TORMENTA

Él se llama Matías pero en el grado le decíamos Tormenta, creo que desde la primera vez que vino a clases con nosotros, en el 5to. A de la Escuela Domingo Faustino Sarmiento.

Teo le dijo así en el recreo y así quedó. “Che Tormenta, vení que vamos a jugar a la pelota”. Éramos 20 varones en el grado. Ni a Walter, que prefería las figuritas; ni a Lucio, que entrenaba flexiones y sentadillas en el recreo y tampoco a Martín, que se iba al patio del fondo a cantar para todos sus fans, les gustaba jugar a la pelota. Quedábamos 17 y siempre había que dejar a alguien afuera, a no ser que Ludmila o la Rusa quisieran jugar para alguno de los equipos. Pero ellas a veces querían jugar las dos, a veces una sola y muchas veces ninguna.

La llegada de Matías fue bienvenida por esa razón: desde entonces había dos equipos equilibrados, de nueve jugadores cada uno. Además, ya por su forma de entrar a clases, con el pelo encrespado como una ola a punto de romper y los ojos enrojecidos por la fuerza del viento en contra, nos dábamos cuenta de que había en él un gran velocista, un delantero imparable. O por ahí el padre lo traía en moto, no sabíamos, pero tenía la velocidad en la cara, la fuerza de una descarga eléctrica contenida en el cuerpo y solo expresada en sus pelos tormentosos.

Matías resultó ser un chico súper tranquilo y gracioso. Te hacía reír, en realidad, porque él se reía de cualquier cosa y tenía una risa contagiosa. Además sabía, él decía eso, 368 chistes, aunque nunca pudimos comprobar si eran tantos, porque a lo sumo llegaba a contar 15 y ya le pedíamos por favor que no contara más. Eran malísimos. Y cuando, al día siguiente, intentábamos que siguiera con la cuenta a partir del 16, nos decía: “No, no, yo me acuerdo de los 368 si los cuento desde el principio, si no, me pierdo”. Y se reía como pájaro.

Eso, eso es todavía más cierto: más que la palabra Tormenta, a Matías lo definía mejor Pájaro, porque era aerodinámico, como si le hubieran sacado punta a la nariz y un ventilador le estuviera dando de frente, a cinco centímetros. Igual, ya le había quedado Tormenta y respecto a su aporte futbolístico, la verdad es que fue mucho más importante haciendo reír a todo el mundo con su risa de pájaro, que jugando a la pelota.

Teo no podía creer que Tormenta corriera lerdo. Una cosa de locos: uno lo veía a la cara y parecía que andaba a 100 kilómetros por hora, pero las piernas contaban otra cosa.

Todo esto, en realidad, es lo de menos. Lo importante es que yo enseguida me hice amigo de Tormenta. Lo invité a casa a tomar la leche y anduvimos un montón de tardes jugando en el fondo, sobre todo trepados a la higuera, tratando de hacer una casa en la horqueta del árbol, mientras nos silbaban las moscas y comíamos los higos maduros.

La pasábamos muy bien. Nunca me reí tanto como jugando con Matías, aunque después de un tiempo largo me di cuenta de una cosa que me empezó a preocupar: yo lo invitaba por lo menos dos veces por semana a mi casa y él no me invitaba nunca. Ni me había dicho donde vivía. Es más, sabía que estaba cerca, porque el padre lo traía caminando -el padre también tenía el pelo como una ola a punto de romper, una risa contagiosa y cara de velocidad. E incluso a veces venía él solo caminando. Pero ¿por qué nunca me había invitado si yo lo invitaba tantas veces?

“Hay gente a la que no le gusta invitar”, fue la explicación de mi abuela, pero a mí no me pareció que fuera eso. A quién no le gusta invitar a un amigo a su casa, mostrarle algún juguete preferido, compartir una guarida. No, para mí no era eso. “Por ahí, lo que pasa –dijo mi mamá- es que están arreglando la casa y está hecha un lío, entonces no quieren que la veas así. Mi papá tuvo la casa en construcción como diez años y no invitaba a casi nadie”.

Eso podía ser, pero no me parecía tampoco. “Y por qué no le preguntás y listo”, me dijo mi hermana, que es más chica que yo por dos años, pero a veces tiene mejores ideas, aunque yo no se lo reconozca y le diga: “Dejá de decir pavadas, Daniela. Qué sabés vos”.  

Se lo pregunté en el recreo, al día siguiente, de frente: “Che, Matías, ¿y si esta semana voy para tu casa?”. Me di cuenta de que algo andaba mal: ¡la cara que puso Tormenta!, como si le hubieran anunciado un examen de matemática sobre la hora. ¡Saque una hoja, Tormenta! El silencio se estiró por un ratito y a Matías se le fue la cara de preocupación. Me miró a los ojos como buscando algo. Es más, me siguió mirando, tocándose la pera. Para mí, me estudiaba o trataba de imaginar la situación: yo en su casa.

“Ya sé –le dije, para relajar- vivís en un zoológico”. Tormenta se rió como pájaro. Quedamos para esa misma tarde, a las cuatro. Cuando me dio la dirección, me di cuenta de que estábamos, nada más, a tres cuadras de distancia. Mi mamá me acompañó un trecho y me miró desde la vereda de enfrente, mientras yo tocaba el timbre. La casa se veía como cualquiera: dos ventanas al frente con persianas de hierro abiertas de par en par, una puerta alta color madera y una banderola semiabierta arriba, con un tordo parado en el filo que parecía de juguete pero era de verdad. 

Matías se asomó, la vio a mi mamá enfrente y saludó con la mano. “Entrá –me dijo- y agarrá fuerte las galletitas”. Efectivamente, yo llevaba un paquete de galletitas en la mano para compartir, pero no entendía a cuento de qué venía la indicación. Cuando pasé el zaguán, todo parecía de lo más normal y terminado. No estaba en obra la casa, era bastante antigua, de techos altos, pero olía muy bien y se veía de lo más corriente. Te digo que hasta me desilusioné un poco porque esperaba encontrar algo raro.

“Bueno –le dije cuando llegamos al comedor- ¿a qué vamos a jugar?”. Matías se rió como siempre, parecido a un pájaro. Ahí me di cuenta de que la ola a punto de romper que siempre tenía en el pelo se le movía y lo más raro es que empecé a sentir que mi pelo se movía un poco.

“Che, ¿puede ser que esté entrando un chiflete por alguna parte?”, le dije. Matías se puso serio: “Sí, sí, es que dejé la puerta y las ventanas abiertas para ventilar un poco; esperame que cierro”. Matías se fue y apareció el padre, que era igualito pero adulto.

“Cómo le va señor –me dijo y me extendió la mano- ¿sabés qué le dijo un bosque a otro bosque?”. “No”, contesté. “Y vos ¿qué?”, dijo el padre de Matías y se empezó a reír, también, parecido a su hijo. Malísimo el chiste. “Tengo 367 más, si necesita”, me dijo y se marchó.

Cuando volvió Matías, ya sentí una ráfaga fuerte que me daba en la cara. Un viento cálido, lindo, pero bastante bravo, tanto que me inflaba la ropa. Venía como de todas partes. De abajo, de arriba, de todos los costados.

“No cerraste nada, Matías. ¿Qué pasa acá? ¡Hay viento!”. Tenía que alzar la voz para que me escuchase, casi que le preguntaba a los gritos por qué había un viento que soplaba tan fuerte. Sentí que se me despegaban los pies del suelo. Me dio miedo. Pero Matías se reía.

“¡Tranquilo! Es así la casa –decía mi amigo ya cerca del techo–“¡Tiene viento!” Y me hacía señas para que aletee como un ave para subir. Eso hice, casi como si estuviera nadando en la pileta del club. Pero un viento me llevaba para allá y otro para el otro lado. Ni bien llegué arriba, vi que el padre de Matías juntaba las galletitas que se me habían caído y bailaban en el aire.

“Vení que te muestro mi pieza –me dijo Matías- pero hay que tener paciencia para pasar de un viento al otro”. Y cayó de pie al suelo, porque se ve que un viento lo soltó. Después caí yo. “Ahí viene de nuevo”, dijo señalando hacia abajo y volvimos a subir.

Pasamos la tarde así, de un viento al otro, un poco en el piso y un rato más largo con los pies en el aire. Eso hasta que Matías fue a abrir puerta y ventanas: entonces el viento fuerte se fue como vino y quedó soplando una brisita cálida. Nos divertimos mucho y enseguida se hizo de noche. Salí con los pelos igual que Tormenta. Antes de irme, le pregunté por qué pasaba eso.

-No sé –dijo Matías–. Al principio mi papá creía que la casa tenía viento, pero ahora está seguro de que el viento viene de nosotros. Yo por las dudas no cuento nada ¿sabés?”.

“Claro”, contesté y me pareció de lo más lógico guardar el secreto. Y de verdad no conté nunca nada, por lo menos hasta hoy.

Matías se mudó con su familia al poco tiempo y no lo volví a ver. Viajaban mucho. Ya pasaron varios años y yo, igual te digo, pruebo si encuentro otras personas con cara de velocidad y el pelo revuelto, a ver si descubro otra casa así, que venga con viento adentro. O por ahí las que traen el viento son las personas, como dijo Matías, pero yo no sé. 

 

(De: Tormenta; publicado por “La Hendija”, en Paraná)