Viejo puto

Cuento premiado en el Certamen Literario Provincial "Entre Orillas"; 2021

 

–Usted sabe que yo perdí la fe en épocas como ésta… – me dijo el Negro. Vecino viejo, un verdadero pensador de mi barrio, con el que suelo intercambiar ideas. En serio, el tipo es un académico, sociólogo, creo, y tiene otros títulos. Está jubilado desde hace años. Su rostro ha sido siempre para mí una suerte de oráculo a interpretar. Es difícil saber qué siente salvo que lo exprese, y si lo hace es terminante y preciso.

–¿Épocas de crisis?–pregunté.

–No, de Navidad, de Fiestas.

–¿Cómo fue?

–Un problema de demasiada información.

–¿Cómo?

–Mire: yo era muy pequeño. Por esos años, nadie hablaba de Papá Noel. Para la Navidad no había regalos aunque sí reunión familiar. El que llegaba era el Niño Jesús, no ese gordo ridículamente abrigado pese a los treinta grados de temperatura. Y también llegaban, unos días después, los Reyes Magos. Poníamos los zapatitos y agua y pasto para los camellos ¿vio? Teníamos fe.

–¿Y qué pasó?

–En el Club organizaron una fiesta para los chicos del barrio.  Anunciaron a los Reyes con juguetes para toda la gurisada. Todos aguardábamos expectantes el evento. Yo tenía seis años y en verdad creía que venían los Reyes Magos. ¿Me entiende? Los vería en persona, por fin. Pero, como ya le dije, la información me mató la fe.

–¿Podría ser más específico?

–Sí. La vinculación directa con los responsables ejecutivos de la concreción del festejo fue el principal factor por el que, desde aquel momento, perdí toda creencia en lo sobrenatural. Es más: estoy casi seguro de que el impacto del suceso en mi mente infantil es el nudo en mi vida, el momento bisagra, el que me llevó a dedicar mi vida a la sociología, aunque por supuesto, aún no sabía qué era esa disciplina.

–Sigo sin entenderle.

–Mi viejo y el tío Coco eran integrantes de la Comisión Directiva del Club. Mi viejo se pintó con corcho quemado y se disfrazó de Baltasar. El tío Coco era Gaspar. Y Melchor, un habitué de la barra del club. Un tipo desagradable, que olía mal y me trataba peor. Fue en presencia mía que se vistieron y pintaron. Entendí entonces que los Reyes Magos ya no volverían a estar en mi vida. ¿Entiende?

–Ah.

 

No sé por qué le dicen “el Negro”, porque más bien sus rasgos son aindiados. En nuestra zona cualquiera de tez cobriza pasa a ser “Negro”. Del mismo modo que cualquiera que sea rubio, automáticamente pasa a ser “Ruso”. Los porteños, en cambio, les dicen “Polaco”, y el término “Ruso” se preserva para los judíos. En fin. Su abundante cabello es enteramente cano. Lo conocí así, aunque hace más de treinta años que lo frecuento. No lo veo siempre, pero cuando tengo tiempo me acerco: es un placer para mí conversar con el Negro. Creo que ya lo dije antes.

 

–Ahí perdí la fe. Y si usted no tiene fe, no tiene fe. Está preparado para cualquier cosa. Pregúntele a cualquiera que tenga fe sincera en algún credo, y le dirá lo mismo que el viejo cura de la parroquia: «Esperar milagros para creer en algo es absolutamente fútil. El que tiene fe no los necesita, ya que ve el milagro de la creación en todo lo que existe. Y al que carece de fe no le sirven, porque siempre encontrará una explicación racional. Por eso los milagros son innecesarios: no le agregan nada al que ya cree y no alcanzan a convencer al que no cree.»

–Parece razonable.

–Razonable, pero angustiante, se lo aseguro. Nada lo sorprende. Nada lo maravilla. Nada puede suceder que le provoque un sacudón ontológico. Suponga, por mencionar algo: las profecías. Hasta que no suceden los hechos, resultan versos herméticos e indescifrables. Eso sí, después las coincidencias son notables. Nada más fácil que buscar esas coincidencias entre cualquier elemento. De hecho, es la especialidad de los seres humanos, lo que parece tonto es hacerlo en el sentido inverso al de la flecha del tiempo, es decir deduciendo las causas desde las consecuencias, que, bien mirado, no es otra cosa que la conocida falacia de afirmación del consecuente. Un simple razonamiento muestra lo absurdo de esa forma de razonar. ¡Nos damos cuenta que predijo algo… después de que sucedió! Es lo que ocurre con el célebre Nostradamus, por ejemplo. Siempre me pregunté ¿para qué sirve una profecía que sólo logra develarse cuando el suceso se produjo? ¿Hay algo más inútil que una profecía que resulta incomprensible hasta que el acontecimiento acontece?

–Se me ocurren algunas posibilidades, no crea.

–Un amigo me aportó una visión más práctica, la de las profecías autorrealizables, que viene a ser algo así: un tipo bastante desequilibrado pero muy ingenioso lee unas cuartetas de Nostradamus.

–Los desequilibrados más peligrosos son precisamente los que tienen ingenio.

–Desde ya. Bien, a éste le parece interpretar que en septiembre de 2001 va a suceder algo terrible con «dos hermanas en lo alto». En consecuencia decide ocuparse personalmente de cumplir la profecía y lidera un grupo suicida que, en nombre de lo que se le ocurra, decide llevar a cabo el vandálico acto.

–Es buena ¿no? Pero ¿habrá profecías más, digamos, rigurosas?

–No creo. Yo sólo conozco una categoría de profecías indudables, y hasta por ahí nomás: las que hace la ciencia. Cuando anuncian «este jueves habrá un eclipse», por lo general el jueves hay un eclipse. Eso es profetizar y no pelecho. Todo lo demás es cuento para ilusos.

 

Estos días lo fui a visitar por un sueño que tuve. Parecía que se estaba yendo, pero se quedó a escucharme. Y me miraba divertido. El asunto es que soñé con Él. No con el Negro, sino con Dios. Sí, con el Creador. Con Él mismísimo en tercera persona. Perdón: en Tercera Persona. Yo no quería perder la oportunidad de preguntarle cosas que me atormentan desde hace años. Pero cada vez que intentaba hablar, Él me interrumpía con Su palabra tonante. No pude meter un bocadillo. Así habló (de lo que logro recordar): «Pero ¿qué diablos quieren de mí? Les dí todo lo que se puede desear: libertad, razón, sexo, un planeta riquísimo... ¿Por qué no se las pueden arreglar solos? ¡Siempre molestándome con pavadas, siempre llorando, siempre pidiendo! Entre los miles de millones de estúpidos que me invocan cada segundo por una Divina pelotudez, un semáforo rojo, un examen, un traspié al caminar... se me pasan las cuestiones verdaderamente importantes, y así acumulan hijos de puta en una proporción que jamás hubiera imaginado... ¡Omnisciente! Jáh... Mirá que voy a ser omnisciente, mirá que en caso de saberlo todo les hubiera dado el libre albedrío... ¡Ni en pedo! ¡Ni drogado! ¡Si no saben qué hacer con eso! Y después, claro, para zafar ¡dejan todo en manos de quién? ¡Mías! Y encima me reprochan “Ay Dios, por qué me hiciste esto…?” ¿Sabés qué? Arréglense como puedan...» Después, me desperté.

 

Al Negro le gustó el relato del sueño. No es que su rostro lo expresara, sino que me lo hizo saber. Además, tomó nota de varias aspectos específicos de lo que conté. Luego se quedó callado un rato. Y se puso más indescifrable que de costumbre. Hizo un ademán como para que arregle el mate bastante lavado que veníamos tomando. Creo que ya nos habíamos bajado un termo, y yo hubiera preferido un vino, pero si él quería mate, no había discusión. Y luego, tal vez porque le encontró alguna relación con el asunto, me dijo:

–¿Le hablé de mi padre?

–Poco.

–Era un hombre chapado a la antigua. Valores de otra época, como quien dice. También era otro el mundo en el que fue fuimos criados. Ojo, se trata de una descripción que aspira a ser objetiva, no pretende justificar nada.

–Claro.

–En mi barrio, que era este mismo pero era otro, todavía en aquellos tiempos eran todas calles de tierra. A dos cuadras de la esquina de casa vivía un señor de curiosas costumbres. Solía estar en la vereda, tomando sol, con un enorme sombrero de colores, gafas estilo vedette de los 60 y camisas amplias y de flores. Escuchaba la radio a todo volumen y tomaba mate en la vereda. El señor era muy amable con nosotros, los gurises del barrio. Pero ninguno de nosotros se le acercaba. La gente decía que era manflora o manfloro, nunca supe bien cómo se decía. Algunos de mis amigos le gritaban insultos de todo tipo cuando pasábamos cerca. Yo no. Y aunque no entendía por qué lo hacían (y creo que me producía rechazo), no se me ocurría cuestionar esas conductas.

 

Volvió a quedar callado unos segundos, quizás medio minuto. Tomó un mate y siguió:

–Durante bastante tiempo yo creí que se llamaba Manflora. Suponía que era el nombre o el apellido de aquel vecino excéntrico, diferente a los demás. Pero no. Con el tiempo supe que “manflora” o “manflorita” es la deformación de “hermafrodita”. Vaya uno a saber por qué, así se le decía antaño a los “invertidos”, a los “degenerados”, entre comillas, claro; a los homosexuales, en fin. Mi papá, hombre más bien hosco, de escasas palabras, jamás mencionaba a este vecino, cuyo nombre no me era revelado. No obstante lo tenía bien presente. Mi papá no era de hablar demasiado, ni en casa ni afuera. Era infrecuente que en las sobremesas dijera algo, y en general sus comentarios tenían que ver con informaciones o sucesos que leía en el diario. Y jamás le escuché una palabra malsonante. El viejo era parco pero de buen léxico. Y tenía valores firmes: era solidario con sus compañeros de trabajo, y en general, con los vecinos. Un buen tipo, digamos. A nosotros no nos levantaba la mano salvo que fuera estrictamente necesario. Esto, de nuevo, no se justifica de ningún modo, pero por aquellos años eso era ser piadoso. Tampoco lo vi cometer una injusticia grave. Y mi papá tenía una moto, una Norton de quinientos centímetros cúbicos, modelo mil nueve cuarenta y ocho. Era con la que iba a trabajar y en la que me llevaba a la escuela. Cada vez que pasábamos por la esquina y estaba el Manfloro en su sillón, mi papá aminoraba la marcha al pasar junto al vecino, lo miraba con cara feroz y le gritaba, en pleno rostro: "Viejo puto". Me miraba de soslayo, aceleraba y seguía el viaje. Jamás hizo otro comentario. Se ve que en su esquema esa acción bastaba para educarme por el sendero correcto, para llevarme por los caminos del bien. “Viejo puto”. Con eso daba un mensaje transparente, indicando que aquel camino no era admisible. Los mecanismos de control de mi mente infantil ya se ordenaban en función de evitar cualquier acción que pudiera equipararse a aquellas conductas típicas del “Viejo puto”. Así cumplía su deber de padre. Estaría orgulloso de ese accionar.

 

El Negro se interrumpió y quedó mirando la nada. Su narración me disparó recuerdos olvidados. Evoqué a mi prima hermana Pili, aquella a quien en mi casa se la mencionaba como "la kurve" ("puta", en íddish). Nunca supe bien por qué la prima era "kurve", pero al parecer había tenido la indecencia de ser madre soltera. Ese era el mundo en el que nos criaron. Al Negro y a mí. No existía la palabra "bullying" (esa que mis estudiantes castellanizan, inteligentemente, como "burling"). No existía filtro alguno para que personas como el papá del Negro y el mío propio –tan solidarias, tan buenas, tan decentes en otros aspectos de su vida– no sintieran ninguna necesidad de empatizar con personas tan despreciables como un "viejo puto" aunque fuera un pacífico vecino, o una "kurve" aunque fuera de la familia. El Negro retomó la palabra.

 

–Y ahora, llegando las Fiestas, me acordé de Severo y mi papá. Y entonces decidí tomarme en serio la frase que se usa en estas ocasiones, momentos de fin de ciclo, de año, esta arbitraria segmentación del tiempo –algo naturalmente indivisible– que hacemos los seres humanos. Creo que lo hacemos para acceder a la sensación de que es posible cerrar etapas, abandonar el pasado que rechazamos, porque no ha sido lo satisfactorio que uno quisiera, y así abrirse a una nueva época, en la que, por la magia del nuevo inicio, todas las posibilidades de éxito y felicidad estarán abiertas a nuestra voluntad.

–Sí, aquello de «año nuevo, vida nueva».

–Bien. Así que este año decidí plegarme a esa tendencia de una manera racional. Pero como yo a las cosas las hago en serio o no las hago, lo tomé con toda seriedad. Me puse a escarbar en mis recuerdos, y apareció el “Viejo puto”. Para qué lo habré hecho. Ahondé entre parientes y vecinos. ¿Y sabe qué descubrí?

–Evidentemente no.

–El Manflora era un hermano de mi papá.

–No diga.

–Como lo oye. Pero hay más. Jorge, así se llamaba, no había sido siempre así, y cuando digo “así” me refiero a que no siempre había sido abierta, ostensiblemente gay. En fin, como todos, alguna vez logró romper el temor, eso que se conoce como “salir del closet”. Pero antes no habrá sido fácil, antes en los dos sentidos: antes en el tiempo social, y antes en el tiempo individual de él. Porque en verdad había que ser muy macho por aquellos años para animarse a ser puto.

–Cierto.

–Se ve que el pobre había luchado contra eso, pero antes de declararse derrotado y asumirse con sus camisas floridas y sus grandes lentes de sol, probó incluso casarse. Y hasta tuvo un hijo. No tuvo mucha suerte: al parecer la esposa no lo soportó demasiado tiempo y se largó. Pero el bebé quedó ahí. Un tiempito. Los supuestos desbordes en la conducta de Jorge, el Manflora, reales o exagerados por los chismes de época, eran tan preocupantes para el resto de la familia que alguien decidió llevarse al niño para educarlo por la senda del bien. Eso fue después de darle una memorable paliza a Jorge entre los otros dos hermanos: me aseguraron que terminó en el Hospital.

–Qué espanto. ¿Y quién se llevó al bebé?

–Uno de los hermanos de Jorge.

–O sea ¿su tío Coco?

–No. El hermano que se llevó al niño no fue Coco.

–¿Entonces fue su padre?

–Parece.

–Pero yo creía que usted no tenía hermanos, solo hermanas.

–No tengo ningún hermano varón.

 

Y a continuación se levantó y con un gesto me invitó a irme. Ni siquiera me respondió el saludo.