A la sombra de MAF

A la Sombra de Miguel Ángel Federik

9 de mayo, 2016.

 

 

Semblanza. Nació en 1951, entre el río Gualeguay y el arroyo Villaguay. Ama la literatura y es autor de La estatura de la Sed, Fuegos del bien amar y De cuerpo impar.

 

Como un árbol, Miguel Ángel Federik sigue creciendo. Al extenso y frutoso currículo vitae le florecen nuevas apariciones de gajos, ramas y vetas por explorar. Tiene vivencias con Juan Laurentino Ortiz, Atahualpa Yupanqui y Jorge Luis Borges. Amigo de músicos como Aníbal Sampayo, Víctor Velázquez y Linares Cardozo.

            Maf, como firma sus escritos, nació el 17 de noviembre de 1951, entre el Río Gualeguay y el arroyo Villaguay, donde echó raíces. Es hijo de Miguel Ángel Marcelo Federik y de Neli Schiava de Batistta. Actualmente vive con María, sus asuntos profesionales de la abogacía y los lenguajes. De él conservo la frase: “vivimos frente a todos los lenguajes”. También llegué a leer al poeta Wallas Stevens y Yannis Ritsos por su recomendación, cómo a escuchar Quand on a que l´amour de Jacques Brel. “Con esa canción lloraba cuando tenía 20 años”, confesó.

 

Nos encontramos allí, en su casa, en la esquina de 9 de julio y Balcarce. Sonó la aldaba. Abre la puerta el poeta, ya canoso y de barba prolija. Escucho que me dice que pase y acompaña el pedido con su metro noventa y el gesto de todo su brazo como un torero. Nos damos la mano y un abrazo; parecía que abrazaba un árbol. Pide sentarse en la mesa. Allí algunos libros, no son los suyos.

 

Comienzo a nombrar los que él ha publicado:

La estatura de la Sed (1971)

Los sepulcros vencidos (1974)

Fuegos del bien amar (1986)

Una liturgia para némesis (1992, Premio Fray Mocho)

De cuerpo impar (2001)

Imaginario de Santa Ana (2004)

Niña del desierto y otros poemas (2010)

 

Él asiente con la cabeza. Me dice que espere mientras se para y se va de la mesa. Regresa con sus libros, esos sí son los suyos. Mientras los ojeo, pregunto:

 

 ¿Cuándo empezaste a escribir poesía?

—Según lo que recuerdo, comencé a escribir en la etapa del colegio secundario. Tendría, 15, 16, 17 años. Tengo esos primeros cuadernos. Que, como corresponde, eran de temas amatorios, por cierto, y, además,  imitaciones de aquellos libros que yo encontraba en la biblioteca de mi madre.

 

—¿Cómo definirías la poesía?

—Para  mí es una necesidad imprescindible, vital, yo escribo por necesidad sin otra condición ni destino que responder a ese deseo interior. Para mí escribir es vivir.

 

¿Para quién escribís?

—Escribo, en primer lugar, para leer aquello que no he encontrado en los tantos poetas que he leído de mi país y de otros países, de mi lengua y de otras lenguas. Y también para dar una especie de testimonio, que no es nostalgia, ni es historia, ni nada. Dar testimonio de mi vida, de mi palabra en un lugar determinado y en una vida que elegí. Que fue quedarme acá, a orillas del  Gualeguay, en el medio de Entre Ríos.

 

¿Cuáles fueron tus maestros?

—Siempre he tenido maestros vivos y aconsejo tener siempre maestros vivos. Mi primer maestro vivo, diría, fue cuando salgo de Entre Ríos y me voy a estudiar a Santa Fe, fue Lermo Rafael Balbis (1931-1988). Poeta santafesino de los grandes, que fue el primero que me enseñó a leer en lenguas. Con Lermo, y los amigos de Lermo, leíamos en italiano, en inglés. Nos hacíamos leer con otros estudiantes en griego o en alemán. Me enseñó a leer en lenguas y a conocer los poemas esenciales de mi época y mi tiempo, sobre poetas reconocidos en otras lenguas y en su idioma original. Después de pasar esa etapa santafesina, el otro fue, sin lugar a dudas, Juan L. Ortiz, a quien visitaba en su casa. Viviendo en Santa Fe, era cruzar el túnel en colectivo. Más que hablar con Juanele yo lo escuchaba. Y él tenía por mí un delicado afecto, como yo era de Villaguay y él también vivió en Villaguay. Nuestras conversaciones comenzaban por ahí y terminábamos leyendo a quien Juanele quisiera y yo escuchando, nada más que escuchando, que era suficiente.

 

¿Y de qué te hablaba?

—Juanele leía sus poemas como una especie de jazz. Es decir, comenzaba a leer sus poemas y luego paraba y hacía explicaciones. Y si ese poema tenía que ver con nuestra zona de Villaguay, él me preguntaba por los lugares, las personas, por los sitios, si los conocía. Eso eran los inicios de las conversaciones, a medida que nuestra amistad creció fue distinto. Con él leíamos la literatura guaraní, editada por Joaquín Mortiz, en México. Leímos la poesía precolombina del Perú, junto a los poetas que él quería.

 

¿Hay algo de Juanele que todavía no se dijo?

—Habría que hablar un poco más de sus traducciones. En primer lugar, porque los poetas traductores no son comunes. Del tamaño de Juanele, que sean traductores, son muy pocos. La traducción que él hace de Yannis Ritsos (1909-1990), para la revista Cachimba, de Rosario, se hace al castellano antes que aparezca traducido en España. Una modestia labor de provincia, un librito que se llama La Ventana. Y otras que hacía como parte de su aprendizaje. En primer lugar, en sus años de formación en Gualeguay, con Mastronardi, ya estaba Emilio Berisso, que también era de Gualeguay y había traducido. Entonces, en una provincia casi isla, Juanele tenía el privilegio de tener en su Gualeguay  traductores directos del inglés y del francés, de poetas tan importantes. Sobre todo porque como simbolista, Juanele, es de los simbolistas menores. No es el caso de Mastronardi (1901-1976) que pretende ser un alumno de Valéry.

 

—Hablando de poetas traductores, también me has comentado que tuviste charlas con Borges, si bien él también escribe de forma de narrativa. 

—Él tiene la traducción de Walt Whitman, Hojas de Hierba. Él conocía las lenguas escandinavas, a él le gustaba citar permanentemente las  traducciones. Lo que sí me enseñaban poetas de este tamaño era tener el conocimiento de lenguas. Tener el conocimiento de lenguas como propio del oficio del poeta. Luego lo leí en términos explícitos: “nadie es tan ignorante para no saber las veinte palabras que conforman un poema esencial en otra lengua”.

 

—En este oficio de poeta, me decías, estás trabajando en la confección de un libro para Eduner (Editorial de la Universidad Nacional de Entre Ríos), que sería trilingüe. Decime un poco más de qué se trata.

—Es una antología del Río Uruguay. En primer lugar porque, digamos, la costumbre de las antologías regionales, nacionales o provinciales, en definitiva, definen ámbitos culturales por fronteras políticas. Cosa que de ninguna manera es verdad. A diferencia, o a la manera, si se quiere, de muchos Estados Europeos, nuestras fronteras políticas están llenas de maneras culturales diferentes, de lenguas precolombinas diferentes, de imaginarios y resonancias y de toponimias, de leyendas y de dioses distintos. En consecuencia, una antología de poesía argentina donde cabe un mendocino, un salteño, un entrerriano y un patagónico, no responde a un estrato cultural subyacente, son circunscripciones políticas. Por lo cual, ese tipo de antologías poéticas son más bien como antologías políticas, en términos geográficos. Entonces, tomar la idea del Río Uruguay con sus afluentes es tomar un corte distinto. Sabemos que las grandes civilizaciones han crecido a la orilla de los grandes ríos. Y el Uruguay es un gran río. Conforma toda un área cultural donde subyace lo guaranítico, no solo en su toponimia, sus canciones. El hombre de río tiene su psicología particular, sus canciones son distintas que la del hombre de la montaña o que la del hombre del desierto, o la del hombre que vive en condiciones de viento, como en la Patagonia. No pueden tener los poetas patagónicos presentes la ausencia del viento. Para un poeta entrerriano eso es casi una figura literaria; para ellos una cosa viva, constante. Además de corrientes dentro de su propia lengua. En este caso la poesía trilingüe, porque también se recupera la poesía brasileña que vive en la orilla del Uruguay, porque él nace allá. Nace como un gran arcoíris al lado del atlántico y se mete dentro del continente para hermanarse con el Paraná y terminar en el río de La Plata. Todo ese ámbito es un ámbito muy rico de historias, de batallas, de la conformación de los Estados, de imaginarios. Pero bajo sobre todo eso está la cultura guaranítica, por sí misma. Pero también la cultura guaranítica y todo lo que implicó el imperio jesuítico dentro de los Virreinatos del Río de La Plata. El imperio jesuítico era un imperio aparte, por eso los echan.

 

—Si bien ya podemos inferir una respuesta en cuanto a lo que has dicho del oficio del poeta, ¿cuál sería ese oficio del poeta?

—En primer lugar, abría que sacarle la responsabilidad de otras ciencias y dejarlo que trabaje con la lengua. Porque el poeta es un artífice interior de su lengua. Las lenguas, después de que pasan grandes poetas, dejan de ser las mismas. Pasa un gran poeta y esa lengua cambia de sonido, de fronteras de conciencia y de intelección de mundo. Pedro Salinas decía, “todo el mundo quiere ser poesía, todo el mundo quiere ser palabra”, es decir, todas las cosas quieren ser nombradas. Estos poetas que estoy nombrando han tenido esa alegría de nombrar las cosas como por primera vez. Que no era verdad que las nombraban por primera vez. Lo que sí es verdad, por primera vez, es que su lengua es distinta después de ese gran poeta.

 

— ¿Tenes algún método para escribir?

—No. Lo que sí, hace por lo menos 25 o 30 años tengo una conducta de escribir todos los días. Escribo, ya sea preocupándome en la respuesta de un correo electrónico de un amigo. Escribo pequeños ensayos, me meto en otros ensayos que estoy trabajando o vuelvo a los poemas. Pero mi alegría interior es el momento de sentarme en la máquina y sé que tengo un poema sin terminar, eso me da una profunda alegría. Entonces, ahí trabajo con alegría. Y si no trabajo todas las noches escribiendo, escribiendo, escribiendo, que es como sacarle punta al lápiz todas las noches para ver si un día escribe bien.

 

—No quiero quedarme en lo mercantil de qué es lo que te cuesta más, ¿el principio o el final?

—El principio siempre es fácil. Sin ser aquel tópico y conocido de que “el primer verso es una donación de los dioses”. El primer verso, ese primer impulso, es como que nace solo. Lo que sí sé es que hay que tener cuidado con ese primer impulso. Porque la lengua se gobierna por sí misma. Ella hace lo que quiere, independientemente de uno. Entonces, a ese primer verso. Porque yo parto de versos, no parto de ideas, ejemplo: voy a escribir un poema sobre tal cosa como si estuviera escribiendo un ensayo. El verso sale por donde quiera salir que luego me las tengo que arreglar y ver con él. El principio es fácil, el tema es lograr la resolución final que tampoco sé. Yo no sé dónde va a terminar el poema cuando comienzo. Es decir, es muy difícil, no recuerdo haber empezado un poema por el final. Lo que sí trato, y esto es una voluntad estética, es que los finales tengan un cierre de alguna potencia, como que no queden deshilados. Salvo cuando lo quiero hacer. En Imaginario de Santa Ana es un poema de principio a fin; es un solo poema, si se quiere, donde yo sé dónde cierra, voy diciendo finales provisorios hasta que donde quise que fuera el final. Pero bueno, lo de quise que fuera el final quizás puede ser lo más artificial del libro mientras todo lo otro fue natural, real, pulsional.

 

—¿Sugerís, orientás, aconsejás a otros escritores?

—Sí. No solo a más jóvenes, sino que a más viejos también. Porque yo tuve la posibilidad de escuchar inéditos de Juanele, en esa confianza amistosa y casi secreta de los dos en su living, con los gatos, decíamos: “y si hubiésemos dicho”. Cuando Gustavo García Saraví (1920-1994), un gran poeta platense, con el cual viví muchos años de mi vida, y que también es uno de los grandes maestros vivos, viví con él en España y en París. Gustavo no tenía ningún problema de poner sus poemas inéditos frente a mí y decirme “qué te parece chiquito”, porque me decía chiquito. Sobre todo sus sonetos, porque él es un sonetista natural. Hay sonetistas artificiales y sonetistas naturales. Ahí era fácil. Cada vez que hay un módulo, una técnica, donde el cambio de una palabra cambiaba el acento, y eso podía generar un sentido, una musicalidad o un cierre. Yo lo hago con la prudencia de preguntar si está inédito. Si está edito ya está listo. Si es inédito yo meto mano. Pero yo también someto los míos a los otros. Uno a veces se enamora de cierto tipo de retórica. Yo nunca me enamoro de una retórica. Soy un poeta que en cada libro he modificado mi retórica. Hay otros que no. Hay poetas que son de un solo libro, de una sola retórica. Dentro de un libro hay muchos libros. Y hay quienes se enamoran de su misma retórica y en definitiva terminan escribiendo el mismo poema. Entonces, salirse de la retórica es arriesgarse. Y arriesgar el límite me parece una buena costumbre y la más natural de las costumbres.  Porque ahí te dejas llevar por las inclinaciones naturales y culturales, pero también por las épocas, por las lecturas, por tiempos vitales y geográficos. No enamorarse de una retórica es lo mejor que le puede pasar a un poeta.

 

—¿Cuál es el móvil que te impele a escribir?

—Quiero leer ese poema que no está escrito. Quiero leerlo y me lo escribo para mí. Trato ese acto de conocimiento que es el poema, porque sé por dónde comienzo, pero no sé por dónde termina. En consecuencia, en ese viaje me he modificado y me he conocido y he llegado a un lugar que no lo tenía al principio. Ahí es la poesía como vía de conocimiento. Uno también escribe para ser publicado en libros y un libro implica desde el origen un destinatario, un otro. Otro que es imaginario. No escribo para lectores reales. Escribo siempre para ese lector imaginario, que pienso puede causarle o contarle emociones o sensaciones o visiones diferentes.  Provocarle un ámbito y nada más.  Cosa que puede ser muy humilde o tremendamente soberbia.

 

—Ya que las nombras, ¿cómo es tu relación con las editoriales?

Mi primer libro se edita en 1971 Castellvi, que es una de las editoriales más importantes del interior del país. Tan importante que me llamaban y me decían que tenía que salir en radios y diarios, eso hacía la editorial Castellvi. Había un caballero, desconocido en la galaxia Gutenberg de la literatura mesopotámica, que era el señor Lammertyn tratando con un modestísimo poeta de veinte años, en términos profesionales. Si bien fue una generosidad, esa generosidad no implicaba que ello no haya sido un magisterio. Entonces, he aprendido a manejarme en esos términos. Luego mis poemas han sido editados por mis amigos. Actualmente puedo decir que tengo propuestas editoriales, ya sea para editar un libro o una antología, una selección de poemas. Uno no puede ser antólogo de sus poemas. Una selección de poemas o uno de los libros inéditos que tengo. Mi traro comenzó de una manera impensada y hermosa, en una editorial de prestigio. Eso me educó.

 

Fue una entrevista sin interrupciones. No nos movimos del lugar. El día se hizo de noche y un llamado telefónico cortó la conversación. Le dije a Miguel Ángel que atendiera. Por mi parte, apagué el grabador pensando en que todo terminó. En realidad, recién empezaba.

 

*Nota publicada el domingo 10 de abril en la edición impresa de Diario UNO de Entre Ríos.