EL AMERICANO

 

            Por supuesto que toda la culpa no debe ser cargada siempre sobre mis hombros si examino hacia atrás mi vida.  Sólo la culpa inicial: la búsqueda, la conquista y el engaño. Lo demás lo ha puesto, a su vez, cada ser a mí allegado con su respectiva personalidad que exigía e imponía límites.  Y, ante todo, que aceptaba.

          Por ejemplo el caso de mi marido, que vos, Alfredo, has conocido de cerca no sólo porque sabías desde el principio que no podía congeniar conmigo, que me “quedaba chico”, como decías, sino también porque lo has seguido desde fuera averiguando por tu lado, discretamente, entre los amigos comunes.  O cuando nosotros salíamos juntos y me dabas la oportunidad de comparar fácilmente tu erudición y tu don de gentes con la chatura de él.

          Por eso poco me resta de tantos años de vida conyugal.  Algunas cosas, sin embargo, las miro todavía con ternura.  Te lo confieso.

           Sí, podía explicármelo ahora a mí misma, aunque a veces oleadas de desprecio me hubieran conmovido  hasta el fondo.  Pero ahora, la ausencia opacaba las cosas y, en ciertos momentos, la visión de una nuca semejante, de un pelo que nacía como el de aquel hombre, me llenaban de ternura.

           Veo su gesto habitual de alzarse los pantalones que siempre estaban cayéndosele, el minucioso rito de cargar el encendedor, la silueta ágil con una barriga alta de extranjero –“no como la de los latinos, vientre bajo de comer pastas-“, la cintura fina, el momento de alzarme alto en el aire con aquellos brazos fuertes, en los primeros tiempos…, esa nuca tan conocida, su pelo corto y bien ondulado, como el de mi padre.  Todo esto se sumerge, no obstante, en la multitud de hechos desagradables: mi soledad nocturna, la ebriedad, la admiración de él mezclada de desprecio: “Todo eso lo has aprendido en los libros”.  Argumento que empleaba siempre que discutíamos y que, en realidad, resultaba aplastante y definitivo. 

          Reconozco haber pagado caro el más grande error de mi vida.  Doce años de mi mejor edad tras el afán de ir adquiriendo conciencia de sí, y alimentando la esperanza de alguna mejora que hiciera la vida tolerable, a menos como compañeros.  No recuerdo una satisfacción gratuita, una satisfacción que, plena, me haya sido prodigada, quizá porque yo misma he tomado parte en todas las satisfacciones o las he inventado.  Quizá porque he asumido demasiadas cosas de mi vida en común.  Todas las responsabilidades.   Sé, solamente, que mi porción de culpa es, como siempre, inicial.  ¡Es tan fácil para una mujer hacerse querer! El error consiste en haberme casado para huir de otro tipo de situaciones sentimentales que fueron pretexto, francamente, de mi rompimiento anterior con vos, Alfredo.  “Amistades peligrosas”.

           Al escribirte aquella carta en que concluíamos nuestra vinculación de solteros yo las invocaba, a esas situaciones sentimentales, sabiendo que mi franqueza había de conmoverte sin enajenarme simpatía a tus ojos y haciendo que aceptaras más fácilmente mi deseo de entrar en la normalidad, utilizando como instrumento a un hombre como el que habría de ser mi marido y no a vos.  Vos eras ese hombre comprensivo y fuera de lo común a quien las cosas podían decirse sin motivo para el sarcasmo o el desmérito.  Y así probaste siempre serlo.  Y por eso estuviste para mí, a partir de ese momento, por encima de todo. 

          Hubo, pues, en mi matrimonio un engaño inicial del que me siento culpable.  Y que pagué con el engaño que me descubrieron los años: el de haber creído que casándome probaría una armonía física que sería suficiente, tendría hijos e ingresaría en la vida de los demás.  Los fracasos de mi buena intención se fueron, por eso, acumulando.  Quise hacer de otro ser un instrumento externo de mi propio equilibrio y no lo logré.  No lo logré porque es un imposible.  Ahora sé que el equilibrio surge desde dentro y sospecho que, para mí, sólo ha de venir con la muerte.  ¿O aún es posible que sea fruto de la soledad? Equilibrio y paz, otra cosa no pido ahora.  ¿Pero la soledad me dará equilibrio o sólo resignación? ¿Tendrá la soledad el mismo papel que la flebitis tuvo para aquella pariente a quien tanto le gustaba bailar?

           El error había estado siempre, precisamente, en no ser como ellos.  Como los primos y las primas, casándose, teniendo hijos, inclinándose lentamente hacia la tierra, sin sentirlo.  Resignándose cada día y levantando como escudo el orgullo de sus posesiones: mi marido, mi hijo, mi casa, mi heladera.

          Estos seres, descontada la malevolencia, eran ejemplares.  Ejemplares en el sentido de la especie, de animales humanos.  Cumplían su tarea con un fatalismo inconsciente de número-persona y sin pedir explicaciones de nada.  Cuando alguien se detiene a preguntar el primer “por qué” ya huye del agrupamiento.  Y a esto me he referido al decir que ése podía ser el inevitable error: haber salido del hermoso y consolador rebaño.  Entonces, el amor había comenzado a complicarse, el ganar la vida había comenzado a complicarse.  Se perdía la pura condición de entidad-sexo-femenina para ser un animal que razona y exige, imperioso, monstruoso, y, en el fondo quizá, mucho más brutalmente egoísta.  Y andábamos sueltos.  Y como cada vez pensábamos más, estaban los matices, las diferencias de conceptos que nos impedían agruparnos a los animales escarabajos.  Y dábamos tumbos igual que los otros, entre los otros.  Esos otros hombres y mujeres que tan solos estaban en la familia, pero tan unidos en la especie.  Los que pensábamos estábamos solos en la familia y en la especie.  Siempre en contra, como en el poema de Tuñón.

          Y andábamos maquinando por todo.  Tener o no tener hijos. Cómo comportarse.  Las enfermedades.  ¡Qué absurdo era todo! ¿La vida debía ser sólo lo otro? Crecer, reproducirse, morir.  Si no les sobrara malevolencia –como digo-, los demás seres humanos serían tolerables y admirables. 

          Como siempre, cada vez que estaba en contacto con esos “otros”, la simplicidad de sus costumbres agotaba mis resistencias.  Me enfrentaba conmigo misma y me llenaba de pena, por supuesto pena de mí misma.  Nada más fácil, nada más orgulloso que esas constataciones. ¡Ay, pero hubiera sido tan lindo poder ser, realmente, como ellos, para eludir responsabilidades y ataduras con esa dulce, tirana y egoísta facilidad animal!

          ¿Sos feliz, Alfredo, me pregunto ahora, vos que llenás bien las condiciones exigidas por la estadística y las noticias fúnebres: esposa, hijos, sociedades anónimas? ¿O simplemente no te has interrogado tanto como yo y seguiste viviendo cada día, que es lo que en realidad deberíamos hacer ya hacemos, no es cierto? Tirar, nomás.  Seguir tirando.  ¿Hasta?

          ¡La muerte!

          “Y a nuestros pies un río de Jacinto

           corría sin rumor hacia la muerte.”

          No sabía por qué retenía este verso de Lugones.  Me gustaba a menudo pensar en la muerte, en los suicidas que había conocido.  Hubo días en que realmente deseaba morir, morir para eludir mis complicaciones.  En que pedía morir.  ¿Pedir a quién? Me gustaba imaginarme muerta, pensar en la lástima que desplegarían sobre mí todos los que me querían.  Era infantil, lo sabía, este deseo de que todo retornara a su lugar con la muerte y de comprar, así, un aprecio intacto, un recuerdo permanentemente cariñoso.  ¿Por cuánto tiempo después? Sabía en la forma sinuosa que ciertos recuerdos se instalan en la mente y quedan ahí, pero sabía también que llegaba un momento en que los recuerdos sólo se convocaban a fecha fija o en casos de desesperación en que no había otra cosa de qué asirse.  Desde niña me había gustado pensar en mi muerte y la gran frase disolvente que siempre tenía en los labios ante cualquier situación de menosprecio, autoridad, avidez o tedio oficinesco era: “Dentro de cincuenta años, todos calvos”.  Me parecía que esta constante evocación de la muerte era lo más antiburgués que podía pedirse.  Esa recordación diaria de que ningún bien valía la pena aferrarse.

          Pero un “hecho de muerte” es verdad que no lo había imaginado mezclado a mi vida, ni que por él debiera justificarme.  No nos veíamos tanto como para crear situaciones extrañas, como para que ella pudiera considerarte enemigo, pero en el fondo no se engañaba.  Vos eras mi mente lúcida, mi mejor espejo, el único que había creído en mí como su igual, como su más, como su prodigadora de bienes…