Agujeros

Cuento premiado en la primera edición del concurso provincial Entre Orillas, en 2021.

 

Mientras el sol descendía entre dos silos enormes, Emanuel Medina aspiraba los asientos del Gol gris de su padre. Al terminar colgó un desodorante con forma de pino en el espejo retrovisor. Bajó del auto, abrió el baúl y acomodó una mochila en la que se leía “Flecha bus”. En su interior había dos pistolas y varias cajas de balas. Después condujo cuatro cuadras hasta la casa de la novia de Alejandro Larsen, un ex compañero de la escuela. Dejó el auto en marcha y caminó hacia una casa con un crespón en la puerta. Tocó el timbre. Lo atendió un chico pecoso, de nueve años. Medina preguntó por Larsen. El chico dijo que estaba jugando a la play mientras su hermana se cambiaba. Le pidió que lo llamara, que necesitaba hablar. El chico giró apenas el cuerpo y gritó “Ale”, como le decía a su cuñado. Larsen se acercó a la puerta. En el momento en que asomó la cabeza, Medina sacó una Magnum 44 de atrás de la espalda. Estiró la mano y disparó. El primer tiro impactó en el hombro izquierdo de Larsen. El segundo le dio de lleno en el pecho. Seguía vivo en el suelo. Sonreía como si las balas no le hicieran daño. Pasaron unos minutos para que se oyera la tercera detonación.

 

Un año después, en octubre del 2013, la Cámara Criminal de Entre Ríos condenó a Emanuel Medina a 25 años de prisión por el asesinato de Alejandro Larsen. Durante el juicio se habló de la personalidad afable de la víctima y de la conducta disociativa del asesino. De Medina supimos que tenía un trastorno de personalidad esquizoide. Eso explicaba los largos encierros en su cuarto, los días de caza en el medio del campo, junto a su único amigo, un tal Dittler. Además de la poca capacidad para expresar cariño a su madre. “Aplanamiento de la afectividad”, concluía informe psicológico. Pese al diagnóstico, lo encontraron responsable de sus actos. En otras palabras, Medina estaba en pleno conocimiento de que mataba algo.

De Larsen dijeron que era hijo único, buen jugador de fútbol y DJ en las fiestas de amigos. Un chico querido, pese a que se había acostado con casi todas las hijas, madres y hermanas del pueblo.

Durante la lectura de la sentencia, la madre del acusado, Maribel Medina, permaneció sentada en la parte trasera del recinto. Usaba una camisa marrón del mismo tono que las cortinas de la sala. Casi no se le veía la cara porque la tenía metida entre sus manos. Lloraba, eso seguro. En las primeras filas, estaban los padres de Larsen. Al finalizar el juicio, la madre, visiblemente empastillada, levantó las manos al aire, como en los cultos evangélicos, y pronunció una frase incomprensible.

Nunca olvidé la mirada de Emanuel Medina. Sus ojos negros idos de escena, a veces suspendidos entre los espacios vacíos de la sala que se empezaba a desalojar. Mechones de pelo pegados sobre la frente, como una estrella de rock después de un recital. Cejas apenas levantadas, en señal de asombro, como si viera algo. Y cuando los policías lo sacaron del estrado, más de uno pensó en Charles Manson.

El fin de semana posterior a la condena, en el diario me pidieron que escribiera para la revista “Nosotros” del domingo. El editor era un tipo gordo que evaluaba las buenas notas según el tránsito intestinal de sus lectores. “Escribí algo que todos quieran llevarse a leer al baño”,dijo. Los días siguientes repasé la sentencia y acomodé los hechos alrededor de los puntos en donde la vida de Larsen y Medina se empujaron hacia una oscuridad absoluta. Una fuerza los atraía como los agujeros negros lo hacen con la materia.

 

Escuela Nuestra Señora de Fátima. Foto grupal, cuarto grado, Alejandro Larsen y Emanuel Medina tienen ocho años. En la imagen Medina oculta la cara detrás de un compañero. Su cuerpo es delgado y lo sostienen unas piernas flacas a punto de quebrarse. El resto de los chicos son unos soldaditos alemanes a la espera de una medalla de honor.

Entre ellos está Larsen, un nene al que toda madre querría tener de hijo, ya sea por su belleza teutónica o por su padre, un sojero de mucha plata con fama de mujeriego. Larsen es simpático como su padre. La seño María Esther, una versión campestre de Valeria Mazza, lo hace participar en todos los actos escolares. Sale de Belgrano, San Martín o de caballero de la patria. Los ojos celestes de Larsen brillan bajo los flashes de Centurión, el único fotógrafo del pueblo. Emanuel Medina, en cambio, es hijo de un albañil. Le tocan siempre los papeles de velero, aguatero y los padres no gastan en fotografías porque a duras penas tienen para pagar la cuota de la escuela. Sin embargo, no es ahí donde las cosas comienzan a acelerarse hacia una oscuridad absoluta.

Es mediodía, la escuela está vacía. Medina y Larsenson los últimos en ser retirados. Esperan adentro del aula, sentados en sus bancos mientras la seño corrige la tarea en su escritorio. Para sorpresa de la maestra, a Larsen lo busca su papá. Cuando lo ve entrar, la seño María Esther se acomoda el pelo, se muerde los labios. Después pide a los chicos que salgan y cierren la puerta. La charla demora más de la cuenta. Los nenes trepan y espían por la ventana. Hay muchas versiones sobre lo que vieron ese día, ninguna fue escuchada durante el juicio.

Al otro díaLarsen acogota a Medina en un recreo. Luego lo obliga a comer tierra. Los días y años siguientes, Medina no quiere ir a la escuela y se recluye en su habitación. Juega solo o simplemente mira la pared. Los padres creen que tiene faringitis o un problema de amígdalas.

Al momento de la audiencia, la señorita María Esther es una mujer con sobrepeso de la que no se puede decir si es joven o vieja. A Medina le cuesta reconocerla. Tiene los tobillos anchos y la ayudan a sentarse en la silla. María Esther recuerda a Alejandro Larsen como un chico feliz, participativo, espontáneo, que tenía buena relación con sus pares. “Claramente eran muy distintos uno del otro. Medina era callado, retraído, un poco autista”, dice.

 

Durante el juicio, Medina declara que detrás de esa figura angelical de Larsense esconde una fuerza satánica. “Es casi igual a nosotros, pero con ojos rojos y piernas de carnero. Sus dedos son navajas capaces de cortar cualquier tipo de carne”, dice y muestra cicatrices blancas en el antebrazo. Esa clara alusión a la demonización de la víctima no ayuda en nada a la defensa. Fracasa la estrategia de cambiar la imagen de monstruo desquiciado.

Sabemos que al finalizar la primaria, en su cumpleaños número doce, Medina le pide a su madre una escopeta para cazar perdices o matar demonios.

¿Qué demonios?, le pregunta su madre

Medina mira la pared, no responde.

 

En el juicio presta testimonio el director técnico del Club Agrario. El hombre de ropa deportiva, anteojos cuadrados pequeños que flotan sobre un bigote ancho, destaca las cualidades de Larsen. Lo describe como un chico motivador, comprometido con el equipo. Recuerda que su “desempeño sobrenatural" les valió el título de campeones de la liga local. El entrenador dice conocer sólo de vista al chico Medina, a quien define poseedor de un físico empobrecido. Lo recuerda bichigiando las prácticas detrás del alambrado.  “Un día hizo como que tenía una escopeta ¡Pum! ¡Pum!”, dice el entrenador y su voz de fumador empedernido retumba en la sala. Varios de los presentes se llevan las manos a la boca.

El abogado defensor pregunta al testigo si el hecho al que alude sucedió antes o después de lo del “campito”. El entrenador responde que el único campito que conoce es el del Club Agrario.

 

Es la semana de la estudiantina. Los pasillos de la escuela secundaria están adornados con flores de papel. Las chicas comen poco para participar de la elección de reina. Los chicos se emborrachan alrededor del monumento a los colonos, en la plaza principal. Ese día Medina se interna en un campito cercano al pueblo. Lo acompaña su único amigo, Marcos Dittler. La idea es cazar, lo que sea, una liebre, cuises, cualquier cosa. No importa la presa sino el disparo final. El acecho requiere individuos pacientes. Ellos saben esperar, lo han hecho siempre. Desde la primaria, cuando rezaban para que un meteorito cayera y la onda expansiva destruyera el pueblo.

El testimonio de Mario Dittler reconstruye lo que sucedió ese día. Sin embargo, es desestimado. Lo consideran un delirio místico inducido por el aislamiento y el uso de drogas en entornos naturales.

Medina y su amigo Dittler arman un campamento cerca de un montecito. Llevan dos escopetas con perdigones, una carpa canadiense, porro, vino en caja y salamines picado grueso. El primer día esperan agachados detrás de un árbol. Descubren una liebre y disparan. Medina está en cuclillas. Observa al animal y le parece que suplica, que dice algo. Para Dittler la liebre está muerta y punto. Su pelaje, del mismo color que el de los pastizales, no se mueve, es como un pasto más. Su cuerpo flácido cuelga cuando lo toma de las orejas. Dittler cuenta que fue su abuelo quien le enseñó a despellejarlas.

Al anochecer, el campo deja atrás los silbidos de pájaros y se entra en un chillido de bichos. A Medina le encanta esa hora. Le dice a su amigo que siente paz. No sabe explicar por qué, tampoco intenta.

La noche los encuentra al costado de un fogón asando la liebre en una estaca hecha de palos. Tienen las caras encendidas por las llamas. Hablan y toman un poco de vino. Pasan el porro y tosen. En ese momento, las luces altas de una camioneta iluminan uno de los caminos. Una música electrónica, tipo de máquinas industriales, retumba entre los espinillos. Dittler reconoce enseguida la chata del flaco Bergman. La Ford Ranger se acerca hacia ellos y frena. El primero en bajar es Larsen. Tiene el torso desnudo, los pectorales salpicados de brillantina. Lleva puesto un casco que termina en cuernos de carnero. Los otros chicos, en total tres, también están disfrazados. Algunos tienen laureles como Nerón. Caminan tambaleándose como si pisaran piedras.

“Saluden al nuevo rey de la primavera”, grita Bergman y hace una reverencia. Después, baila iluminado por los faros de la camioneta. Se suman los otros chicos. Toman una cerveza detrás de otra. En lo más álgido de la música, Larsen tira al flaco Bergman sobre el capot de la chata. Lo sostiene de los hombros. El chico no muestra resistencia, parece un juego que han practicado antes. Le baja los pantalones y lo penetra. Después de unos movimientos violentos, eyacula y pega una especie de bufido ronco. Luego baila con el pito flácido. Camina hacia los dos bultos sentados alrededor del fuego. Le ofrece su pito a Medina. “Dale oveja triste, si a vos te gusta”, dice. En ese instante, Dittler dispara hacia los faros de la camioneta. El campo se oscurececomo si de pronto las estrellas cayeran del cielo. Larsen y sus amigos corren. Escondidos entre los pastizales, gritan como animales. Luego alguien enciende la camioneta. Ven unos cuerpos treparse a la parte de atrás de la chata. Risotadas, carcajadas desencajadas. Cuando menos lo esperan, la Ranger se pierde por el camino de tierra y vuelve el sonido de bichos y el crepitar de las ramas secas.

 

Al terminar la secundaria, Maribel Medina insiste mucho para que su hijo viaje a Bariloche. Asiste a las reuniones de padres y hasta recibe una mochila de “Flecha Bus” gratis para estudiantes de la “Promo”. Pero el día antes de firmar el contrato, Emanuel decide no viajar. Le dice que si lo obliga, se va a quedar en alguna montaña en el sur. La madre lo abraza. El chico, que es ahora un adolescente de dieciocho años, se queda duro como un poste. En ese momento, ella siente muchas ganas de llorar.

Por esa época Medina busca armas en internet. Encuentra una tienda de Paraná con nombre de pájaro silvestre y encarga su primera arma importante. La compra utilizando la plata del viaje que no hace y que su mamá le regala porque dice “sentir culpa”. Cuando termina la secundaria y empieza a trabajar de albañil, compra las otras.

En facebook, Emanuel mira las fotos del viaje a Bariloche de su curso. En una de las imágenes, típicas del Cerro Catedral, Larsen está rodeado por sus compañeros que llevan trajes para bajas temperaturas. Tiene el torso desnudo y la ropa enrollada en la cintura. Mira la cámara y sus ojos reflejan un brillo extraño. Todos los cuerpos emiten sombra sobre la nieve; el de Larsen, no.

 

En el estrado, un perito con cara de vendedor de repuesto de autos, despliega una breve historia del arma utilizada para matar a Larsen. Destaca que la Magnum 44 es el arma corta más potente. Aunque no es un calibre práctico, ya que por su elevadísima potencia necesita mucho entrenamiento. Mientras parece saborear un caramelo en la boca, el especialista resalta su capacidad destructiva. “Las balas tienen la punta parcialmente abierta o descubierta, esta característica permite fragmentarse en el interior del objeto al que impacta”, dice el hombre y simula ejecutar algo tirado en la mitad de la sala del juzgado. En ese momento, los presentes emiten un suspiro grupal que suena a mantra.

 A los aspectos técnicos le agrega un dato de color. “Es una munición fabricada originalmente por la artillería británica en sus instalaciones de DumDum, un barrio de Calcuta, la India”, dice.

 

Después de dispararle por tercera vez, Medina no sabe si es suficiente.Larsen parece vivo. Tiene los ojos abiertos como si mirara las estrellas. Medina camina hacia el Gol gris. Conduce por la avenida que lleva a la Ruta 12. El auto pasa por la YPF de entrada al pueblo. La ruta está vacía. Por casi dos horas maneja sin rumbo. En algunos tramos, las luces del coche iluminan a Larsen. Algunas veces aparece al costado del camino, a veces tiene forma humana. Pero muchas otras, lleva la máscara de carnero, el torso desnudo, todavía con brillantina, y las pezuñas clavadas en la tierra.

Medina acelera y cuando saca los pies del pedal está en la última ciudad que limita con la provincia de Corrientes. Deja el auto a dos cuadras de una terminal de ómnibus. Piensa en escapar al Paraguay. Compra dos boletos, para despistar a la policía o porque está confundido. Sube de nuevo al auto y maneja por un camino vecinal que conduce a la costa. Al rato está en el agua. Mueve las manos en un caldo oscuro. La luna se refleja sobre el río. Las islas parecen irse con la corriente. Medina flota como si fuera un camalote. Sale y busca refugio debajo de un sauce. Se queda dormido. Al rato se despierta. Siente que una mano lo acaricia. Piensa que es su madre, pero tiene el olor aLarsen. Luego cierra los ojos y todo se pone negro.