claudia por otra jugadora. Pozzoli se acercó a la mesa de control y con total autoridad, casi a los gritos, expresó: “Ese cambio no va, la once no sale”.

Tres o cuatro minutos después, se precipitó el final: sucedió en el momento que su antigua compañera de juego robó una pelota en mitad de cancha y se fue sola para sumar dos puntos sencillos a favor de su equipo.

Pozzoli, que durante todo el partido había hecho caso omiso a las reglas de tránsito arbitral en la cancha e intentaba por todos los medios, permanecer cerca de Claudia, vio entonces su oportunidad y no la desaprovechó: al observar que ella encaraba el aro se remontó al tiempo del encanto y corrió hasta alcanzarla y saltar en dulce rivalidad para interponerse entre ella y el aro. Entre ella y el mundo. Cayeron juntos al piso, casi lentamente, envueltos en el delirio del juez.

Claudia salió como pudo del abrazo de Pozzoli, mientras las diez personas que observaban desde la tribuna apretada contra el fleje amarillo no podían hacer otra cosa que hundirse en el silencio.

Fue la primera vez en la historia que un árbitro echó a otro. Pozzoli se fue incorporando, como recién amanecido después de un sueño placentero, entonces miró a Claudia sonriente y en la cúspide del amor  escuchó de su boca el peor de los insultos: “gordo falluto”, dijo ella y le dio la espalda.

Tal vez había sido eso: nada más que eso. La voz de una mujer retumbando en su cabeza y la te más fuerte que nada.  Igual, pensó Pozzoli mirándose al espejo, ahora ya no tenía sentido y, finalmente, se sacó el silbato como si fuera una cadenita con una imagen sagrada en la que ya no creía.

 

(De: El lugar de las sombras perdidas)