Miasma

  Pasado cierto tiempo, Dios puso a prueba a Abraham:
 —¡Abraham!
 —Aquí estoy —respondió.
 Y Dios ordenó:
 —Toma a tu hijo Isaac, el único que tienes y al que tanto amas, y ve a la región de Moria. Una vez allí, ofrécelo como holocausto en el monte que yo te indicaré.
 Génesis 22


En las culturas de todo el mundo existen diferentes tipos de trabajo. Por norma general, el trabajo que un hombre tiene no es de su agrado, es más, si por él fuera lo abandonaría, pero los hijos, el matrimonio, la presión social y, por sobre todas las cosas, los problemas económicos representan un obstáculo. Afortunados aquellos que ganan el pan dedicando las horas del día a lo que aman. Para ponerlo en contexto, tomemos como ejemplo un hombre que no presenta en su persona, tanto en lo físico como en lo mental, nada extraordinario y cuyo trabajo, que él adora, es desagradable para el resto de la comunidad.
Por la mitad de un camino de ripio, a pasos lentos, el viejo Tomás camina a su trabajo. En el pueblo no hay persona que Tomás no conozca, debido a que él ha vivido en la comunidad casi desde su fundación. Su longevidad le granjea respeto entre los vecinos, lo dejan pasar primero en la fila; le saludan con cortesía y le regalan algún presente en el día de su santo. Sin embargo, este aprecio es igualado por el rechazo que sienten los pueblerinos al recordar la profesión de Tomás; era el sepulturero. Su filiación con el mundo de los muertos era un repelente para los demás, pero a él no le importaba, amaba su trabajo. Todos los muertos de la comunidad pasaban por la pala de Tomás, pero no solo los enterraba, sino que también los bañaba y vestía para la ocasión. Cada vez que Tomás camina por el pueblo, las demás personas procuran evitar todo contacto con él; para ellos es como si la muerte en persona saliera de cacería.
Además de su esposa, la otra persona que sintió aprecio por Tomás fue Atanasio. Tenía por oficio la carpintería y es, hasta el momento, de las últimas personas que el sepulturero debió enterrar. Ambos se conocieron por cuestiones de trabajo. Atanasio elaboraba a medida los ataúdes encargados por Tomás; con cada nuevo muerto más cercanos se volvian. Por lo general se reunían cada sábado a la noche en la pulpería del pueblo o, en su defecto, los domingos a la mañana Atanasio buscaba a Tomas en su gordini modelo 67 para pescar en el lago. Cuando iban a la pulpería, entre copa y copa, entablaban conversaciones sobre diferentes temas que por lo general concluían cuando uno de los dos no podía seguir de pie por el alcohol, que en la mayoría de los casos era Atanasio. Una de las razones por la cual ambos viejos se llevaban tan bien es porque uno entendía la marginalidad social del otro, por esa razón le fue tan difícil a Tomás enterrar a su amigo.
Pasados unos minutos, Tomás llegó a su lugar de trabajo; Era un amplio cementerio con una vieja parroquia en el centro y un cerro al fondo. Esquivó lápidas hasta llegar a la entrada de la parroquia, al mirar en el suelo encontró, sostenida por una piedra, una hoja que tenía dibujada una pala. Dobló varias veces el papel y luego de guardarlo en su bolsillo entró en la parroquia. Busco en un armario sus botas y gorro de paja y salió a limpiar el lugar. Primero cortó el pasto y eliminó las hierbas que crecen cerca de las tumbas, como era de esperarse, el lugar donde el forraje crece con mayor ímpetu es sobre las tumbas; un buen abono. A continuación, Tomás rocía el sitio con insecticida para eliminar toda alimaña que pudiera haber y, por último, limpia las lápidas hasta dejar el mármol reluciente. La tumba mejor cuidada es la de Atanasio, no hay otra igual de limpia y jamás le faltan flores, siempre que Tomás se acerca a ella para mantenerla, dice ¿Hola amigo, cómo estás? Acto seguido, Tomás dedica unos minutos para “platicar” con Atanasio de cómo venía su semana y sobre los acontecimientos relevantes que ocurrieron en el pueblo. Para el anciano era un buen trabajo, nada del otro mundo y sin tener que lidiar con compañeros incompetentes, pero este no fue siempre su oficio. Antes, esta labor estaba a cargo de Arnulfo, el sacerdote. Muchas fueron las décadas donde la responsabilidad de dar noble sepultura a los difuntos del pueblo recayó sobre Arnulfo, fue él quién solicitó la construcción del crematorio que funciona al lado de la iglesia. Cuando la vejez comenzó a hacer estragos en su cuerpo, solicitó a la orden que le enviaran un ayudante; como respuesta a su pedido, fue enviado desde La Plata un monaguillo
llamado Jacinto. Sin embargo, la mañana de octubre en que el monaguillo arribó al pueblo, después que el sol erradicara la niebla vespertina, halló en la base del cerro el cuerpo petrificado del abad. Estaba tieso, los ojos parecían salirse de sus cuencas y la boca abierta con un aspecto deforme. Los estancieros que vivían cerca del cementerio oyeron sus alaridos y fueron a socorrerlo; el monaguillo tardo una semana en reponerse. Jacinto trató de trabajar en el cementerio, pero al cabo de un mes tuvo que ser llevado, con chaleco de fuerza, a capital federal.
El puesto de enterrador permaneció vacante unos meses y luego paso por diferentes manos; entre ellas las de Atanasio. En ese lapso de tiempo la parroquia se vino abajo: la humedad pudrió las maderas del techo, pedazos de revoque de las paredes cayeron, las cavidades y túneles del sistema eléctrico fueron ocupados por ratas que se comieron los cables. Al final, Tomás se quedó con el puesto, era él más adecuado, ya que tenía relación con la muerte al haber trabajado en el matadero por más de veinte años, en el momento en que le fue ofrecido el trabajo estaba jubilado. La decisión de aceptar el puesto residía en que el dinero de la jubilación no le era suficiente para mantenerse; los dos últimos gobiernos, el de Ongania y, luego, el de Isabel, no estuvieron colmados de éxitos en el campo económico. Los precios de la carne y los medicamentos, como también los de la ropa y el transporte, subieron al cielo, para poder sobrevivir, al menos que uno pudiera hacer fotosíntesis, necesitaba buscar dinero extra de algún otro lado. Tomas encontró esa fuente de ingresos en el cementerio, al comienzo sintió algo de asco y miedo, su piel se erizaba al pensar que debería trabajar con cadáveres y caminar alrededor de tumbas, pero, como ocurre con muchas otras cosas de la vida, fue acostumbrando su cuerpo y mente al lugar. Esto permitió que, de cierta manera, disfrutará los labores que realizaba en el cementerio, en una ocasión, cuando Sara, su esposa, le preguntó cómo llevaba el nuevo oficio, este le contestó que se consideraba el responsable de cuidar las casas de los muertos; para él tener conservar en buen estado las tumbas era una forma de mantener viva la memoria de aquellas personas.
Terminadas las tareas, lo cual ocurre cerca de las tres de la tarde, Tomás camina a la parroquia para descansar; el interior del templo posee todo lo necesario para que pueda cubrir sus necesidades. Las paredes de la nave central tienen estanterías con libros que fueron propiedad de Arnulfo, como hacía muchos años que nadie marchaba a su iglesia, convirtió a la misma en su casa. Tomás elige uno al azar y se
deleita leyéndolo acostado en un sillón que está puesto sobre el altar. El anciano gusta las obras clásicas: las comedias de Menandro y Plauto, la geografía de Estrabón y las obras de Homero. Los libros, a juzgar por la fecha de la primera página, fueron elaborados en el siglo pasado, las hojas están amarillas, los bordes rotos y descosidos; lo cual provoca que algunas hojas caigan. Por el estado delicado de estos libros, Tomás los lee con cuidado, cuando elige uno lo sustrae del estante con lentitud y se lo lleva cubriéndolo con ambos brazos, como si fuera un recién nacido. La lectura alimentó la imaginación de Tomás, se volvió habitual que en el momento de enterrar a un difunto le leyese poemas de Kipling, cuentos de Cortazar y ciertos fragmentos de novelas de Hemingway y Wilde. A posteriori, este amor por lo literario fue más lejos, al tomar contacto con la Eneida, Tomás quedo fascinado con los rituales descritos en la epopeya; sobre todo con las libaciones de vino dedicadas a los muertos. Arrojaba litros de vino sobre las tumbas y a continuación repetía palabras en griego, él no consideraba esto una herejía o blasfemia, sino que veía en ello una forma novedosa de rendir culto a los muertos.
Luego de la lectura, a Tomás le da hambre, guarda el libro en el estante y camina hacia la heladera para sacar un poco de fiambre y pan, con la comida preparada, dirige la marcha hacia el campanario para disfrutar de la vista. Después de este descanso, Tomás continua, en caso de ser necesario, con el mantenimiento de las tumbas. Llegadas las siete de la tarde, cuando el sol da paso a la luna y las estrellas que la acompañan, el enterrador termina con su jornada laboral, pero hoy no es el caso. Parado en el zaguán de la parroquia, Tomás sacó de su bolsillo el papel que guardó cuando arribó en la mañana, miro el dibujo que tenía aquel papel con una sensación de incomodidad y una mueca en los labios. El glifo de la pala auguraba la llegada de un grupo de hombres que Tomás conoce hace cierto tiempo; peculiar fue la manera en que dio con ellos. Se había quedado en la parroquia para arreglar el techo del campanario, la semana siguiente era la “fiesta del choripán serrano” y no quería perdérsela por tener que estar en el cementerio más tiempo de lo requerido reparando el techo. El trabajo fue terminado cuando la luna marcaba las dos de la mañana. En esa misma hora, unas nubes hicieron acto de presencia, luego se unieron entre ellas para formar un muro gris que eclipso todo el firmamento; a continuación, la lluvia obligo a Tomás a permanecer en el lugar. Como era verano, decidió quedarse en el campanario para disfrutar del viento fresco. La lluvia derivó
en tormenta, varios fueron los truenos que resonaban en cielo, un rayo impactó sobre uno de los distribuidores de la luz; en cuestión de segundos todo el pueblo quedó sumido en sombras. La ausencia de luz no generó en Tomás algún atisbo de preocupación, sabía que Sara guardaba velas para iluminar la casa y una escopeta calibre 22 por si algún gracioso quería entrar; la oscuridad atrae alimañas.
La tranquilidad de Tomás sería alterada cuando esté, en el medio de la plutónica oscuridad, observó como se desplazaba entre las hojas de los nogales y jacarandas una tenue luz blanca, lo hacía en zigzag y en el momento que la perdió de vista escuchó un impacto seguido del crujir de un árbol. El enterrador tomó una lámpara de aceite y fue al encuentro del lugar donde ocurrió el siniestro, mientras caminaba tuvo dudas acerca de lo que vio ¿Acaso sería la luz mala? De la cual oyó hablar tantas veces a sus padres y abuelos. Sin embargo, lo que encontró fue algo más mundano y corriente: al lado del camino que conecta el cementerio con el pueblo, tres hombres discutían junto a un Falcón que chocó contra lo que quedaba de un árbol. Asustado por la presencia del viejo, los hombres dieron un sobresalto y uno de ellos, el más alto, preguntó al viejo si podía ayudarlos. Al mirar más de cerca, Tomás vio que el auto, además de estar contra el tronco, estaba enterrado en el barro, luego de mucho esfuerzo lograron liberarlo de su prisión de tierra, después todos buscaron resguardo dentro del vehículo y Tomás les sugirió que pasaran a quedarse en la parroquia hasta que la tormenta menguase su fuerza.
Estacionaron el auto a unos metros del cementerio y caminaron juntos hasta entrar en la parroquia, Los accidentados encendieron cigarrillos y Tomás preparó café. El enterrador notó que los hombres, estaban bien vestidos, llevaban cortes de pelo al ras y sus semblantes eran firmes.
—Tuvieron un choque muy feo…. por poco no se matan— dijo Tomás mientras revolvía la taza.
De los tres hombres que estaban apoyados contra la pared, fue el más alto el que hablo:
—Si… Sucede que íbamos con prisa—.
—¿En serio? ¿Por qué?
El señor que hasta el momento había hablado no contestó. Por su parte, el hombre que estaba a la derecha, se paró y caminó en silencio hasta llegar a una de las ventanas, apoyado en ella, exaltó una gran cantidad de humo. Mientras el humo flotaba en el aire, miro de pies a cabeza al viejo Tomás y le dijo:
—¿Nono, usted trabaja en este cementerio? ¿Lo hace solo?
—Sí, hace ya un tiempo que me dedico a esto….siempre trabajé solo— respondió Tomás, desconcertado por la pregunta.
Ante tal respuesta, los tres hombres cruzaron miradas en silencio.
—Bajo esas condiciones…..tal vez pueda ayudarnos— respondió el hombre que, recostado aún sobre la ventana, terminaba de fumar su cigarrillo.
La conversación prosiguió con otros pormenores. A la brevedad la tormenta fue atenuándose y con ella también la lluvia. De aquel grupo misterioso de hombres, el más alto le pidió a Tomás que los acompañara a él y a sus hombres. Estando en el jardín del cementerio, indico a los otros dos sujetos que fueran a buscar el auto y que lo llevaran hasta donde estaba él. Con un aire solemne el señor le hablo al viejo
—Señor, quiero agradecerle por la hospitalidad que nos ha brindado a mí y a mis compañeros—.
—De nada, no podía dejarlos a su suerte en la situación en que se encontraban— respondió Tomás con su estoicismo característico.
—¿Dígame, usted sabe contra quién pelea nuestro gobierno?
—Por lo que escuche, en la radio, contra un grupo de bandoleros o revoltosos— contestó Tomás.
—Subversivos, señor, guerrilleros que buscan instalar el comunismo en nuestro país—dijo el hombre con tono firme—, debe entender que los rojos amenazan nuestra patria, son una gangrena que debe ser erradicada.
El pobre viejo guardó silencio al no entender a donde quería llegar el razonamiento del hombre.
—¿Usted ama lo suficiente a su país como para ser capaz de defenderlo?
—Por supuesto…quiero a mi país—repuso Tomás, que, para calmar sus nervios, tomó su boina y la apretó.
El hombre percibió el aura de nerviosismo que cubría a Tomás, de modo que apoyo una mano sobre su hombro. Antes que la conversación pudiera continuar, el Falcón llego a donde estaban, los dos hombres salieron del vehículo y quedaron de pie a la espera de órdenes.
—Lo que verá a continuación es un reflejo de la guerra que el gobierno mantiene contra los subversivos, y no se deje engañar por las apariencias, este enemigo tiene varias formas y matices.
El hombre más alto, con un ademán de su mano derecha, dio la orden y los otros dos sujetos caminaron hasta el baúl, lo abrieron y de él retiraron algo que a primeras, Tomás no pudo identificar.
A los pies del enterrador fue descargada una especie de manta la cual, a juzgar por la forma, guardaba algo en su interior. Los dos sujetos que abrieron el baúl, al recibir un nuevo ademán, desenvolvieron la manta como si de un tamal se tratara, la lentitud con la que trabajaban elevó por los cielos los nervios del anciano. La tenue luz lunar que atravesaba las nubes grises no fue suficiente para que Tomás pudiera discernir que albergaba la tela, sin embargo, noto que aquello era un cuerpo y que, a juzgar por su fisionomía, era evidente que se trataba de una mujer; paralizado, contuvo la respiración para no gritar.
—Una terrorista, fue abatida cuando trato de atacar un puesto de policía en La Plata.—dijo el hombre mientras observaba al aterrado viejo— Fue algo horrible, pero necesario…ahora necesitamos que usted se encargue de enterrarla, nadie debe saber de esto…de lo contrario, sus compañeros buscarán venganza atacando algún lugar lleno de inocentes.
El anciano dudó, pero al mirar las faces de aquellos tres hombres en pocos segundos entendió cuál era su posición, lo que debía hacer, afirmó con la cabeza y acto seguido cargo el cuerpo en sus hombros. Camino hacia el cerro, detrás de él, entre risas que sonaban por lo bajo, le seguían los tres hombres. Al llegar a la mitad del cerro recostó el cuerpo en el césped, cuando volteo vio que uno de los hombres le tenía lista una pala. Aunque tenía la herramienta necesaria para realizar el trabajo, no disponía de una fuente de luz, de modo que pidió que le entregaran su lámpara, el mismo hombre que le dio la pala fue a buscar la lámpara; mientras tanto, los otros dos hombres quedaron de pie mirando en silencio a Tomás.
En posesión de la lámpara, Tomás miró el cuerpo. La luz reveló una joven, de un metro sesenta, delgada, que vestía un buzo al croché y calzaba unas botas color terracota. Al mirar más arriba, los ojos de tomas fueron capturados por el rostro de la joven, su cabello era lacio y negro, sobre la pálida piel descansaba un semblante angelical que trasmitía paz; parecía estar durmiendo. Pero a Tomás lo inquieto notar que alrededor del cuello de la chica había una línea roja, era una marca delgada, pero de color intenso. Sin perder más tiempo, Tomás cavó el pozo, metió a la difunta en él y procedió a enterrarla; al cabo de unos minutos ya no había rastro de ella.
—Gracias por el servicio prestado…espero que esto le sea suficiente—dijo el hombre alto mientras le entregaba a Tomás un fardo de billetes.
El viejo Tomás los aceptó sin decir una palabra. Los hombres se despidieron, pero uno de ellos detuvo su caminar, volteo para donde estaba Tomás y dijo:
—Abuelo, más te vale que no hagas chanchadas con la nena.
Tomas acepto la burla como quien traga un pedazo de carne amargo, el auto arrancó y se perdió en la oscuridad. Al volver a la iglesia, para procesar lo que
sucedió, el anciano contó los billetes; nunca tuvo tanto dinero en las manos. Transcurrida una hora, la luz volvió al pueblo. Al llegar a casa, Tomás fue recibido por Sara, quien le pregunto cómo se encontraba. Tomas le explico que había demorado en venir por culpa del corte de luz, esta excusa sería la primera de muchas.
Con el tiempo, Tomás volvería a ser visitado por aquel misterioso grupo de hombres, y con cada nueva visita venía un nuevo cuerpo que enterrar; los hombres anunciaban su llegada con dibujos en la puerta de la iglesia. En uno de estos encuentros, Tomás descubrió el nombre del sujeto más alto: enterraba el cadáver de un chico, cuya edad oscilaba entre los veinte y veinticinco años, mientras los tres hombres estaban, a lo lejos, fumando y hablando en voz baja, uno de ellos llamo al hombre que hablo con Tomás Jefté, quien le reprendió con una cacheada.
Para justificar a Sara las ausencias, Tomás le decía que debía arreglar algo en la parroquia, la cantidad de adolescentes que enterró en el cerro fue tan abundante que en un lapso de tres años variedad de plantas y arbustos crecieron sobre él. El corazón de Tomás se contraía al pensar en el horrible final de esos chicos, recordaba el rostro de cada uno de ellos, el que más le venía a la mente era el de la chica del abrigo al croché: la piel pálida, los ojos redonditos, sus labios semiabiertos como si estuviera soltando su último aire, parecía tan pequeña e indefensa, le recordaba a su hija más chica. Invadido por la culpa, realizó algo que los psicoanalistas llaman “reparación sobre el objeto”: podo todo el cerro y en cada tumba planto hortensias, mirtos y lirios.
Cada cadáver enterrado acrecentaba las arcas de Tomás, pero decidió no usar el dinero, una mala idea perseguía su cabeza a diario. Las explicaciones dadas por Jefté tenían coherencia y base en lo racional, pero las dudas no paraban de atacar la mente de Tomás; esa misma incertidumbre lo impulso a investigar. Todos los cuerpos que enterró compartían dos patrones: eran jóvenes (entre veinte y treinta años) y vestían ropas que no usaría un guerrillero; algo que también llamaba la atención era la actitud burlona de uno de los hombres. La pista final la daría el último cuerpo que Tomás enterró. Un mes atrás, para ser más exactos un sábado, los hombres llegaron al cementerio con el cadáver de un chico que tenía los jeans rasgados y el rostro desfigurado, sin hacer preguntas, Tomás recogió el cuerpo y lo llevó al cerro. Para aquel entonces los hombres no siguieron al enterrador, sino que
se quedaron a fumar apoyados en el auto; estando a cierta distancia, el viejo escucho la voz de uno de los hombres.
—Quedo tiernito.
El comentario fue seguido por risas y luego un abrupto silencio. Al llegar al punto deseado del cerro, Tomás realizó el trabajo habitual y, luego de recostar al chico en el pozo, aprovecho que no era vigilado para examinar el cuerpo. Con una rapidez similar a la de un gato que trata de atrapar una polilla, Tomás busco en los bolsillos del chico, en los pantalones no encontró nada, pero en el bolsillo del saco ayo una hoja; no se detuvo a mirar por temor a ser encontrado in fraganti por uno de los hombres, de modo que guardo el papel y continuo con el entierro. Finalizado su trabajo, Tomás recibió el dinero y los hombres se fueron en el auto, entonces, bajo la luz de su lámpara, desenrollo el papel y vio que este era un folleto el cual tenía escrito en letras grandes y rojas <la comunidad universitaria unida por un boleto estudiantil>; debajo del texto un variado número de iconografía socialista decoraba el folleto. Al dar vuelta el papel, Tomás notó que tenía algo escrito con un lápiz, la letra era legible, pero, por como terminaban las líneas de ciertas letras, podía notarse que el chico al escribir lo hizo con prisa, era un recordatorio que decía < retirar pedido de la librería armadillo>.
Al día siguiente, Tomás fue a la biblioteca del pueblo, ubicada entre la comisaría y la pulpería de Don Sánchez, ni bien entró fue recibido por la Antonia, la bibliotecaria, que al verlo le saltaron los ojos, antes que ella pudiera articular alguna palabra él le pidió la guía telefónica de la ciudad de Morón. La señora, como una computadora a la cual le han dado una orden, busco de inmediato la guía entre unos estantes ubicados a la derecha de su escritorio, luego de unos minutos de búsqueda dio con ella. Tomas pidió prestada la guía por un día, firmó el cuaderno y antes que pudiera despedirse de Antonia, esta ya se había ido a otra parte de la biblioteca a revisar unos libros.
Ya en casa y sentado en un banquito, Tomás realizó la búsqueda, aprovechó que Sara no estaba porque los domingos siempre se marcha a una feria que realizan las mujeres del pueblo para juntar fondos con los cuales ayudar a las personas sin hogar de Olavarría. En la página 36 de la guía Tomás encontró un pequeño cartel de
una librería llamada armadillo, llamó y a los pocos segundos fue atendido por un señor con tonada porteña, él le explicó que un amigo de su nieto encargó un libro para su cumpleaños y quería saber el nombre para llamarlo y coordinar bien la fiesta sorpresa.
—Sí, recuerdo que hace un mes entró a mi librería un chico para pedirme que encargara un libro….era “El corazón de las tinieblas” de Conrad—. Dijo el encargado con lentitud.
Tomas, emocionado al dar con algo, le preguntó al hombre cuál era el nombre del muchacho, este le pidió que le esperase un momento mientras revisaba su libreta; la espera acrecentó la ansiedad de Tomás que se aferraba al banquito de madera. El librero le dijo que el chico se llamaba Matías Espenaglia, pero no tenía más datos de él. Tomas agradeció la información y se despidió del librero, acto seguido, busco en la guía el número de la facultad, el cual encontró en la página 52, luego de telefonear, desde la boca del auricular le llegó la suave voz de una joven que se presentó como la secretaria académica de la institución. El enterrador le dijo que buscaba a un chico, cuando pronunció el nombre la secretaría comenzó a agredirlo y finalizó la conversación diciendo lo siguiente:
—¡No, señor, ningún chico con ese nombre estudia en esta institución!
Tomas no tuvo otra opción que averiguar en la guía si había alguien con el mismo apellido que el chico, encontró en las páginas 101 y 102 seis personas con el apellido Espenaglia: la primera no contestó la llamada, la segunda atendió y insultó a Tomás con un español que tenía marcado acento de Italia del norte, la tercera persona contesto la llamada y se presentó con amabilidad, lo cual descolocó a Tomás porque pensaba que nadie iba a contestar; se llamaba Andrea Espenaglia. El trato de la mujer fue tan cordial que la charla derivó en temas amenos. En un momento de la charla, Andrea preguntó a Tomás quién era y que deseaba, él se presentó como un docente de la facultad de Morón que buscaba a algún familiar de un alumno suyo, cuando dijo el nombre del chico la mujer comenzó a llorar
—¿Cómo, acaso, no se enteró? ¿Me está tomando el pelo?—Inquirió la señora con la voz ahogada—, Matías lleva desaparecido un mes. Sus compañeros me dijeron que al salir de una reunión del centro de estudiantes, unos hombres lo tomaron por la fuerza y lo subieron a un auto.
Tomas, intimidado por la situación, pidió disculpas y colgó el teléfono mientras aún se escuchaba por el auricular el llanto de la madre, con la velocidad de un rayo, marchó a la biblioteca, devolvió el libro y retornó a su casa donde trató de calmarse; en busca de la verdad, nado tan profundo que terminó encontrando al leviatán.
Durante los siguientes días Tomás hizo lo posible por tratar de calmarse, y así llegamos al momento de hoy, con él recostado de espaldas al zaguán, con una noche en ciernes, a la espera de aquellos tres hombres que han truncado su vida. Sin ninguna nube en el cielo, la luna se eleva majestuosa, precedida por un sinfín de estrellas que solo pueden ser apreciadas en el campo, lejos de las ciudades que con sus luces y edificios obstruyen tan natural espectáculo. A lo lejos, Tomás vio lo mismo que otras tantas veces, unas luces aparecieron entre los árboles, moviéndose de un lado al otro hasta dar paso a un falcon; del mismo bajaron los tres hombres.
—Bienvenidos, espero que hayan tenido un buen viaje—dijo Tomás con su habitual cordialidad.
La respuesta que recibió por su bienvenida fue un incómodo silencio de parte de los tres hombres, quienes, con unas miradas frías como las lápidas que yacen alrededor de la parroquia, no dejaban de mirarlo. Para acabar con la incomodidad, Tomas extendió su mano a los hombres, solo Jefte tomó la tomo, los otros dos se limitaron a seguir mirando; al enterrador le resultó llamativo que los visitantes llevarán guantes de goma.
—¿Bien, dónde está lo que debo enterrar?—preguntó Tomas con impaciencia .
—No, esta vez vamos a hacerlo diferente—Dijo el hombre que por sus rasgos aparentaba tener menos edad que sus dos compañeros—, primero cabe el pozo y luego le daremos el cuerpo para que lo deje en él.
Ni bien terminó de hablar su compañero, Jefte le ordenó a Tomas que lo acompañara al cerro mientras los otros dos se quedaban en el falcon, con lentitud los dos caminaron rumbo a la lomada; Jefte marchaba por delante de Tomas. Cuando llegaron casi a la cima del cerro Jefte detuvo su caminata y le indico al viejo donde debía cavar, el cual realizó su trabajo en silencio. En el momento que a Tomas le quedaba poco por cavar Jefte le hablo:
—¿Usted sabe que la secretaría de la universidad nos avisó que un viejo llamó y le preguntó por un chico?—dijo Jefté con serenidad— Al enterarnos de esto investigamos las llamadas que entraron y salieron de la institución en los últimos dos meses…lo interesante es que una de ellas tenía su origen en este pueblo.
Ante tal comentario, Tomas sintió como los músculos de sus piernas se entumecian, con lentitud giro hasta quedar cara a cara con Jefte, en ese momento el hombre amagó a sacar algo de su espalda, Tomas rogo a Jefte que no lo matara, pero éste hizo caso omiso; en efecto, de su espalda sacó un revólver. Tomas, lleno de miedo pero decidido a seguir con vida, golpeó con su pala a Jefte a la altura del estómago, el cual cayó al pasto de rodillas y recibió otro golpe en la cabeza. Con su atacante tendido en el suelo, Tomas salió de la tumba, lo primero que vio fue a los otros dos hombres, que al escuchar como gritaba su compañero, desenvainaron sus armas y apuntaron a Tomas, esquivó los disparos hasta llegar a la entrada de la parroquia, cerró la puerta y sobre ella volcó una biblioteca de algarrobo que tenía cerca. A los pocos segundos, Tomás escuchó los golpes que daban los hombres sobre la puerta. Aterrado, subió las escaleras; tardó demasiado debido a que las piernas le temblaban. Cuando llegó al campanario pudo ver como los tres hombres se turnaban para derribar la puerta, dirigían hacia ella patadas y golpes de puño que eran acompañados de los más escatológicos insultos. Pero el anciano también vio como emanaba, de manera lenta y espesa, un efluvio que provenía del cerro. Era de color gris, pero con ciertas tonalidades de verde claro; descendió bordeando los árboles y pajonales que decoraban aquel cerro. Tomas no distrajo su mente observando el efluvio y se dispuso, arrodillado en el piso, a rezar. En el sermón, rogaba al señor que salvara su alma; prometiendo que se volvería un mejor hombre.
Cuando terminaba de orar, volvía a empezar, pero hablando más alto, sus plegarias se mezclaron con unos alaridos y chillidos que él no pudo oír.
En el momento en que los pulmones de Tomás perdieron fuerza, dejó de orar, gracias a esto pudo percatarse que ya no se escuchaba a los tres hombres; a excepción de un débil sollozo. Con las piernas temblorosas y un sudor frío que recorría todo su cuerpo, bajó las escaleras y llego a la puerta bloqueada; en efecto, más allá del zaguán podía oírse un quejido. El anciano removió la biblioteca tumbada y luego abrió la puerta, al ver lo que tenía delante su corazón latió más rápido y grito: los tres hombres, que unos minutos antes querían darle muerte, estaban postrados, con los huesos de sus brazos expuestos y las piernas torcidas como tirabuzones: la sangre aún caliente bullía por las heridas, la deformación corpórea de aquellos hombres hacía recordar las obras de Picasso. Pero entre las carnes y vestiduras rasgadas, una voz hacía acto de presencia, Jefté agonizaba; elevó su cabeza, la cual perdía sangre por todos sus orificios, y mirando al enterrador grito de dolor. Tomás no pudo soportar el alarido, corrió a una esquina de la parroquia y tapó sus oídos con las manos. Entonces, un súbito torbellino de ira tomó el control de su cuerpo, levantándose como un rayo, corrió al encuentro del hombre moribundo, mirándole con rabia, tomó del suelo un puñado de tierra con pasto y se lo metió en la boca. Jefté comenzó a toser, como respuesta, Tomás le apoyó el pie derecho en su garganta, aplicando cada vez más presión; a través de la suela, Tomás sentía como la nuez de adán cedía ante la presión. El pecho de Jefté, ante la fuerza que sufría su cuello, dio saltos hacia arriba y a los lados para tratar de librarse del pie, pero Tomás continuó apretando con más fuerza; el hombre no podía hacer uso de sus brazos o piernas para liberarse porque los tenía destrozados. A medida que transcurrieron los segundos, estos movimientos se volvieron más débiles y luego desaparecieron. Jefté detuvo su jadeo, sus ojos se tornaron blancos y no luchó más. Al levantar el pie, Tomás vio como la suela de su zapato quedó marcada en el cuello del muerto.
Ahora, el enterrador, tenía un problema entre manos, debía decidir qué hacer con los tres fiambres que yacían delante del zaguán. Llamar a la policía no era una buena opción, no tendría forma de explicar su relación con los tres hombres, ni como fue que terminaron de tal manera. Además, corría el riesgo de ser asesinado
por algún colega de esos tipos; tal vez toda la policía de la región está implicada. De modo que lo mejor que se podía hacer era ocultar las pruebas, que nadie supiese que esto ocurrió. Tomas deambulo de un lado al otro de la parroquia pensando en como limpiar el lugar. De tanto concatenar, terminó por hallar una posible solución. Se deshizo de los cuerpos arrojándolos al horno de la morgue: le fue difícil arrastrar los cadáveres desde la entrada de la iglesia hasta el horno, no solo porque sus brazos estaban débiles, producto de la edad, sino también porque los sujetos pesaban mucho. Cuando introdujo todos los cuerpos dentro del horno, cerró la puerta y activó las llamas al máximo. El viejo buscó una silla y sentado frente al horno, espero a que sus amigos terminarán de cocinarse; en el medio del silencio pudo escucharse el burbujeante sonido de la grasa que expedía la carne, como también el crujir de los huesos. Tomas, mientras esperaba que el horno se apagará, experimentó cierto placer al pensar en cómo terminaron los hombres que intentaron matarlo; no pudo evitar esbozar una sonrisa. Las llamas cesaron y Tomás se levantó con una sensación de molestia en los hombros, como si lo hubieran palmado con mucha fuerza. Al abrir la puerta del horno el anciano contrajo la nariz y cerró los ojos, el horno emanaba un humo gris que olía a ropa y plástico quemado. Cuando Tomás abrió los ojos, vio que de los tres hombres ahora solo quedaban pedazos chamuscados de carne y ropa; problema que podía solucionarse con otra sesión en el horno.
Resuelto el asunto de los cuerpos, Tomás continuó con el auto. Alrededor de las cinco de la mañana encendió el vehículo y condujo por un camino de ripio hasta llegar a un gran lago que había cerca del pueblo. Demoró tanto en ocuparse del Falcón porque tuvo que dedicar algo de tiempo a limpiar la sangre que había quedado en el piso de la iglesia y la morgue; para su suerte, cuando cargo los cuerpos, no manchó su ropa. Aquel lago era artificial. Hace unos veinte años una minera canadiense explotó a cielo abierto la zona para llegar a los yacimientos de granito. Cuando no había más minerales que extraer, la empresa decidió marcharse, pero los lugareños pusieron el grito en el cielo alegando que tener un cráter era peligroso, ya que algún niño podría caer en él. De modo que el gobierno de la provincia, en conjunción con la empresa, decidió llenar el agujero con agua. Tomas planeaba arrojar el Falcón a las profundidades del lago, pero una duda surgió de imprevisto ¿Que pasaría si alguien decidiera nadar hasta la parte más abisal del
lago? Muchas personas vienen en verano a pasar la tarde a la costa del lago, algún curioso podría nadar muy profundo y encontrar el auto.
Frustrado, Tomás salió del auto y contemplo el gran lago que tenía delante de él, medito, sin pronunciar una sola palabra. Al ver el lago recordó los buenos momentos que pasó con Atanasio en aquel lugar; los peces que nunca atraparon; las picaduras de los mosquitos y el hermoso gordini modelo 67, pequeño, veloz y con un color rojo que podía verse a kilómetros, además recordó la vez que Atanasio le contó la historia de cómo consiguió el auto. Estaban en la pulpería vaciando el vino de sus vasos cuando a Atanasio, aburrido por no tener más temas de conversación, se le ocurrió contar la historia del auto: luego que su suegro muriera de un ataque al corazón, heredó de él una vieja Chevrolet viking, si bien era una linda camioneta, estaba en pésimo estado; para colmo ese mismo año las ventas en la carpintería no fueron muy buenas. Esto lo motivó a vender la camioneta, pero existía un inconveniente, faltaban todos sus papeles, luego explicó que enloqueció al tratar de deshacerse de la camioneta hasta que consiguió, a unos kilómetros al este del pueblo, un desarmadero cuyo dueño no sé preocupa mucho por la legalidad o reglamentación que tenían los autos que llegan a su chatarral. Atanasio no pudo narrar mucho más porque luego de explicarle donde se hallaba el desarmadero vomitó lo que bebió en la noche.
Las estrellas aún decoraban el firmamento cuando Tomás debatía qué decisión tomar. Para calmar sus nervios, respiro profundo y acto seguido entró en el auto, miro el medidor de combustible, aún quedaba algo para viajar hasta el desarmadero, la decisión estaba tomada. Pero el anciano se percató que no podía vender el auto con el buen estado que tenía, a patadas rompió los vidrios de los medidores de aceite de combustible y la radio, con la llave rasgo los asientos de cuero, salió del vehículo y con una piedra rompió las ópticas y el paragolpes, para rematar el trabajo, con la misma piedra rompió en una esquina el vidrio delantero.
Por un largo camino de ripio, Tomás manejo hasta llegar al desarmadero, al bajar del vehículo noto como el sol salía en el horizonte, la luz que arrojaba le permitió ver la entrada del lugar; parvas de variados autos decoraban, a ambos lados, un portón de madera. De entre las sombras que cubrían muchos de los autos despedazados emergió un perro que hizo retroceder a Tomás de un salto, para su suerte, el cánido
estaba encadenado. Estar privado de su libertad no le impidió al animal aullar hasta que vio venir, desde una casa que había al fondo del terreno, a su dueño. El hombre en cuestión bestia tan solo un calzoncillo y portaba, como elemento de seguridad, un rifle de caza; al ver que se trataba de un simple viejo, volvió a la casa para dejar el arma y recibir, de forma pacífica, al hombre.
Con el ambiente más calmado, y luego de presentarse, Tomás explicó al hombre que deseaba deshacerse del auto y que un amigo de su pueblo le recomendó venir a este desarmadero. El dueño del lugar observó, por dentro y fuera, el Falcón, analizó los daños y le ofreció un precio a Tomás que este regateo un poco para dar más credibilidad a su historia. Acordado el monto, Tomás recibió el dinero y procedió a marcharse, el dueño del chatarral, intrigado, le consultó cómo haría para volver al pueblo. La pregunta tomó por sorpresa a Tomás, pero este supo resolver el problema cuando le dijo al hombre que tenía un amigo, el cual vivía en las cercanías y podía llevarlo; satisfecho por la respuesta, el hombre procedió a despedirse y entrar en su propiedad.
Luego de marchar por horas, Tomás llego al cementerio, los pies le dolían, pero sabía que debía continuar con la limpieza del lugar para erradicar las pistas que podrían quedar; en especial los casquillos de bala y colas de cigarrillos que dejaron los hombres. Terminada la limpieza, Tomás camino a su hogar, al llegar saludo a Sara y, luego de inventar una explicación para su señora, se recostó a dormir hasta la tarde.
***
Pasaron años, los generales dieron lugar a los presidentes y Tomás pudo al fin abandonar el trabajo en el cementerio. El tiempo es cruel con los hombres y con Tomás no hizo excepción, postrado en una silla y casi ciego por la diabetes, vio como cada día la vida se le escapaba, con el dinero que obtuvo de trabajar para los tres hombres podría haber costeado tratamientos y medicamentos, pero no quiso, para él ese dinero estaba sucio. En un último esfuerzo escribió sus memorias, dictaminó en su testamento que debían ser leídas luego de su muerte. Más tarde que temprano, el corazón de Tomás cesó de latir cuando dormía en la cama de una clínica, llevado a tal lugar porque un riñón dejó de funcionarle; debido al uso excesivo de insulina.
Tras dar el último adiós a Tomás, sus descendientes se reunieron en torno al escribano, quien, apoyado sobre su lujoso escritorio, leyó el testamento. En el papel se aclaró que parte correspondía a cada hijo y nieto. Terminada la lectura, el escribano saco de la misma carpeta de donde tomó el testamento las memorias de Tomás; los primeros párrafos era una mezcla entre una biografía y consejos para llevar una buena vida. Al final del texto, el notario detuvo la lectura y miro extrañado el papel, como si algo estuviera mal escrito, quedó boquiabierto unos segundos y luego de dar una fugaz mirada a todos los familiares leyó entre tartamudeos lo siguiente:
“Finalmente, hijos míos, en estas líneas he de confesarles algo. Antes que nada, quiero aclararles que si no le dije a nadie lo que a continuación va a saber es porque temía represalias. Por mucho tiempo, cuando ustedes no vivían más conmigo y su madre, dedique horas en la noche a enterrar adolescentes; muchos de ellos eran nenes. No realice tan horrible acto por perversión o por alcanzar algún fin egoísta, lo hize bajo la presión de tres hombres, cuyos nombres jamás conocí. Cada cierto tiempo, bajo amenaza de muerte, me entregaban el cadáver de algún chico para que me encargara de hacerlo desaparecer; los enterraba en el cerro que está al lado del cementerio. Sobre esa colina tendrán que buscar los restos. Procedan con inteligencia y encuentren a sus familias que con dolor los deben seguir buscando, salven mi alma.”
Luego de leídas estas líneas, todos en la sala palidecieron sin saber qué decir, pero, entendiendo la gravedad del asunto, los hijos de Tomás llamaron a las autoridades pertinentes, además, tomaron contacto con una asociación de familias de desaparecidos. Policías y forenses, acompañados por lugareños y familiares de desaparecidos, instalaron un campamento en el cerro. Con palas removieron la tierra y con picos partieron las piedras, el esfuerzo dio frutos, al cabo de unos minutos las palas de los buscadores golpearon huesos descoloridos que como rocas permanecieron años escondidos en la tierra (reescribir). Los posteriores análisis forenses y pruebas genéticas comparadas dieron su veredicto, de alguna manera, esos niños se reunieron con sus madres y el alma de Tomás alcanzó la paz.