CUATRO PAREDES BLANCAS

Sucedió por primera vez una noche al regresar del trabajo. El perro se apareció de repente, al darme cuenta lo tenía a centímetros de mi pierna; hasta podía sentir el olor que salía de su boca babeante al ladrarme. Era inmenso, negro, de esas razas que suelen matar a los pequeños hijos de los dueños de grandes mansiones. Me mordió; grité de dolor y apretó con fuerza. Fue ahí cuando lo miré fijo a los ojos, y ante mi asombro aflojó su mandíbula; me soltó, tras lo cual cayó al piso. No entendí nada, lo vi quieto —parecía no respirar—, lo pateé y no se movió. Estaba muerto.

Un mes más tarde, desperté sobresaltado un domingo a las ocho de la mañana; mi hija lloraba, pero no era eso lo que me fastidiaba. Aún aturdido fui a su pieza y la encontré en la cama; decía entre sollozos que esa música no la dejaba dormir. Ahí me di cuenta cuál era mi molestia: el vecino con esas insufribles cumbias que nos regalaba en el barrio los fines de semana; en especial a nosotros, que teníamos la desgracia de compartir la pared que separa nuestras casas. No aguanté, me puse el pijama y salí a la calle rumbo a su puerta. El tipo, borracho luego de una noche de vino tinto, me dijo:

—¿Te molesta mi música? Tengo un regalo para vos.

Dio media vuelta, buscó algo en un cajón de la biblioteca, y se vino hacia mí. En ese momento apareció su esposa, entre lágrimas le rogó:

—Por favor viejo, dejá eso.

Noté que eso era un arma con el cual me apuntaba. Quedé paralizado, sólo atiné a mirarlo fijo, con el terror que me recorría por dentro, y también con todo mi odio. De pronto soltó la pistola y se le aflojó el cuerpo, a la vez que se tomaba el pecho y acompañaba la caída del arma al suelo. La mujer lloró desesperada, corrí a pedir auxilio. Pasaron veinte interminables minutos y llegó la ambulancia: estaba muerto. Ataque al corazón sentenció el informe médico, pero empecé a sospechar de otra cosa.

Transcurrido un tiempo discutí con el dueño de la tienda en la que trabajaba, quien descubrió que yo no rendía el importe de algunas ventas y me quedaba con el dinero; es que con la miseria de sueldo que me pagaba no alcanzaba ni para sobrevivir. Me dijo que quedaba despedido; lo miré fijo —con mucho odio— y pasó lo que presumía: como si le hubiera caído un rayo encima, se desplomó fulminado al piso. Ese día estábamos solos —el otro empleado tenía parte de enfermo—, de manera que lo dejé tirado en su oficina y volví al salón de ventas para no tener que verlo morir. A la media hora llegó un cliente, entonces entré y lo encontré muerto; fingí la sorpresa, tomé el teléfono y llamé a emergencias. De nuevo el habitual ataque al corazón fue la conclusión de los médicos. Me salvé de ser despedido, mas quedé sin trabajo ya que la viuda —previo pago de la indemnización— cerró las puertas de la tienda.

Creo que ese fue el preciso momento en que mi mujer comenzó a sospechar, aunque nunca me dijo nada. Al menos por esos días.

Un año después aún no había conseguido un trabajo decente; la situación económica era difícil. Una calurosa noche de sábado llegó a casa mi suegra, y me encontró mirando en el televisor un partido de Colón, mientras tomaba cerveza acompañada de salamín, queso y maní. La doña venía con espíritu muy combativo —o enojada por algo que le habría sucedido— así que ni bien me vio le dijo a mi mujer en tono alto, para que yo pudiera escucharla:

—¿Y este parásito que no consigue trabajo todavía se da el lujo de gastar en picadita y cerveza?

Es probable que haya sido debido al efecto del alcohol, o porque Colón iba perdiendo, que me paré de golpe y le grité:

 —¡Vieja de mierda!

Tal pueden imaginar, también la miré fijo…

Posterior al entierro, luego de que mi mujer se fuera con nuestra hija a vivir a casa de su padre, llegó la policía con la orden de presentarme ante el juez.

Lo demás es demasiado conocido, poco puedo agregar; el caso se convirtió en tapa de las revistas y en tema obligado de los noticieros del país. Durante unos meses disfruté, si de ese modo podría llamarlo, de esa efímera fama con la que muchos sueñan.

Y acá estoy hoy, encerrado entre estas cuatro paredes, que son lo único que me permiten mirar. Una cama, un lavatorio, el sucio inodoro y la estrecha ventana por donde me pasan la comida; cuatro pasos para un lado y cuatro para el otro. Nada más que eso y las malditas cuatro paredes blancas.

Sobre el juicio, sólo puedo decir en mi defensa que no quise mirarlo, que me esforcé por no mirarlo, pero ese testarudo fiscal insistía en acusarme…