MANIFESTACIONES

 

           En el momento que empezaron las sirenas decidimos alejarnos. Era evidente que las sirenas anunciaban algo, pero tras el anuncio lo que venía no se dejó esperar. Patrulleros dirigidos a toda velocidad cortaban por entre la multitud agrupada frente al Museo de Bellas Artes. Había que apartarse, apretujarse unos contra otros o ser arrollados. La multitud bajaba apiñada por los jardines y escalinatas desde el monumento a Francia hasta la avenida. A partir de las sirenas, el desbarajuste fue general; no sólo nosotros decidíamos alejarnos. Todos corrían, algunos hacia arriba, hacia Laprida para ganar Las Heras, otros hacia los costados, pues la salida por Alvear y Pueyrredón estaba cortada por los locos virajes de los patrulleros. Descendimos todo lo rápido que pudimos hacia Libertador, pero la desbandada general nos cortaba el paso. Las sirenas de los patrulleros ensordecían. Apretadas entre otras mujeres que gritaban y hombres que habían perdido la calma, nos faltaba la respiración. Manoteábamos hacia arriba como todos los ahogados. Por fin conseguimos salir por un costado y empezar a correr hacia Pueyrredón. Pasamos entre los tranvías detenidos por la multitud que trepaba a ellos para huir de los caballos. Porque en Pueyrredón estaba la Guardia de Seguridad a caballo y con sables desenvainados, manejando sus caballos entre los que huían y sableando de plano, por las espaldas, a los que se ponían a tiro. Los caballos caracoleaban y resbalaban en los rieles de Pueyrredón y parecían enormes y negros, alzando sus patas delanteras al rigor de las riendas. Había que castigar a la mayor cantidad posible de gente y como ésta se movía en todas direcciones, los caballos la seguían girando en redondo o avanzando peligrosamente al galope hacia el monumento de Alvear. Corríamos sin mayor eficacia o rumbo hacia la plazuela, cruzamos la calle y con los cascos tamborileando a nuestras espaldas alcanzamos a trepar la barranca de los grandes gomeros en la placita de Falcón. Azuzados, los caballos trepaban también por las barrancas. La furia y el miedo hacían que todos nos desorbitáramos y huyéramos sin mirar detrás ni buscar un rumbo, y que se nos persiguiera aun a riesgo de la vida, pues los caballos se desbarrancaban en el césped húmedo. Otros subían, sin embargo, por los caminos frente al Palais de Glace y allí aguardaban rabiosos el final de nuestra frenética carrera hacia arriba. Nunca en tan contados segundos subimos tan empinadas cuestas, mientras los gases lacrimógenos cegaban nuestros ojos y los gritos y los insultos brotaban de todos los labios a la vez. No mirábamos atrás, no. Ahí quedaban caídos y llorosos, pisoteados y trémulos, los que un rato antes manifestábamos nuestra alegría por la liberación de París.

          ¿Qué era París para nosotros y para ellos? Para nuestra clase media era indicio de cultura y libertad, para ellos, y por lo mismo, era indicio de corrupción y decadencia. Tal como lo había sido para los mismos nazis. En ese entonces esta polarización era correcta; llevábamos setenta años de cultura liberal en nuestros hombros, nuestros padres conocían la "Marsellesa", aunque oprimidos por los franceses, en casa del abuelo vasco el estandarte de Liberté, Egalité, Fraternité campeaba sus ya desteñidos colores en el comedor, la clase poderosa celebraba el 14 de Julio en el Colón como fiesta propia, sabíamos quién era Hugo, Verlaine, Baudelaire y Voltaire mejor que quiénes eran nuestras glorias nacionales. Todo esto nos había llevado a celebrar el retorno de París a manos francesas, como un acontecimiento alegre que nos llenaba de orgullo. Los militares, en cambio, estaban por el Eje; había quienes nos habían apostado en Crítica que el día D no llegaría nunca. Y sin embargo había llegado. Todas las institutrices francesas de la oligarquía habían ido con sus niños prestados y con los ojos llenos de lágrimas hasta el monumento de la Plaza Francia. Estar presente era también para nosotros un modo de repudiar el régimen que soportábamos. Y todo esto había sido muy bien comprendido. Por amor a Francia no nos sentíamos menos argentinos, pero era lindo saber que París pertenecía otra vez al "mundo libre" y que así se cerraba el negro porvenir que nos hubiera traído el triunfo del nazismo, allá y aquí, si es que lograba afianzarse el fascismo nativo. Contra eso manifestábamos, por eso estábamos en esta fiesta que había terminado con los cascos de los caballos tras nuestros talones.

          Oscurecía cuando nos escurríamos presurosas por el lado de Alvear, a salvo ya, puteando contra los moros, siempre los mismos, macheteando fuerte para defender a los de arriba, sin que pudiéramos comprender que allí culminaba y terminaba nuestro mundo, que apenas un año más tarde comenzaría nuestra pequeña angustia de seres escondidos, medrosos, bloqueados y maltrechos. Terminaba una guerra y nuestro hermoso y falso mundo, lleno de valores gloriosos, entraba en desuso inexorablemente.