...el río corre, lento, y la lengua rosa del caballo quiebra la superficie, con pericia y mesura.
Juan José Saer. Nadie Nada Nunca
…y las aguas serenitas / bebe el pingo trago a trago.
José Hernández. Martín Fierro
Cantan los viejos de plaza Ramírez (pero los humildes, repiten en prosa) que en la ciudad de Buenos Aires hubo un niño rico y malcriado que congregó a sus padres y abuelos y les mandó organizar una fiesta de cumpleaños tan vasta y admirable, que los invitados más tímidos se excusaron. Mandó conseguir peloteros industriales, simuladores de vuelo, tanques hidrantes con Coca-Cola, montañas rusas, y hasta un pico nevado con pistas de culipatín. Su madrina, la condesa de San Isidro, contribuyó con un zoológico transgénico y una galería de niños famosos que, sobre pedestales corintios, fulgían de sonrisa y barniz.
La fiesta duró tres días y fue un escándalo, porque la perfección es atributo de Dios, o de los píxeles.
La fiesta era un espanto,
¡Maravilla pecaminosa!
De grande que era la cosa
de concepción y de talla
era asunto de pantalla
o de otra fuente ominosa
Una diáspora de aves mensajeras distribuyó las invitaciones por las cortes más lejanas, pero una paloma hirió sus alas, confundió sus brújulas y descendió en espiral sobre una casita humilde, cerca de Berduc, un pueblito de Entre Ríos. Allí vivía, con su siete hijos, una reciente viuda que, para corresponder al honor, confeccionó un traje con el mantel navideño y sacrificó unos zapatos residuales, intactos bajo el polvo de los meses (los recordó lustrosos, al pie del atrio, en la parroquia de San José); les serruchó las punteras y los recosió sin dedal a medida del mayor, coetáneo de la celebración y natural embajador de la casa; para costear el regalo vendió su virtud, sus gallinas y rompió su chancho. Ya en el andén, le fijó con saliva el jopo y, con un beso en la frente, lacró un compromiso de buen comportamiento. Desde la altura del tren, el investido príncipe de Berduc apreció el panorama de hermanos que saludaban con orgullo.
Por no arrugar el pantalón, viajó de pie y arribó a las puertas de un gran predio sitiado de torres –encapotado con fuegos de artificio– en cuyo capitel leyó, perplejo: “La Rural”. Una bruñida puerta de acero le devolvió su imagen anhelante. El moñito intacto que le ceñía el cuello se repetía, con eco bufo, sobre el paquete del regalo. Pulsó el timbre con un dedo mínimo. Una ubicua voz metálica anunció que, por lo pronto, debía esperar. El niño campesino preguntó si tal vez después. La voz contestó que, en todo caso, cuando acabasen las galas de la apertura.
Algunas horas más tarde penetró en un vestíbulo reluciente en el que unos monos amaestrados guardaban los abrigos, recibían los regalos y expendían un pequeño recibo: “Entregado”; y, debajo, en letra chica: “No debió molestarse”.
Con paso quedo, por no descoser los zapatos, el niño de Entre Ríos vagó confundido hasta la declinación de la tarde; entre un sinnúmero de estímulos divisó a la niña de sus sueños que, en lo alto de una columna, gimoteaba por bajar, mientras su padre (o representante) le gritaba desde la base las cláusulas del contrato. También vio una jirafa sin cuello, excelente para impresionar a quienes ya habían recorrido suficientes zoológicos. Se le cruzó el antojo de una jirafa entera, pero recordó al instante que imaginar hospitalidades alternativas era una forma de la ingratitud, y disfrutar de lo servido, deber del cristiano bien hecho. Saboreó cinco hamburguesas y un helado de trescientos gustos, donde no halló dulce de leche o frutilla. Usó un baño químico con cascadas musicales y se recostó sobre un tobogán de gelatina que, al parecer, nadie usaba. Al alba continuó su búsqueda entre callejuelas de guirnaldas. Un rastro de chizitos le orientó el rumbo y, hacia la media tarde, entrevió por fin el bonete áureo (rematado con el rubí más rojo). Montado sobre un toro mecánico, el agasajado exhibía su destreza pautada.
Los suaves modos de la bestia parecían mecer al jinete, que ya se apeaba a recibir los elogios. Acudieron en su escolta varias niñas conspicuas.
De un lado tenía una rubia,
del otro, una morena
y en medio, una pelirroja,
le abanicaba la jeta.
El príncipe de Berduc retuvo la respiración y, cuando ya la asfixia vencía de la timidez, se acercó para presentarse, desear feliz cumpleaños y entregar el comprobante.
El príncipe de Buenos Aires le extendió una mano blanda, y en alusión al calzado (de punteras que ya se entreabrían), alabó con énfasis el “principado de Berduc, tierra de patos”. Y para hacer más burla de la simplicidad de su huésped, lo invitó a probar el toro.
¡Pucha que el destino es curioso! Siempre, menos hoy, lleva sus prendas de montar, pero ignora el desprecio o las técnicas de desaire y, tras sortear el cerco, monta y empuña las riendas. Tampoco ese toro parece tener cabeza, y eso sí sabe impresionarlo, porque su costumbre es jinetear novillos completos. El bonete real sobresale de la cabina, donde el cumpleañero se concentra en la consola. Con intuitivo desorden manipula perillas y botoncitos.
El engranaje rechina, se encabrita, echa bramidos.
–Torazo en rodeo ajeno –pegó el grito, solidario, un correntino. Su voz aguda, como de chajá, lastimó el aire. (Fue apartado por la discreta guardia metropolitana).
Entraron en activación otros comandos. Se hizo la luz: unos cañones proyectaron sus haces contra la gran bola espejada que, pendiente sobre el toro, inauguró su rotación destellante. Se hizo el ruido: un poderío de parlantes impuso su pálpito sobre la masa de cuerpitos. Se hizo la prisión: los estribos, como cepos, trabaron por sorpresa los pies del convidado. Y tal fue el calor del nuevo jolgorio que el agua mineral suplantó la circulación de Coca-Colas. Todo era danza y sudor, alrededor de ese único sacrificio (inquieto y fijo, como un fuego). El príncipe de Buenos Aires manejó el joystick con una mano, y tal era su pericia en el muñequeo que vapuleó al huésped con soltura.
Y ya sumido en el ritmo,
que con garbo gobernaba,
el dueño de la rosada
con una mano traviesa
jaleó tanto la muñeca
que le quedó colorada
Cundieron bromas de variado tono.
–Cuac-cuac, cuac-cuac –coreaban unos y otros. Llevaban las palmas hacia la boca, como en un rezo, pero de plano. Separaban y juntaban la yema de los dedos.
–Cuac-cuac, cuac-cuac. Keeps the duck dance movin´.
Pero nada le duraba al rey del puerto, que intercaló un bostezo, pulsó piloto automático y, seguido de su cohorte, salió a cazar piñatas aerostáticas (repletas de monopatines eléctricos, caniches toy, tatuadores y mucamas enanas). Y el príncipe cautivo, reducido a un extraño engendro, con cuerpo de toro y cabeza de niño, se batía y debatía allí, en el centro de esa ciudadela de diversiones.
Fueron unas cuantas horas de condensada eternidad. Entrañables lavas de vómitos cálidos le cubrían los sudores fríos. Es probable que recordara entonces el día en que su padre lo llevó a la feria de Villa Elisa. (Lo dicho: probable).
(Tales eran los espasmos
del minotauro pequeño
que al cantor con más empeño
se le va por la pendiente
su calidad de omnisciente
que entra a mirar el sueño)
Aquella lejana tarde se había detenido, maravillado, frente a una cajita musical.
–¿Qué prisión odia más esa bailarina? –Había dicho su padre, como para sí–. ¿El oscuro encierro en la cajita o girar atada a cielo abierto?
Al año, la pregunta quedó saldada. Su padre salió temprano con la escopeta. Al borde de una laguna, entre los pajonales, permaneció todo el día al acecho. Al atardecer se llevó el caño a la boca y, con el estruendo, una bandada de patos echó un vuelo libre y sin peligro.
¡Keeps the duck dance movin!
A cuestas del toro y bajo la esfera tornasolada, el príncipe de Berduc, en trance ya de embolia, imploró socorro divino. El repentino fallo de un transmisor cesó todo el movimiento. Para desatascar sus pies, debió sacrificar allí los zapatos (que tanto le había encomendado su madre). No profirió llanto ninguno, ni lágrima, ni reproche, y llegó descalzo y maltrecho a la ceremonia de clausura para decirle al homenajeado que también él, en su principado, haría una fiesta algún día, y que si Dios era servido, le gustaría honrarse de su presencia. Luego regresó a su pueblo y, con el mucho andar de los arados y las madrugadas, amplió su heredad de media hectárea, extendió sus corrales y sembró soja. Salvo por una extraña colección, que dio que hablar al pueblo, mantuvo su austeridad ininterrumpida.
Era manso en sus costumbres,
y una fiera en el trabajo ,
con tan solo un altibajo
que más tarde se verá,
cierta afición que, la verdá
daba lugar al relajo.
Por su parte, el príncipe de Buenos Aires extendió largamente su juventud, viajó por el mundo, acumuló posgrados, incursionó en la promiscuidad experimental, el naturismo, las drogas sintéticas, las artes audiovisuales, y dilapidó varias cuentas bancarias en diversos caprichos artísticos, muy elogiados por aventureros análogos. Una tarde entre las tardes, un zorzal dejó una invitación sobre su alfeizar. Rasgó el sobre con hastío de presentaciones, cócteles y mesas redondas. Una esquela manuscrita lo participaba del quincuagésimo natalicio de “El príncipe de Berduc, señor de los patos”. Algún trasfondo inquieto (unas cosquillas en el lóbulo temporal, el rasguño de un relámpago en lontananza) aleteó en la memoria, pero la vacía ansiedad del presente terminó por sofocarlo. Releyó la esquela y terminó por imaginar una buena oportunidad para captar inversores ingenuos o ambientes que lo inspiraran (porque siempre se cuidaba del asma y la inspiración).
Llegado el día visitó al peluquero y, como la práctica de optar lo desanimaba, exigió una antología en la que convivieran, en armonía apretada, dos o tres rastas, medio flequillo, cuarta cresta, algunos bucles, un adlátere planchadito y dos pirinchos colorinches.
Viajó en su coche, rodeado por airbags latentes, y gastó dieciocho minutos para abrir la tranquera de “Los patos”. Antes de emprender ese último y solitario camino, chequeó las últimas bifurcaciones en su mapa electrónico. Al final, un humito débil y esparcido se cerraba en caracol sobre el casco de una estancia sobria, encapotada de estrellas gratuitas; tres mansos perros vinieron a recibirlo y lo guiaron hasta la parrilla, donde el Prícipe de Berduc –con una boina gastada– acuciaba chorizos con un pequeño tridente. Hubo apretones de mano, indagación sobre el viaje y la salud de la familia. Y hubo el inmediato vaso que un peón atento saturaba de vino. La madrina del agasajado, una tía de Chajarí, había distribuido, con buena regularidad, buen salame y mejor queso en la extensa longitud del tablón. La noche estaba linda y, de fondo, una radio emitía una chamarrita sentimental.
El asado estuvo tremendo y, de postre, prefirió dulce de mamón. Lo integraron después a los naipes y no le fue mal: ganó un envido con veinticinco. Para entrar otro poco, todavía en la noche, un cantorcito largó coplas sobre el tiempo, la eternidad y el destino. Convidado a la ebriedad final del grupo, sumó su voz en los estribillos.
En la esquina del tablón
se armó tremenda ronda
y una guitarra sabionda
le hacía eco al envido
con pensamiento fluido
y alguna verdad redonda
Le tocó un aposento espacioso, amueblado con gusto y baño en suite, y tan lejos se hundía la noche por la ventana que prendía y apagaba la luz para saberse on line. Las sábanas olían a jabón probo y un colchón de plumas lo acogió hondamente; la cabecera de bronce le prohijó sueños compactos y brillosos.
Lo despertó a media mañana una paisanita de trenzas prietas; el severo círculo de la bandeja reunía la pava, un poronguito de plata cincelada y una canastilla de mimbre con pastelitos caseros. La ventana dejó entrar el sol, el aire y los pío-píos.
Salió afeitado y fresco a la galería. Se desperezó con placer y deambuló por las instalaciones, asintiendo saludos al paso. Por curiosear se internó en una habitación sombría. Cuando se le templaron los ojos, las paredes se cubrieron de estantes: cientos de pequeñas bailarinas, arrancadas de sus bases, se disponían de cualquier modo, en atiborrado y feliz desorden. Se hubiera debido impresionar, pero los festivales de cine lo habían saturado de guiños e imágenes. Acaso por eso, tampoco pudo presentir nada cuando, al salir de allí, topó con algunos niños que rotaban al gallito ciego, ni cuando, por curiosear en el área de servicio, dio con el tambor de un lavarropas, cautivo en su circuito monótono. Vagó otro poco por las afueras del casco. Un rayito de sol jugueteaba con las aspas de un molino, pero ya innúmeras discotecas lo habían encandilado y dejó pasar otra vez la cosquillita del recuerdo (invertida hermana de esa otra, que aletea en las premoniciones). Desembocó al fin bajo las guirnaldas de una parra, donde los mismos rostros de la noche anterior purificaban la resaca con mate amargo. Le señalaron un sillón de mimbre, cuyas diminutas quejas resultaban descontracturantes.
Y así pasó el rato, espantándose alguna mosca matutina. Cuando la gran bola del sol se centró por fin en el cenit, desde el fondo de unos naranjos, hizo entrada el anfitrión, seguido de algunos peones: venía bien montado y de las riendas traía un tordillo negro, de tan buena traza que parecía reclamar, para la especie equina, aquello de “la imagen y semejanza divina”.
Sin desmontar siquiera, ni dar los buenos días, el patrón de “Los patos” miró sin favor y sin desprecio al rey de Buenos Aires:
–Hace unos cuantos años, oh, mentecato, cajetilla, porteño caraeverga, te me hiciste el lindo allá en tu circo, lleno de chiches y putti encolumnados. Tuve que montar un toro de plástico y la puta que te parió.
Tomó un aire de mayor recato.
–Ahora voy a darte el honor de montar mi favorito, donde no hay artificios hidráulicos, ni tejemanejes de voltios, ni laberintos de transmisores... Acá no hay gollete que mande a distancia, ni colchoneta inflable que te abaraje el porrazo.
Miró con reverencia al caballo y agregó:
–Otro misterio anima su trama de músculos, huesos, sangre y cartílagos... ¡y esa linda crinera pá juguete del viento!
Dos hombres tomaron al huésped del brazo, lo sentaron sobre el lomo y embalaron con una cincha (nadie nombre aquí un centauro o la dignidad del Cid: no aspiraba a la fusión ese anexo blandengue).
Uno de los peones le alcanzó al patrón una máquina de esquilar.
–A ver esa cabecita loca –dijo, y le barrió al invitado los aspavientos de la melena. Por cada pasada, emergía el cuerito sin curtir, como una verdad blanca y vergonzosa.
–Para que el sol, uno e indiviso, te entibie el caracú.
Luego quitó el freno al tordillo (que se llamaba Houyhnhnm, porque los provincianos no fingen que superan el respeto por la cultura). El pingo tomó los campos con libertad y prestancia.
La gloria nunca esté con el que mal convida.
...
El príncipe de Buenos Aires vagó por los montes de espinillo, donde se desgarró la piel y reventó con el hocico una piñata de barro, pletórica de avispas ofendidas. Algunos días más tarde, con la cabeza hecha un fósforo, moría de sed; se bamboleaba como un títere, si el pingo estiraba el cuello, para sorber del arroyito.
Los patos de la orillita,
miraban con inocencia
veían en la presencia
un amasijo animado
de verdugo o verdugueado
les era mesma la esencia.