Capítulo IV de Los Mandatos de Camilo Fink (panza Verde, 2020)

IV

Quizás porque deseaba que alguien lo recordara, Camilo solía comenzar: “Le cuento una historia, hermano”, como antesala de narración de cuentos. Mientras estaban enredados en carcajadas y risas, en las yerras o en las domas, en algún momento de la noche o del día, como para acortar las horas, comenzaba a narrar. No pocas veces estas actuaciones eran seguidas de vino y carne asada, donde muchos individuos se reconocían en parte, porque adquirían identidad por propia elección, otros se ponían nostálgicos. En otras situaciones, como con el caso de José, las historias solo requerían de un par de oídos atentos.

Siempre, mediante la narración, se podía rastrear el orígen de alguna familia, de quienes venían de las colonias a la estancia, por ejemplo, del gallego Carlos Elías Romero. Muchos de sus abuelos y padres trabajaron para él. Fíjense que este señor tenía sesenta mil hectáreas con treinta puestos y cada puesto tenía una historia, con sus personajes. Por eso, si habrá historias para contar. La omnipresencia de esta persona era tal, que para algunos la historia universal era la historia de Carlos Elías Romero, ¡porque nacieron y murieron trabajando para él!

Montaba en mula, hija de yegua y burro, vestido siempre con ropa vieja, percudida y sucia. Por eso muchas veces llegaron a confundirlo y le decían “llámeme a su patrón”, “con él está hablando”, respondía firme y sereno Carlos Elías o el gallego, como se hacía llamar, acentuando su marcada manera de hablar, de la cual no quiso despegarse nunca luego de haber llegado a estas tierras lejanas.   

Un día llegaron al puesto dos a caballo. Lorenzo, ya un hombre curtido, llevaba las riendas, y Juan, más gurí, enancado, venía sentado raro a simple vista y traía cara de sufrimiento. Parecía que quería despegar su torso por sobre el resto de las piernas, pues hacía fuerza presionando sus brazos en el lomo del tobiano, bañado en sudor. Traía los ojos abiertos como brasas. No había visto nunca a Carlos Elías Romero en su vida, sí había oído hablar de él, por eso el muchacho no lo reconoció a primera vista:

—¿Qué os pasó? —dijo el gallego, con ese acento que intimidaba, saliendo de la galería.

—No sé, hay que llevarlo al pueblo —contestó Lorenzo.

—Juan, ¿qué has hecho? —reprochó Carlos Elías Romero; Juan se sorprendió porque conocía su nombre.

Por la vista de Lorenzo salió fuego ante las palabras y al reconocerlo. Juan tenía los tobillos inflados y morados. Se los había golpeado en una doma, en el desboque, el caballo salió disparado hacía una tranquera y Juan detuvo el golpe con las piernas hacia adelante. Quedó pálido del dolor que le quitaba la respiración.

Para que lo curen fue llevado al hospital Santa Rosa, en Villaguay. La estanciera verde con ruedas patonas marchó en el vaivén del ripio suelto. Algunas víboras se tiraban desde la ruta hacia los yuyos y las iguanas vigilaban la sequía. Una vez en el hospital le hicieron radiografías y lo mandaron directo al quirófano. Tenían que operarlo de los dos tobillos. Estaba quebrado. Salió del hospital con un vendaje y le dijeron que volviera en quince días.

Por eso, mientras Juan estuvo en reposo, Carlos Elías Romero visitó el puesto donde vivían juntos aquel, Lorenzo y el capataz, Don Esquivel. Carlos Elías Romero esperaba que Juan estuviera solo para ir a ver cómo estaban sus tobillos. Durante la recuperación, Juan no fue reemplazado, para que el trabajo quede repartido entre el resto, no se agregó personal.

Un día Carlos Elías Romero le preguntó a Lorenzo si sabía manejar, porque en poco tiempo habría que llevar a Juan al hospital. “Deben darle el alta de una vez por todas”, dijo el patrón, y Lorenzo tuvo que aprender a conducir.

—Darme el vehículo justo a mí para traerte. Cuando me dejaba manejar el caballo y gracias —comentó el oriundo de Chajarí, que había llegado a la estancia “escapando del espíritu santo”, según sus palabras.

—La verdad, no entiendo, Lorenzo —dijo Juan, sin despegar la vista puesta en el horizonte, entusiasmado por el viaje.

Por tramos, la sequía decoraba con hojas secas los zanjones, en otros, el paisaje de avena, trigo y cebada. Siempre continuaba el sol que los seguía entre unas nubes para alumbrar el camino. Sólo el zumbido del motor se escuchaba.

—¿Llegaremos a ser como Carlos Elías Romero?

—A ver… ¿y cómo es?

—Así, hombre, como es él —contestó Juan, mientras volvía la vista hacía Lorenzo.

—¡Pero si ni lo conoces! —devolviéndole la mirada.

—Sí, ahora algo lo conozco, además de lo que me han contado. Yo lo veo serio y astuto, no muestra lujo, está informado y parece de buen corazón.

—Yo no sé, pero sí tengo varios años más que vos, y yo conozco a otros patrones, por eso llegué a la conclusión de que todos piensan igual, y déjame que te diga una cosa gurí, me pareció raro el pedido de que firmes ese papel.

—¡No desconfíe tanto, Lorenzo!, si usted escuchó cuando me dijo que era por el accidente que tuve con el caballo, para cuando sea más grande y no sé qué.

—Sí, yo te creo, pero esa última frase no me gustó nada.

—¿Qué frase? —desentendiéndose de lo que hablaba Lorenzo.

—¿No escuchaste? Dijo “…estas son las reglas de juego, ahora puede hacer lo que quiera” … y nosotros somos peones, Juancito, no somos libres. ¿O acaso podemos irnos con esta chata y vivir por nuestra cuenta? —y a medida que elevaba el tono, aumentaba la velocidad— No. El patrón es el dueño de la tierra, pero nosotros la trabajamos. ¿Viste cómo domina a Don Esquivel? Carlos Elías Romero dice “qué bien la tropilla que habéis logrado”, pero después los caballos se venden y la plata queda para él.

—¡Vaya más despacio, hombre, y ponga la vista en el camino! —pidió Juan, que se agarró al asiento y no lo soltó hasta llegar al hospital.

Las palabras de Lorenzo rondaban por la cabeza de Juan, y la dudosa respuesta de éste, daba vueltas en la cabeza de aquel, por eso en el pasillo del hospital se insistió en el tema.

—Me imagino que leíste lo que decía ese papel —preguntó Lorenzo.

—Sí, seguro… —se apresuró a contestar Juan. A medida que pasaba el tiempo la cara de Juan se transformaba. La advertencia de Lorenzo había caído como una condena.

—Te noto raro, Juan.

—Es que yo no sé leer.

Cuando regresaron a la estancia, Carlos Elías Romero leía los diarios sentado en un sillón, bajo la galería. Lorenzo guardó la estanciera y ensilló el tobiano. En presencia de Juan, Lorenzo pidió a Carlos Elías Romero que le enseñara el famoso papel. Inflando el pecho, estilo gallo de riña, dijo que cómo, sabiendo que el joven era analfabeto, hizo firmar ese papel. El gallego se hizo el sorprendido y respondió que eso a Lorenzo no le importaba. “Si alguien no me respetáis, nada tenéis que hacer aquí, en mis tierras y con mis animales”, y luego le pidió que se marchara lo antes posible.

Lorenzo dejó una humeante marca en la conciencia de Juan, algo así como marca de vaca en la hierra. Porque con su avío en un hombro, camisa, bombacha de campo y alpargatas sin medias, Lorenzo emprendió la retirada. Antes, pasó por el galpón con un palo de escoba envuelto en pedazos de trapos que mojó con querosén. A medida que rodeaba el galpón, lleno de recados, frenos, cueros, guardamontes, lazos, guascas y monturas, iba rociando el querosén y, al final, lo encendió todo. Por eso el galpón ardió y la luz prolongó el atardecer. Las llamas iluminaron las pupilas de Juan, mientras Lorenzo se perdía en el horizonte. Con el tiempo se supo que Lorenzo era ex pastor evangélico, por eso decía que venía escapando del espíritu santo, que dijo haber abandonado cuando se dio cuenta de que bautizó a tantos pecadores que podría ahogarse en ellos.

De a poco, Carlos Elías Romero se desprendió de sus propiedades, y también de esa vida. Por eso terminó sus días con lujos, y por el despido sin pago de indemnización que sufrieron los trabajadores rurales, entre ellos Juan, quien firmó un papel donde decía que Carlos Elías Romero no se hacía responsable de los daños colaterales que generara la lesión de sus tobillos.

Lo que contaba Camilo dejaba abierta la puerta a la inquietud, a la duda. Escuchándolo, quedaba claro que había historias de campo por conocer, que no todo allí era trabajo, y que, si bien la organización de la tierra lo atravesaba todo, también la distribución de la palabra era importante.