LA PROVINCIA

 

            Luisa me había preguntado si la foto en la mesa de luz me daría miedo. Era una foto ampliada desde la que aquel hombre miraba con sus ojillos penetrantes de siempre. No, las cuentas estaban saldadas. No me daría miedo. Había pasado mucho tiempo desde aquella desgraciada explicación, en la que él me había pedido que cesara de dirigirme a Luisa en la forma excesivamente afectuosa en que lo hacía. Ahora yo llegaba a Gualeguaychú de paso para mi pueblo y acababa de enterarme de que Carlitos había muerto.

          Leí un rato, y cuando oí apagar la luz del otro cuarto apagué la mía. No era prudente que la visitante conservara la luz luego de que las dueñas de casa la habían apagado. Me dormí casi enseguida, en esa cama de matrimonio en la que la mujer de Carlitos no quería dormir más. Soñé. Soñé que dejaba recostar mi mejilla sobre la de Luisa, sobre aquella piel tan pálida y tan suave, y que su cabeza reposaba luego en el hueco de mi cuello y del hombro.

          Me desperté casi contenta, aunque la sensación de cosa terminada persistiera. Era como si a la vez sintiera un alivio, como cuando me acostaba luego de dejar bien arreglados mi cuarto y mis papeles, o como cuando dejaba pagas todas las cuentas del mes. Entonces, por el momento, había un intermedio de tranquilidad. Así era ahora, Carlitos había muerto, Luisa iba a casarse; trabajaba, mientras tanto, en dos empleos.  La casa en que vivían era cómoda, los muebles, nuevos; había cueros por el suelo y sobre las camas y calefón eléctrico. Pensé que cuando regresara a Buenos Aires iba a romper la mayoría de las fotos que conservaba de Luisa. Guardaría sólo unas pocas, para precipitar los recuerdos en momentos melancólicos. Al levantarme me alegré de que hiciera un día espléndido. Sin duda, el colectivo hacia mi pueblo saldría a las diez, como había prometido, pues el sol tempranero secaría bien los caminos mojados por la lluvia de la tarde anterior.

          Cuando el colectivo tomó la parte asfaltada del camino que salía de Gualeguaychú, pensé que nunca más volvería. Nunca más.

Luisa se conservaba casi como antes. La cara un poco más llena, pero la cintura fina y la boca bien delineada, llena de pequeños gestos de orgullo y de pudor. Yo no recordaba haber visto una boca más hermosa y prometedora que aquélla. Su dueña sabía bien lo que quería, sabía hacerse respetar, sabía imponerse, aunque enrojeciera a la menor mención de todo lo que constituyera su intimidad. Por ejemplo, ni una vez había mencionado el nombre de Carlos ni se había referido a su muerte para nada.

Era evidente -ahora lo reconocía- que Luisa había sido la mejor obra de aquel hombre. Y él había tenido razón en no desear que su obra fuera destruida. ¿Pero es que yo había realmente significado el peligro de destruirla?

          Alzaba por ese entonces mi adolescencia confusa, de corbatones y comunismo, en rechazo absoluto de la familia, como corresponde a la edad. Y al salir del ámbito familiar para ir a rendir las equivalencias del bachillerato a Gualeguaychú, me había parecido que tocaba el cielo de la dicha, que me sentía comprendida por Luisa como hasta entonces no lo había sido nunca. Fuera de las compañeras del colegio, lejos del ámbito de las primas, aparte de la, hasta entonces, total confidencia con mi hermana. Allí, allí estaba "el alma gemela". Contemplado desde lejos, con el transcurso de los años, me parecía irreal que aquel sentimiento pudiera haber albergado tanta dicha y tanto dolor. Pero así son las cosas cuando se tienen diecinueve años.  La obra de aquel hombre había dado sus frutos. En aquella casa se notaban ahora los pequeños hábitos impuestos por Luisa y que, indudablemente, no habían sido patrimonio de su familia, como no lo eran de la mía, por ejemplo. Estos hábitos habían nacido de las enseñanzas de Carlitos y de la vida de estudiante de Luisa en Buenos Aires, y surgían de los viajes, del contacto con otra gente, del anhelo de modificar, con más belleza, con más lujo, la situación familiar de origen. Generaciones que habían viajado con anterioridad ya los tenían. O que poseían, desde antes, mayor libertad económica. Tal era el caso de la familia de Carlitos, donde la presencia de varios profesionales estaba indicando una posición distinta. Luisa, en cambio, los había adquirido, como yo misma, a lo largo de mi vida.

          Poner bandeja debajo del mate y del calentador, saber servir el té, batón para levantarse de la cama, que yo había visto luego colgado en el baño, buen talco y agua de colonia, ofrecidos con naturalidad cuando entré a darme la ducha, turbante bien puesto sobre los rulos de la noche, bolsas de celofán en los roperos y un orden amable en los estantes... Toda una técnica de pequeños gestos y usos, risibles de enumerar para ciertas personas, pero que completaban, al adquirirlos, aquella simple cordialidad de las sábanas frescas y la comida buena, siempre listas en las casas provincianas para agasajar al recién venido. Era una técnica que había que aprender -la de los accesorios y las maneras- y que halló en Luisa buen campo donde florecer. Había nacido de la enseñanza de aquel hombre y de la aprovechada observación. Pero estas cosas no hubieran prendido sin tierra propicia y deseos de asimilación, pues por sobre Rosa, la mujer de Carlitos, y hermana de Luisa, habían pasado sin mejorar mayormente su exterior ni su conducta, ni su ubicación frente a los seres y las cosas. En general, la gente no quería aprender. Era más simple dejarse estar en cualquier rutina. A menos que la propaganda o el estímulo de la charla vecinal fueran imponiendo la adquisición de objetos de diferenciación y prestigio: heladeras, televisores, radios portátiles y otros implementos. Era curioso para mí observar cómo todas las mujeres que apreciaba se habían elevado sobre su ambiente. Curioso, pero lógico. "Conflicto de generaciones", como estaba de moda decir. De aquel ambiente romanticón de familias fundidas cuyas "buenas maneras tradicionales" era cuestión de orgullo conservar, habían surgido a otro nivel donde se actuaba con más desprendimiento financiero, en medio de mayor abundancia de bienes y donde la "nota artística" era modernista, impresionista, con algo de francés y un poco de americano, en lugar de aquellas naturalezas muertas de pescados y aquellos tomos de La Ilustración Artística que habían sido el patrimonio intelectual de las generaciones anteriores. Y pensaba en mujeres porque era donde más evidente se hacía el cambio. Los hombres seguían hablando de las mismas cosas y desde la primera conscripción hasta ahora su exterior e interior poco habían cambiado. Se los seguía preparando para dirigir y para mirar las piernas de las señoras. En cambio, ni las mujeres que había conocido ni Luisa tenían nada que ver con el resto de sus familias, nada sino recuerdos de travesuras, de sueños adolescentes y comidas comunes. Y sin embargo, pese a que todas lo sabían y eran lúcidas para juzgar a los que las rodeaban, el cariño y la sensación de deber hacia ellos permanecían intactos, o eran aun mayores. ¿Era esto simplemente una cualidad de mujer o indicio de una superioridad sobre los demás de su ambiente, o signos de que amaban y odiaban el pasado mezquino? ¿O una muy femenina asunción de responsabilidades? Era difícil de aclarar, pero estas gente así liberadas, como yo misma creía serlo, trataban de hacer a los demás la vida cómoda, trataban de ayudar. Era fácil de reconocerse en una serie de sobreentendidos comunes difíciles de explicar. El pudor y la mesura requeridos por una buena convivencia -pensé-. Quizá toda la regla del saber vivir estaba solamente en eso: discreción. Cosa que estaba casi siempre excluida de la vida provinciana.

          El pensamiento en estas cosas me alegró. Se notaba que Luisa conocía su camino y conduciría su vida con eficacia. No quedaban restos del pasado ni otro vínculo conmigo que una cordialidad amistosa y sincera. Buenas maneras. Esto era lo que daba esa sensación de cuenta saldada.

          Aunque le oía decir a Luisa que no creía en nada ni en nadie, era indudable que, como profesional, creía en la ciencia y esto era ya un camino de perfeccionamiento. Luisa era bioquímica. ¿Qué no ha de poder hacerse con una dieta adecuada? Criar niños hermosos y sanos que no ofrecieran desencuentros sociales y cuyas hormonas segregaran con corrección, evitando toda fisura temperamental. ¿Acaso de un físico bien atendido, como correspondía hacerlo a una bioquímica, y de una psiquis debidamente observada por alguna profesora de psicología no podían surgir maravillas?

          Ojalá yo hubiera podido detenerme en esta creencia en la ciencia, sin torturarme más. Pero los caminos eran diferentes. Yo había elegido la literatura. ¿Por qué? Quizá porque no podía hacerlo de otra manera. Luisa recogería los frutos de su labor en todos los órdenes, aun cuando ingresara en la vida doméstica: tendría hijos hermosos, leería algunos libros, sabría desechar, como insanos, los pensamientos retorcidos y difíciles. Yo, mientras tanto, sólo miraría mis manos vacías. Este vicio de la lectura y la escritura y el cultivo del jardín. Sabía, desde ya, que eso sería lo único que me restaría. ¿Quizá, cuando se secara el cauce de la experiencia sentimental, habría paz? Un paso ya había sido dado con esta noche pasada en Gualeguaychú. No volvería más, pues era inútil pensar que aquello regresaría desde el pasado. Sólo el resquemor y la cicatriz de una herida cerrada. Y algún precipitante de recuerdos en las fotos que quedan en cajas de zapatos.

          ¿Pero es que en realidad el paso había sido dado al alejarme, o es que había quedado parada en la esquina mientras la vida de Luisa seguía por otro rumbo?

Sé leal ahora con vos misma y confiesa que no había otra salida que marcharme. Como antes, como cuando tenía diecinueve años y Carlitos había dicho: "El modo como usted se dirige a Luisa es el de un hombre hacia una mujer y a mí eso me da asco, tanto asco como ver dos chicos besándose; no lo puedo aguantar. Quizá usted no se conozca a sí misma... Pero prefiero que esto termine".

          Y así había, en realidad, terminado, ya en aquel entonces.