Diez inviernos

 De El lugar en el que estoy cayendo (Editorial Municipal de Rosario, 2022).

 

La ruta, ese día, amanece cubierta de charcos y rocío congelado. Ahora la reconstruyeron, pero hace diez inviernos, no era una autopista. Era ripio. La moto ―negra y azul metalizado― avanza y hace volar piedritas por el aire. Algunas le rozan el jean y los tobillos, y eso emociona a Mick. Aprieta el acelerador, deja que el viento le pegue de lleno en la cara, y corre una carrera contra motos imaginarias, contra el frío, contra el vacío plateado del aire. De un tirón atraviesa la mañana y la enciende, como una inyección de luz. Después, se aleja en dirección al norte, y va tan rápido que nunca vuelvo a verlo.

 

            Los meses que siguen, mis amigas tocan el timbre de mi casa todos los días. Llegan con chocolates y licores escondidos en las mochilas y los abrigos. Me ayudan a falsificar tareas, a aprobar exámenes. Aunque apenas les preste atención, están siempre listas para arreglarme el pelo, pintarme las uñas, poner música y recordarme lo hermosa y deseable que soy, la increíble cantidad de oportunidades que tengo por delante. Yo nunca antes había pensado en eso. También mamá me abraza con fuerza varias veces a lo largo del día, y me repite que todo va a estar bien.

            Cuando esto pasó, Mick tenía veinte, y yo diecisiete. Habíamos vivido uno al lado del otro más de la mitad de mi vida. Nueve años. Su casa tenía dos pisos, él dormía en la planta alta así que, desde mi cuarto, tirada en la cama, yo podía ver pasar su cabeza y sus hombros flotando por la ventana del pasillo y de su habitación.

            Él transcribía letras de canciones en hojas A4 con marcadores, y las dejaba pegadas al vidrio:

Riders on the storm
Into this house we’re born
Into this world we’re thrown

O,
I saw a newborn baby with wild wolves
/ all around it
I saw a highway of diamonds
/ with nobody on it

            Yo no entendía inglés, y respondía con hojas pintadas de colores. Cuadrados azules, verdes, rosas. ¿Sos tarada? me preguntaba cuando los veía, y se reía. Los dos nos reíamos.

            Mick quería armar su propia moto en el garage. Parte por parte. Había intercambiado mails con unos españoles que lo habían hecho, y que aconsejaban la moto como estilo de vida. Yo volvía de la escuela, entraba a su casa por el garage, y almorzaba sánguches sentada en el piso, entre herramientas engrasadas y pedazos de la carcasa y el motor. Parecía un secreto, algo ilegal.

            El techo era de chapa verde, y cuando el sol le daba de lleno, nos convertía en peces ocultos en el fondo de un estanque. Mick y yo poníamos música, cerrábamos la puerta, y dejábamos que ahí afuera el resto del mundo reventara. Disfrutábamos, por un rato, nuestra nueva naturaleza de pez.

            A veces, Alicia y Guido entraban a mirar. Paseaban la vista por los pedazos de metal desparramados, los restos de comida y gaseosa caliente. No se quedaban mucho tiempo. Ella era una mujer suave, de colores pastel. Cuando se reía se tapaba la boca con una mano y miraba el techo hasta que la risa se le pasara. Él era cordobés y su trabajo era hacer y mantener enormes represas de agua. Por eso se habían mudado a la ciudad, para que Guido ayudara a controlar las grietas que abría el río en la represa, a lo largo y a lo ancho de sus enormes paredes de hormigón. Pero a Mick y a mí eso no nos importaba.

            Nos importaba la música que solo nosotros escuchábamos, nos importaba irnos de ese pueblo de mierda, como lo llamábamos. Nos importaba dejarnos mensajes cifrados. Nos importaba pasarnos las tardes en el garage, desafiando la monotonía cósmica y hablando mal de los demás. El futuro era un lago celeste de agua congelada, y nosotros, máquinas rompehielos.

            A veces, cuando me despierto a mitad de la noche, imagino mi antigua habitación. La veo exactamente igual que antes, cuando todavía era mía, pero ahora hay chicos, o viejos, mirando la ventana vacía de Mick y fumando a escondidas. ¿En qué pensás?, me pregunta mi novio si me encuentra despierta, ¿en dónde estás?

 

Estoy al comienzo del invierno, diez años atrás. Mick y yo llevamos algunos meses alejados. Es mi último año de secundaria, voy a irme a vivir a otra ciudad apenas me gradúe. Y Mick no va a irse. No terminó de rendir sus últimas materias, y hasta que no lo haga, Guido no le permite hacer nada que no sea trabajar. Así que Mick trabaja en un quiosco, llevó su moto a un taller para afinar detalles y ya está lista, y apenas me habla cuando me ve. No me preocupa. Todas las noches miro el recuadro de luz amarilla de su ventana, y sé que Mick duerme a pocos metros de distancia.

            Una madrugada me despierto, sobresaltada, segura de que se me hace muy tarde para entrar a la escuela. La casa, a oscuras, cuelga de un hilo. Entro a la ducha, y recién entonces termino de caer en la cuenta: todavía falta mucho para la hora de levantarme. Mi mamá golpea la puerta del baño, quiere saber si estoy bien. Le digo que me confundí, ella entra y me ayuda a envolverme en la toalla. Hace años que no te pasaba, dice, y me sonríe semidormida adentro de una nube de vapor. Me acompaña otra vez a mi cama, acomoda la toalla entre la almohada y mi pelo mojado, y se va.

            Cuando llega la verdadera hora de levantarme, me quedo dormida. Así que salgo de mi casa media hora tarde, y en la vereda, saliendo de la suya, está Mick. Esta es su última mañana, pero él no lo sabe. Esta es la última vez que nos vemos, y me pregunto si Mick repara en mi pelo apelmazado y húmedo, en mi cara de dormida. Él me parece más alto, o más acostumbrado a cargar con la elegancia torpe de la gente alta. Y justo antes de doblar en la esquina, me sonríe y me hace fuck you, como si supiera lo que está a punto de pasar. También lo escucho decirme algo, pero no llego a entender qué.

            Es extraño. A veces, ese día, no voy a la escuela. Mi papá no va a buscarme a media mañana, pálido, y no intenta por un buen rato decirme algo que no sabe cómo decir. No vuelvo a mi casa en silencio, con los oídos tapados y la sensación de llevar muchísimo tiempo despierta, absorbiendo cada detalle de un mundo nuevo e hiperreal.

            No. A veces me planto frente a Mick, y nos las ingeniamos para volver a entrar a su casa sin que Guido y Alicia nos descubran. O le quito las llaves de su moto, y salgo corriendo. O aparece un perro caminando por la calle, y lo seguimos para ver adónde va. A veces un gran operativo policial sale de la nada, ilumina por un momento la cuadra de azul y rojo, y desaparece. Nosotros dedicamos el resto de la mañana a averiguar algo al respecto. Otras veces me quita la mochila, y soy yo la que corre hasta la plaza detrás de él. La historia cambia un poco cada vez.

 

En adelante hay una mudanza, una ciudad desconocida. Mi antigua casa se vacía, se limpia, se pinta de blanco y se llena con una familia nueva. Guido y Alicia también desarman su casa y su garage. ¿Quiénes viven ahí ahora? Después de preguntarme en qué pienso, mi novio se duerme rápido y profundo, y la noche sigue su curso.

            Nunca le cuento del sueño en el que la nieve cubre todo con dulzura e insistencia, y no me deja caminar. Estoy otra vez en el garage, pero el paisaje es irreconocible. Ya no hay signos humanos.

            O de ese en el que las flores salen de todas partes, y se siente como caminar sobre algo que respira, sobre la piel de un animal mitológico. Mick también está ahí, lo saludo y me dice: no te muevas más o vas a desaparecer.

            Durante el día, no pienso en esos sueños. Tampoco en Guido y Alicia, ni en mi antigua casa, ni en motos azules, ni en el garage. Por eso la tarde en la que, en la calle, alguien me tocó la espalda, tardé unos segundos en reaccionar. Era Alicia. Sonriente, con algunas bolsas en la mano, haciendo compras en el centro de mi ciudad. Me abrazó y me dijo que le daba tanto gusto verme, que siempre se acordaba de mí. Hacía años que no la veía. Ahora era una mujer en colores fríos: blanco, plateado, gris.

            Me invitó a cenar con ella y Guido esa misma noche en su hotel. En la entrada al comedor había un cartel que anunciaba “El salón de los espejos”. Los techos y las ventanas eran altos, mesas con manteles color crema rodeaban una pista de baile, y a un costado había un piano de cola. Guido insistió durante toda la cena con que Alicia fuera a tocar. Yo no sabía que ella tocaba el piano.

            ―Yo voy a tocar el piano el día que uses los audífonos, Guido. 

            Y Guido alzaba los hombros, y se quedaba mirando algo entre las mesas. Prefería el sonido atmosférico interior, que solo abandonaba de a ratos para hablar de los 60.000 mililitros de agua que la represa dejaba pasar por segundo, de sus paredes de 69 metros de alto, y de su millón y medio de metros cúbicos de hormigón.

Respondía a todo lo demás con medias sonrisas y movimientos de cabeza. Se había convertido en una roca, en algún tipo de mineral atrincherado. Ah, pero si Alicia tocara el piano, él podría escucharla perfectamente. 

            Alicia me habló sobre su nueva casa, sus viajes por México y Estados Unidos. Cuando mencionaba a Mick lo hacía con mucha naturalidad, pero no le decía Mick, le decía Migue, o Miguel. Mick sonaba como uno de esos nombres mal pronunciados por un chico.

Una palabra nueva y delicada, con algo parecido a la capacidad de absorber: absorber luz, sonido, emoción.

De todas formas, hablamos de Mick.

Hablamos de su banda, de la música que le gustaba. De su moto y de algunos de sus amigos. De la vez que me lo encontré en un recital en el parque, y el guitarrista y el cantante eran conocidos suyos. Todavía era verano, nos transpiraba la frente. A Mick lo habían invitado a pasar al costado del escenario, y me invitó a ir con él. Un rato más tarde, a la mitad del mejor tema, se largó a llover. La banda, Mick y yo corrimos hasta una combi blanca llena de cables y fundas de instrumentos.

            Desde la mesa del salón, podía ver la estampida de familias con sillones, de músicos poniendo a resguardo guitarras eléctricas, de nenes desorientados que no encontraban a sus papás. También a Mick apretando el pico de una botella de cerveza con un dedo para que no rebalsara la espuma. Alicia, volcada hacia su película interior, escuchaba y se reía con los ojos apenas abiertos. Dos canales finos, que reaccionaban a mi voz como las cuerdas de una marioneta. Y de qué más te acordás, quiso saber. Y yo seguí hablando, aunque mis recuerdos nadaran en el derrumbe. Tenía la cabeza, las manos, las piernas, los pies, el cuerpo entero lleno de agua.

            A las doce en punto una bola de espejos bajó desde el techo, en el centro del salón. Pusieron música, y Guido, que llevaba un rato largo sin intervenir, nos invitó a mí y a Alicia a bailar. Ella se negó, porque nadie más en el salón se había parado. Pero Guido sonrió y se señaló la boca: no te escucho, dijo sin hablar. Movió los hombros al ritmo de la música, se levantó de su silla y le dio la mano con una mezcla de ligereza y provocación que me pareció reconocer de otra vida, y que había olvidado.

            Y a partir de entonces, esto es en lo que pienso cuando mi novio vuelve a dormirse, la casa descansa, la calle está a oscuras, y yo sigo despierta:
            Guido y Alicia bailan abrazados, en el centro del salón. El aire a su alrededor es liviano, él tiene los ojos cerrados, ella le acaricia la nuca. La luz tiñe de plata sus frentes y narices. La gente abandona sus mesas, deja los platos a la mitad, y también se para a bailar. Mueven las piernas, estiran los brazos, se ríen y dan vueltas como chicos. Guido y Alicia, en cambio, se deslizan serenos, en los bordes de un ritmo interior. Ella le dice algo al oído, él sonríe, la hace girar. Después, miran de reojo a una pareja de extranjeros que baila a un costado suyo con gestos sensuales y exagerados.

            Casi puedo escuchar a Guido burlándose más tarde, cuando estén solos, pero por ahora se mueven perfectamente a la par, como si estuvieran mostrándoles cómo se baila. Los extranjeros los observan sin captar el mínimo desafío ni las miradas cómplices. Incluso parece que intentan acercarse y charlar. Sin decidirme a bailar ni a quedarme sola en la mesa, me mezclo entre la gente. La música es una materia suave, se arremolina y me acaricia la cara como los brazos de una medusa. Alicia me ve y hace señas. Cuando me acerco a ellos, el extranjero, el hombre más alto y blanco del salón, me agarra una mano y me hace girar. Me toma por sorpresa, pero le sigo el juego y lo hago girar yo a él mientras su esposa aplaude.

            Alicia se ríe, Guido también. Es una risa simple, un reflejo. Como lagrimear por el viento en la cara, o estornudar. Guido y Alicia se ríen de un gesto pequeño, se dejan llevar por la música, bailan. Y por un rato seguimos así, ellos, la pareja de extranjeros, la gente que baila alrededor nuestro y yo. Como un sueño del que me despierto y retengo solo las últimas palabras.