Cuestiones domésticas

Cuento premiado en la primera edición del concurso provincial Entre Orillas, en 2021.

 

Tenía veintiocho años cuando dejé la docencia universitaria para trabajar en una lavandería sobre calle Bavio. Pagaban poco, pero no requería mayores habilidades intelectuales. Me tranquilizaba el traqueteo constante de las máquinas, el sonido de las mangueras desagotando, el modo en el que las ropas giraban y se golpeaban unas sobre otras. Una clienta me entendía, aunque nunca hablábamos de eso. La mujer tenía dos chicos en pañales y contrataba a una niñera para venir a la lavandería. Nos sentábamos a mirar las máquinas. Cuando terminaba el proceso, doblábamos y metíamos la ropa en una bolsa. Me daba el dinero y se despedía. A los días volvía con más enteritos meados y salpicados de comida.

 El trabajo fue temporario hasta que dejé de escuchar las conversaciones entre las mascotas y sus dueños. Mientras duró, por precaución, colgué en la entrada un cartel grande. No se admiten perros ni gatos, decía.

 

En mis años de docente universitaria, pasaba muchas horas en reuniones de cátedra, sentada alrededor de una mesajunto a otros profesores. Actuábamoscomo jugadores de póker en un casino. Cada tanto mostrábamos un congreso, una ponencia o una publicación sólo para impresionar. La titular de cátedraera una mujer de sesenta años, doctorada en Ciencias Sociales. Tenía una hija a la que no veía yuna úlcera sangrante de estómago.

Claudio, el jefe de trabajos prácticos, me llevaba sólo un par de años, peroparecía más viejo. Usaba ropa de seminarista: pullover marrón escote en Vy camisas a tono. El único toque juvenil eran unas zapatillas converse azules. Hablaba poco y cuando lo hacía, se le veían unos dientes chiquitos como granos de arroz. Venía de una familia de alta alcurnia de Paraná. Sus padres habían muerto en un accidente de auto cuando tenía cinco años. Lo había criado una tía solterona. De todo eso nos habíamos enterado por Natalia, laprofesora adjunta de la cátedra. Claudio y Natalia habían estado juntos hasta que ella se fue a vivir a Buenos Aires.

El día que empezó todo, fue Claudio el de la idea de dedicar la tarde del sábado para corregir trabajos prácticos. Hasta dijo que no tenía problema en poner su casa.Me levanté y caminé hacia el ventanal del aula que daba a calle Rivadavia. Los lapachos estaban florecidos, la gente andaba en remeras de mangas cortas mientras adentro seguíamos como si fuera invierno.

 

La casa de Claudio quedaba en calle Mitre, pleno Parque Urquiza. Era de esas antiguas, estilo art noveau. Para llegar a la puerta principal había que subir una escalera que terminaba en un porche desde donde se veía el río. Di unos golpecitos cortos sobre un llamador de bronce conforma de muñón. Apreció Claudio y una perra entre las piernas. El animal gruñó. Él la tomó del collar y me dijo que entrara.Después se arrodilló en el suelo y la miró.

―Ya hablamos de esa actitud―le dijo.

La perra agachó la cabeza y apoyó el hocico sobre los pisos de madera.

La casa era más luminosa de lo que imaginaba. Las habitaciones eran amplias con grandes ventanales y techos altos lleno de detalles en yeso. Atravesamos un pasilloy después una cocina remodelada a nueva. Entramos aun jardín de invierno. Las paredes de vidrio daban a un fondo de árboles frutales.Nos sentamos en una mesa en donde estaban los trabajos prácticos, prolijamente apilados, algunos resaltadores y lapiceras de colores. Antes de empezar a corregir, Claudio me ofreció té. Yo era más del mate, pero a él le daba asco compartir la bombilla.

Mientras nos acomodábamos, hablamos de la perra. Ahí me enteré que era de raza bretón, que en realidad Natalia, su ex, la había traído antes de que muriera la tía Sofía. Pero cuando se separaron y Natise fue a vivir a un departamento en pleno centro porteño, ni pensó en llevársela. Así que ahora era de él. Mientras hablaba de la perra, se lo notaba distendido, menos nervioso que en las reuniones de cátedra. Le quedaba mejor ese aspecto relajado que el de seminarista arrepentido.

Estuvimos enroscados en los trabajos prácticos durante dos horas. Hicimos chistes sobre los estudiantes y sus respuestas desastrosas. Después, en medio de un silencio, le pregunté si hablaba con Natalia o si la había vuelto a ver.

―Nos mensajeamos cada tanto, más que nada porque le siguen llegando cosas a esta casa―dijo.

A Natalia la conocía desde tercer año. Nunca fuimos amigas, habíamos cursado algunas materias juntas, pero ella se recibió antes con una tesis elogiada en el ámbito académico. A diferencia de Claudio, a ella la solía encontrar en presentaciones de libros y muestras. Tenía amigos pintores y músicos. Pero siempre iba sola. Daba vueltas un rato, tomaba unas cervezas y desaparecía.Solo en la facultad se los veía juntos.  Algunas veces tomaban caféen un círculo pequeño de viejos profesores. Hasta que pasó lo de Tucumán. Se rumoreaba que Natalia había desaparecido en medio de un congreso, que abandonó una ponencia para irse a Amaicha del Valle. Mencionaban a un fotógrafo medio hippie que trabajaba para una revista de viajes. Alos días de su regreso, renunció al cargo de profesora adjuntay seinstaló en Buenos Aires. Claudio siguió yendo a clases y a las reuniones de cátedra como si no hubiera sucedido gran cosa, como si Natalia nunca hubiera existido.

 

Entre algunos descansos de las correcciones, Claudiome contó de su tía y la demencia senil.El deterioro fue abrupto, dijo. En esos días la encontraban desnuda en el living, hablando con la perra. Después se miró las manos, como si viera algo a través de ellas. Entonces me confesó que sabía por qué Natalialo había dejado. Contó que después de la muerte de su tía, él se apegó mucho a la perra. Discutían porquedormía en su habitación. Al principio estaba a un costado de la cama, después entre ellos. Eso terminó distanciándolos. Sentí pena. Era evidente que desconocía la versión del fotógrafo, tampoco se la iba a contar. Cuando terminó de hablar, le mencioné algo sobre los tiempos cumplidos en las parejas, las dificultades de tener una relación estable, de congeniar y compartir.

Comenzó a anochecer. El sol dibujaba sombras extrañas en las paredes, como si las ramas fueran garras. Quedaban los últimos trabajos para corregir. Entonces Claudio sugirió que termináramos en la cocina. Cuando nos acomodamos, fue a la heladera y sacó dos Coronas. 

―Me las estaba guardando para más tarde, pero vamos a sacrificarlas―dijo y me extendió una.

Puso su cerveza en un vaso y tomó un trago largo. Yo bebí directo del pico. Corregimos un rato más hasta que oscureció por completo. En ese momento escuché una especie de zapateo sobre el piso de madera. Claudio dijo que era la perra, tenía las uñas largas, de alguna forma había perdido el instinto de limarlas. La perra se acercó a la mesa. Él le indicó que subiera a su falda y ella saltó.

―Es una buena compañera―dijo mientras la acariciaba.

Claudio habló sobre lo bien que se llevaban, las cosas que les gustaban hacer, las caminatas por el parque, hasta las series que miraban. Después le dio un beso en el hocico y la bajó. La perra se quedó sentada en el suelo, al costado de la silla de Claudio. Nos miraba. Terminamos de corregir con dos cervezas más. Estabamareada y sentía la lengua pastosa. Por eso quizás me animé a comentarle lo del intercambio docente.

―Ayer me llegó un mail del Grupo Montevideo. Nos invitan a participar en un intercambio por una semana. Estaría bueno, podemos hacer un proyecto―le dije.

Claudio se quedó callado. Después dijo que lo iba a pensar, que hacía años no viajaba. Buscó otra cerveza y brindamos.

―Por Montevideo― dijimos al mismo tiempo y nos reímos.

La perra levantó la vista cuando chocaron la botella y el vaso. Claudio estaba borracho y pidió una pizza. Insistió para que me quedara. Mientras esperábamos, tomamos otras cervezas calientes, no habían alcanzado a enfriarse. Hablamos de los “toc” de solteros. Compartíamos modos de ordenar libros en la biblioteca, doblar ropay guardar comida en bolsas ziplocen la heladera. Nos reíamos de nuestras manías y de lo difícil que sería compartir la vida con alguien más. En eso tocaron el timbre. Eran las pizzas. Claudio se levantó.

La perra estaba en el suelo. Ni bien lo vio salir, saltó a la silla. Estábamos cara a cara. Era una bretona muy linda. Ojos grandes acaramelados, el pelo brilloso color chocolate manchado de blanco. Quise acariciarla, pero me retiró la mano con el hocico.  En un movimiento inesperado, levantó la pata y me clavó las uñas en la mano.

―Gritás y te la arranco de un mordiscón―me dijo hundiéndome las uñas.

Quedé paralizada, no podía respirar, menos hablar.

―Claudio es muy sensible. Sufrió mucho― dijo y pude verle los dientes blancos, perfectos, hasta parecía que se los hubieran cepillado.

En ese momento, entró Claudio. Llevaba una pizza en los brazos. Tenía la cara de un chico a punto de iniciar su cumpleaños. La perra saltó al suelo. Me salían gotitas de sangre de unos puntos morados. Escondí la mano debajo de la mesa. Junté mis cosas temblando. Le pedí disculpas, dijeque la cerveza se me había subido a la cabeza y que no quería hacer un espectáculo en su casa. Él insistió para que me quedara. Después amagó en llamar un taxi. Pero le respondí que quería tomar aire, caminar por el rosedal antes de volver a casa.

Nos despedimos en la puerta. Creo que la perra estaba entre sus piernas. Mientras me alejaba, pude escuchar como conversaban. Nada trascendental, cuestionesdomésticas, del tipo qué vemos hoyen la tele, qué hacemos el domingo a la mañana. Cuando llegué al rosedal había muchos chicos tirados en el pasto, tomaban cervezas y escuchaban la música que venía de los parlantes de algún auto. Me quedé un rato ahí, metida entre la gente, atontada por el ruido.