LOS QUE COMIMOS A SOLIS

 


 
                                                "loan Diaz de Solis, dio vela al viento,
                                                "Al Paranna aportó, do los engaños,
                                                "del timbú le causaron finamiento,
                                                "En un pequeño río de gran fama
                                                "Que a causa suya de Traición  se llama"
 
                                                MARTÍN DEL BARCO CENTENERA, LA ARGENTINA
 
                                                 "...y entonces los indios, según la historia, 
                                                 desde la orilla hicieron señas amistosas a Solís 
                                                 y sus compañeros; pero cuando estuvieron cerca 
                                                 los mataron con sus flechas y después los 
                                                 comieron..."
                                                      GANDÍA, HISTORIA DEL RÍO DE LA PLATA
 
 
                                                                                 I
 
—Pero ¿de dónde saliste vos, indio de mierda, hijo de puta...?
Las palabras del comisario Cáceres parecieron golpear las paredes blanqueadas de cal, rebotar sobre los duros bancos de madera, azotar, como una inesperada bofetada, las caras de los hombres que estaban allí, en la sala grande de la pequeña comisaría del pueblo; y después fue como si se prendieran y quedaran colgadas de ese hueco de silencio que se hizo, ellas mismas asombradas de que las hubiera dicho él, el comisario Cáceres, don Rufino Cáceres; porque todos sabían que desde que era comisario no las decía ya, aunque las había usado antes, cuando era solo sargento en Tres Bocas, o primero aún, mientras hacia contrabando en Puerto Yeruá; o antes todavía, siendo un muchachito que lustraba los zapatos de quienes iban a misa los domingos, o al café los sábados por la tarde, o esperaban, en cualquier día de la semana, el turno en la peluquería del turco Tufic, allá en Concepción, y entonces, por eso mismo, le decían –aunque esto no lo sabía- “mocoso boca e´letrina”. Claro que las había dicho antes, y bien dichas; pero desde que era comisario, junto con los anteojos que había comenzado a usar y que solo Dios sabe hasta por que punto necesitaba, o si simplemente eran llevados “para hacer pinta y nada más”, como sospechaba alguno en el pueblo; y junto con la lapicera fuente por la que canjeara la vieja birome de material plástico, había como limpiado su lenguaje, y en la voz que seguía siendo recia, mandona y viril, solo algún “jodido”, “gran siete” o “carajo” suplía precariamente la retahíla de palabrotas con que antes matizaba sus conversaciones. Por eso se asombró, sí, el Sosa López, cuando oyó los insultos del comisario; y se asombró también el tuerto Vázquez, que por allí pasaba en ese momento y se detuvo a espiar, por la puerta entreabierta que daba a la calle, para ver que era ese batifondo que venía de adentro; y se asombraron también los otros, los agentes. El Martínez, que acarreaba agua del aljibe para la patrona, la mujer de don Cáceres, con quien cumplía las horas de servicio que debía oficiar, según el reglamento, custodiando la paz en los boliches y las calles del pueblo; y el rengo Farías, quien aunque preso, se la pasaba, por orden de arriba, es claro, carpiendo los yuyos que con tanta lluvia habían invadido el patio y la vereda de la comisaría. Se asombraron de que las dijera, pero no de las palabras en sí, porque otras no cuadraban para ese gaucho, o mejor, indio desalmado, que había hecho lo que había hecho, lo que ningún cristiano podía ni siquiera pensar sin estremecerse, y que sin embargo era capaz de permanecer así, como ajeno y extraño, con el rostro aindiado, más de animal o de bicho que de hombre, escondida a medias bajo sus ropas raídas y las manos apretadas una con otra más abajo del fierro que ya las tenía bien acollaradas.
          Pero todos – el Sosa López y el ladrón que carpía, y el tuerto Vázquez-, aunque se sorprendieron, no de las palabras, sino de que las dijera, entendieron por que las decía; en cambio no alcanzaron lo que murmuró el coso ese, gaucho desalmado, indio o alimaña, que por primera vez levantó sus ojos chicos, brillantes como dos bolitas de acero detrás de las cejas apretadas y renegridas; y junto con ellos alzó también su cabeza, pequeña, hirsuta y afelpada, y los paseo –a ambos- por todos, como inventariándolos, hasta detenerlos en el comisario, para entonces decir, con palabras que parecieron más un gruñido que una voz, o la voz de un hombre no acostumbrado a proferir palabras, sino a arreglarse con gestos y gritos; dijo algo que, esto si, no lo entendió nadie: ni el comisario, ni el Sosa López, ni el tuerto Vázquez que seguía expiando desde la puerta lo que un segundo después sabría ya todo el pueblo, aunque tampoco ellos –los del pueblo- lo entenderían.
          Porque lo que dijo fue:
          -Yo soy de los que comimos a Solís.
          Lo dijo y se quedó callado y ya no volvió a hablar, ni siquiera cuando el comisario le insistió, siempre con voz de trueno, pero ya sin palabrotas, como si con aquel desahogo primero hubiera pagado su cuota de indignación, esa que todo hombre de bien se debe a si mismo por macho, y entonces, ya cancelada, pudiera volver a ser la autoridad, el juez, la fuerza legalizada de ese pueblo de Tres Esquinas; no habló tampoco cuando el López y el Martínez lo empujaron hacia el calabozo, y después de abrir la puerta lo mandaron de un empujón contra el camastro en que golpeó, pero después no se quedó porque fue trastabillando, por fuerza del envión o por ser hombre acostumbrado a prescindir de la cama, así fuera un camastro infame como ese, y a guarecerse en un rincón cualquiera, que podía ser del monte o del recodo de un río, o esa esquina del calabozo maloliente en que se quedó, insignificante y callado, cuando cerraron la puerta con doble vuelta de llave y se fueron –toc, toc, toc- por los pasillos de baldosas que el había visto de refilón, coloradas y sucias, sin imaginarse –ellos, los que se iban- que entonces si, cuando sintió que los pasos se apagaban, habló, pero solo para repetir las mismas palabras otra vez, con voz baja y sorda, como diciéndoselas a si mismo, como reafirmando su genealogía, su raza, su ascendencia: “soy de los que comimos a Solis, carajo”. Las dijo como para el, como sabiendo de antemano que ellos, los otros, aunque las oyeran no podrían entenderlas. Porque los otros no sabían quien había sido Solís hacía más de cuatro siglos, ni tampoco quien era el, el Ñuto Asencio, desde hacía casi treinta años.
 
 
                                                                               II
 
          Su patria había sido la franja del monte que se extendía y apretaba en la orilla oriental del río. Durante mucho tiempo, el había creído que ese río era el único que existía en el mundo; mejor dicho, hasta esa consideración se la hizo después, cuando supo que detrás de las talas y las espadañas y las pajas bravas que rodean el circuito de agua, había otras cosas –pueblos, ciudades y hombres que configuraban eso que se llamaba mundo-; pero por aquel tiempo, cuando apenas “gurí” aprendía a pescar mojarritas y surubíes, a preparar las trampas para cazar nutrias y a esmerar su puntería en los pájaros salvajes y en los gatos monteses, el no sabía comparar, porque solo conocía ese rincón agreste, clausurado en la bárbara soledad del río siempre turbio y el cielo constantemente alto.
          Después supo que ese río –el Uruguay-, era uno de tantos, y que venía del Brasil y marchaba hacía el Plata; pero siempre quedó como una incógnita comprender desde que punto arrancaba y como esa masa enorme, a ratos silenciosa, a ratos rugiente, que en otoño comenzaba a crecer, como en primavera se hinchaba el vientre de las bestias preñadas, amontonando –el, el río-, un caudal de agua que parecía de cuento y subía, y subía, hasta que de pronto reventaba el cauce, llenaba los zanjones vecinos, trepaba por las altas barrancas para desparramarse, primero culebreando entre los árboles, y después, casi sepultándolos bajo el golpe de su fuerza, extenderse por cuadras y cuadras hasta concluir en una retirada majestuosa, indómita, mientras dejaba sobre los campos muertos el trofeo de su poderío, las cosas que había traído de arriba: osamenta de animales navegando como oscuros y deformes barcos, víbora de piel lustrosa y cuerpo escurridizo, resaca de los lugares por los que había pasado con su poder arrollador; y que un año trajo también, entre todo eso, el cuerpo de su padre, hinchado, verde y casi comido por las sabandijas.
          Mejor dicho, el río no lo trajo. Lo dejó allá, cerca de Fray Bentos, atrapado en los yuyales de la costa donde lo vieron los ojos desorbitados de un marinero. Entonces la Subprefectura se movilizó. Lo sacaron de ese rincón en que había quedado varado, lo tuvieron en exposición, cubierto de sal –aunque el pobre ya esta podrido a más no poder-, en un galpón oscuro, para que las moscas y los tábanos no acabaran con el, esperando que apareciera alguien capaz de reconocer eso que se sabía era un hombre, aunque más se parecía a una carroña cualquiera, con el cuerpo agujereado de mordiscos, lustrado por las aguas, deshecho por el sol.
          Fue un pescador el que se acercó y lo vio:
          -Pero si este se me hace que es el Asencio, el del recodo de las Cruces…
          Les dijo así a los marineros y después se fue con su canoa por el río arriba, hasta el recodo mismo de las Cruces en cuyo remolino traicionero, hacía añares, se habían ahogado varios pescadores, y donde el hombre tenía su ranchada; y se lo repitió allí a la mujer que desde hacía días, con los gurises –que ya eran guachos, aunque todavía no lo sabían- prendidos a la falda y los ojos resecos de tanto recibir el tintinear del agua, miraba y miraba río arriba, esperando la canoa del hombre que no llegó, para escuchar las palabras que no esperaba y que le trajo otro hombre, que venía por el río abajo.
          -Guenas, doña.
          -Guenas.
          -Como esta, pues…
          _Bieniuste.
          -Esperando ¿no?
          -Ajá… L´Asencio que no llega. Van pa´seis días ya.
          -Mire, doña… se me hace que el Asencio si´a desgraciao…
          -Tal vez, nomás… Si esta anoticiao, diga, don…
          -Ta´en Fray Bentos, en la Subprefectura.
          -El río ¿no?
          -Ajá… Estuvo bravo, mismo que tigre encelao.
          -Y si… Habrá estao jodido pa´que me lo pudiera al Asencio…
          Entonces marcharon todos, con el perro, y las gallinas y algunas cobijas, y las pocas pilchas que entraron y que tenían, en la canoa del hombre que por profesión o destino o vaya a saber que, era lo mismo que había sido el padre hasta seis días antes –pescador en ese río turbio, nutriero en esas costas ariscas-, en aquel momento convertido en una cosa informe y maloliente que esperaba la mirada de alguien que dijera “Si, este es Zenobio Asencio”, entonces, cuando ya no era Zenobio Asencio sino una piltrafa aguardando el veredicto para ir a descansar al camposanto.
          Y allí, en la Subprefectura, lo vieron al padre. La mujer junto al pescador que de puro comedido no le ahorró esa pena, y los muchachos en un descuido de los marineros que, tambien de comedidos, se la habían querido ahorrar a ellos, “pobres inocentes, demasiado chicos pa´ver ese espectáculo”; pero fue como si no lo hubiesen visto: no lo reconocieron en esa cosa que era cualquier cosa, “hinchada y jedionda”, que daba asco y no pena; nadie pudo llorar: los chicos porque eran chicos, y la madre porque no tenía tiempo, y además nunca lo había hecho: solo supo repetir, como siempre que alguna calamidad la golpeaba –como cuando a su padre lo partió un rayo, allá, en el Rincón de las Gallinas, o en Concordia la creciente le llevó un día, hace ya añares, el rancho con todas las cosas: las ollas y las gallinas y las cobijas que la patrona le había dado cuando se aquerenció con el Asencio, y entre todo eso, hasta la cuna con el gurí que esos días había nacido-, solo supo repetir, entonces, como aquella vez, en una suerte de letanía o rezo:
          Y gueno, pacencia, pacencia…
          Esa tarde marcharon detrás del carro destartalado que en la Subprefectura le habían dado, hasta el cementerio; y vieron como el cajón, casi desvencijado ya antes de comenzar a podrirse en tierra, caía en el hueco abierto sobre el pedazo de campo llenito de yuyos y flores silvestres. Y después, con la última palada y las voces finales de los hombres, se quedaron allí, solos, la madre apretando entre las manos un trapo mugriento que malamente hacia de pañuelo, y los muchachos, los cinco, prendidos a su pollera, mirándola a ella y mirando el lugar, tan nuevo –sin río, sin árboles, sin gritos de pájaros salvajes, ni olor a vegetación fermentada-, bajo los últimos rayos de ese sol que por primera vez veían irse detrás de un horizonte libre de obstáculos.
          Después apareció el, el hombre que sería durante muchos años padres y patrón y amigo del Ñuto Asencio. Era un preso que justito esa tarde, había concluido su condena en la cárcel que estaba junto a la Subprefectura donde iban a parar los pescadores que se desgraciaban en una noche de farra, cuando bajaban el río, o los marineros que subían de Montevideo y gastaban su paga en los boliches del pueblo.
          Precisamente había quedado libre, y como no tenía donde ir, y como la curiosidad había podido más que era precaria libertad devuelta, se quedó allí, mirando primero al muerto, y después el carro que lo llevaba al cementerio y después a la mujer y a sus críos. Y entonces, cuando la vio sola –a ella, a la madre- porque todo ya había acabado, se acercó y le dijo algo, y después, haciendo de su insinuación una orden, marcharon hacia el pueblo, mejor dicho, lo cruzaron de largo, despacio, sin apuro –como hacen los que no tienen meta, ocupación o destino-, atravesando sus senderos de tierra, eludiendo las calles empedradas, hasta dar con el rancho de la comadre que estaba al otro lado, más allá de las casas y del asfalto y de las luces, en el ámbito estrecho e inevitable donde se amontonan las casas de los pobres.
          Esa noche, el Ñuto, antes de dormirse, desde el rincón en que se encontraban amontonados, tendidos en el piso de la cocina, alcanzó a escuchar algo de lo que se dijeron ellos, la madre y el forastero, primero sentados junto al fogón, y después sobre el mismo suelo de tierra apisonada, pero en el otro extremo donde solo eran un confuso bulto diluido en las sombras y un simultáneo jadear en el silencio de la noche hueca de ruidos.
          -Y… ¿qué piensa hacer, doña?
          -Ya se verá, pues…
          Véngase conmigo. Tambien yo trabajo en el río, doña, y un techo no le va´faltar.
          -´tan los gurises.
          -Tráigase uno, pues, y los demás se los deja a mi comadre que será gustosa. Ya ve uste: vive sola y tiene su ranchada. A los otros se los da al cura, que tiene un asilo, según dicen.
          Y no, don… son por demás gurises.
          -No sea zonza. Sola no va a poder con tanto guacho… Y no va´encontrar hombre que cargue con tanto crió.
          -Quien sabe, pues… Algo saldrá.
          -Piénselo y mañana me lo dice. Yo me la llevo a uste y alguno; si gusta, digo…
          -Vamos a ver, pues…
          El Ñuto supo que los días pueden ser parejos de duros y arduos aunque se pongan leguas de tierra y de agua entre un lugar y otro. Pero esto lo supo después, en la otra banda del río donde cayó con el forastero aquel que había estado preso y que ya no lo estaba –aunque con elemental prudencia amontonaba leguas entre el lugar donde se había “desgraciao” y la nueva querencia-, el hombre a quien todos llamaban el Lagarto, todos menos el, que le decía “don”, como le dijo aquel primer día en la Subprefectura y como lo seguiría nombrando en los largos años que pasarían juntos en ese rincón del monte donde cobijaron, uno, su desamparo, y el otro, los restos de una niñez desvalida, jugando ambos sin saberlo, con las formas más ásperas del coraje.
          En la bárbara soledad de esa extensión, el Ñuto aprendió a dominar el río, a descubrir los misterios del monte, a vencer la naturaleza, en una lucha cuerpo a cuerpo, con la potencia de su propio brazo prolongado en el rifle, repetido en un espinel, multiplicado en un ingenio que crecía mientras los músculos se afirmaban y los ojos se hacían más duchos para escudriñar el monte y para huir de los hombres que, por otra parte, casi nunca veían.
          En cierto modo, era como si la fuerza telúrica almacenada en los árboles vírgenes y en las pajas bravas y espadañas invioladas, se trasvasara a su propio ser, también virgen, retobado y arisco.
          A veces, en la vida, las cosas se repiten imprevisiblemente. Así lo entendió el Ñuto, aunque de modo oscuro, aquella tarde, mientras marchaba hacía Colón sobre la canoa que había estado repleta de pescados, pero que no lo estaba ya, porque surubíes y dorados habían quedado en la desembocadura, tirados sobre el arenal de la costa, mirando al cielo con los ojos abiertos, casi con la misma mirada vacía con que desde el fondo de la embarcación que marchaba apresurada, lo miraban los ojos de el Lagarto, tieso y duro bajo la puñalada que le había abierto el pecho allá, en el almacén de la misma desembocadura.
          A veces, También, un destino turbio tuerce las cosas, inevitablemente. Así, aquella ingenua reunión en el boliche donde habían ido a vender su pesca, o mejor, a canjearla posprovisiones, resultó el principio de todo ese desorden desencadenado como se precipitan las cuentas de un rosario que se corta: la puñalada inesperada de el Uruguayo, hombre de pocas pulgas; el Lagarto en el camposanto, y el, el Ñuto, entre las paredes frías de ese asilo de Colón en que lo pusieron las autoridades del pueblo ciudad (donde había ido a parar con el muerto y ese milico entrometido que lo acompañaba), cuando lo vieron solo, con su endeble adolescencia incierta y chúcara.
          -Pero miren, si casi es un bicho –había oído decir entonces.
          -A este gurí hay que enseñarle a hacerse gente, a escribir…
          -Yo creo que primero hay que enseñarle a hablar en cristiano –apuntaló otro.
          Pero todo esto ya no lo pensó ni lo recordó el Ñuto aquella vez, cuando marchaba, bajo la madurez del mediodía, con el cuerpo del hombre a quien todos nombraban el Lagarto y el “don”, y al que había querido con la simple y elemental hondura con que quiso a su padre, sin palabras ni gestos: sino que lo recordó después, cuando todo aquello ya había pasado y también era solo una confusa evocación los mese vividos en aquel lugar que los del pueblo llamaban asilo, y los curas de la casa, colegio, y el, el Ñuto, cárcel, aunque en verdad no sabía que era una cárcel sino de oídas, de habérselo escuchado a el Lagarto.
          Pensó todo esto después, ya de regreso a ese rincón del monte, que era distinto de aquel compartido en día con el Lagarto, pero que sin embargo resultaría idéntico en su clausurada y agresiva soledad; y ya de vuelta, tambien, de aquellos patios helados, inmensos dormitorios y lecciones impenetrables con los que había querido civilizar a ese muchacho acostumbrado a recoger las respuestas de las cosas en la vitalidad del monte.
          Porque en el colegio-asilo-prisión, inútilmente se habían fatigado en enseñar a leer, a escribir, a sumar; a retener las leyes de la naturaleza, el proceso de la historia, el desarrollo de las ciencias. En vano maestros y curas derrocharon esfuerzos. Su mano, acostumbrada a la dureza de los remos, a la áspera caricia del espinel, a la cálida vecindad del rifle o del machete, se trababa en la tersura del lápiz, temblaba al querer dibujar los signos de la escritura, así como resbalaban en su mente las reglas de sumar o las lecciones de botánica apuntadas en la pizarra, porque el estaba habituado a responder los enigmas que le presentaba la vida con las réplicas que andaban por el cielo y los árboles.
          Pero, no obstante, algo aprendió el Ñuto; o mejor: algo se quedó grabado, como una placa fotográfica, en esa mente habituada a recibir las cosas por iluminaciones súbitas. Fue un día en la clase que imagino sería de historia, y que tenía por maestro a un desgarbado muchachito recién salido de la Escuela Normal.
          Ya habían visto el descubrimiento de América, las peripecias de Colón; entonces, según el orden del programa, correspondía enseñar la expedición de Juan Díaz. El maestro les habló de los preparativos de la marcha, de los largos días pasados sobre el océano; después, del asombro de los españoles al enfrentar la grandeza de aquellas aguas dulzonas que llamaron por eso mismo Mar Dulce, y al que luego dirían Río de Solís, y después Río de la Plata, y que era donde desembocaba el Uruguay, el río que ellos veían cuando los curas, los domingos los llevaban de a dos en fondo a pasear por la costanera, o cuando algún otro día iban a pescar más allá del murallón de piedra; y les dijo, además, cómo por ese río se internó Solís con sus compañeros y sus barcos, y cómo después enterraron a un tripulante muerto, en una isla que los salió al paso, que desde entonces se llamó Martín García por él, el marinerito fallecido, que tal vez nunca habría soñado con eso, como tampoco habrían soñado los otros –Solís, y el contador Alarcón, y el factor Marquina, y Francisco del Puerto- que la fama de ellos vendría por algo más inesperado  horrible: por el hecho de ser muertos y después comidos por los indios de allí.
          La voz del maestro, inútil soñador de aventuras, se enfatizaba gradualmente mientras amontonaba pormenores y detalles que había sacado de los libros, sí, pero más de su propia fantasía: los charrúas llamando a los españoles, haciéndoles señas amistosas; Solís y sus compañeros sobre el río indiferente, acercándose a la costa; el sol, la expectativa, la confianza también; y de pronto las flechas y los alaridos y la muerte; y después la sangre del descuartizamiento, en la costa, el humo de las fogatas, el horror de los españoles ante el festín indígena.
          Al llegar a este punto, como siempre ocurría, el maestro vio las caras de los muchachitos contraídas primero en un gesto de ansiedad, y después de terror, y después de asco; y pronto sintió los murmullos de rebeldía y la náusea de esos “gurises” que aunque toscos y elementales se indignaban ante el hecho de que hubiera hombres –así fueran indios-. Capaces de hacer eso: comerse a otros hombres –aunque éstos fueran españoles-, como ellos se habían comido en el recreo anterior el pedazo de galleta dura con que en el colegio les hacían, más que reponer las fuerzas, disminuir el hambre del almuerzo cercano.
          El maestro creyó entonces que los gestos de desagrado y de asco correspondían a todos; pero el maestro se equivocaba. Porque desde su asiento, el penúltimo de la clase, el Ñuto, que había seguido la narración como la clase entera, casi sin respirar de puro atento, no se extrañó, como los otros, de que los indios hicieran lo que hicieron, ni sintió asco por ello; más aún: fue como si de algún modo hubiera esperado primero y gozado después con ese final en que el ultimo correspondía a ellos, los dueños del monte y no a esos entrometidos que llegaban con barcos y uniformes. Además, el sabía que las cosas eran así en esa selva que no conocían ni el maestrito endeble de esos muchachos salidos de las ranchadas de ciudad; porque esas cosas se aprendían solo a la intemperie, allá, donde el había medido ala fiereza del cazador que defiende su tierra o protege su vida persiguiendo, matando, descuartizando. Y también, comiendo, si se le daba la gana, de eso que ya era suyo porque lo había conquistado de puro macho.
          Por primera vez en muchos meses, el Ñuto oyó otra vez el zumbido del viento discutiendo con los árboles, allí, en el aula; y escuchó el sordo rumor que subía desde la tierra y el agua. Sintió, además, como esos ruidos crecían y como el viento se animaba para vivificar las figuras inmóviles que desde una lámina de cartón prendida a la pared lo miraban a el y a los otros que descubrió conocidos: la de su padre, Zenobio Asencio, disimulado bajo las plumas y pinturas de una cara india, pero más reconocible que aquella tarde en la Subprefectura, con el vientre hinchado y con los pies casi comidos del todo por las alimañas; la de el Lagarto, como era antes de la puñalada que lo había dejado tieso en la Desembocadura; la de su propia madre, que no había vuelto a ver no sabía desde hacía cuanto tiempo, aunque si sabía que era desde aquella tarde, en la Subprefectura de Fray Bentos, cuando le puso la mano áspera sobre la cabeza, y le dio un torpe beso sobre la mejilla, y le dijo “ Vaya m´hijito, y que Dios me lo haga hombre”, y después con los crios que habían sido cinco pero que desde entonces serían cuatro, prendidos a su falda, marchó hacía un lado del río mientras ellos, el Lagarto y el, tomaban el rumbo de la otra banda. Y también en los otros, en los españoles que desde la cartulina el veía subir por el río, reconoció, bajo las vestiduras de hierro relampagueando al sol, la cara del sargento que lo había acompañado aquella tarde desde la Desembocadura, con el cadáver de el Lagarto, y la del comisario que decretara su internación, y la del cura que en esos días se fatigaba inútilmente por enseñarle catecismo.
          Esa noche el Ñuto se durmió con el olor de la selva en su cama y repicar las lanzas y tambores en lso oídos.
          Y fue a la mañana siguiente en la clase de aritmética. El maestro tomaba las cuentas de sumar. El Ñuto desde su rincón, como entre sueños, oía ese murmullo uniforme y vago que llegaba hasta la orilla poblada de río, de árboles y de indios, oscuro tiempo al que había regresado: aquel en que los nativos corrían por una tierra que era propia, “antes que los españoles llegaran”, pensaba el; en realidad, antes que las escritura y los timbrados se las entregaran a otros, señores de ciudad, comisarios de pueblos, políticos que nunca ni siquiera las habían visto.
          El maestro, tal vez, sorprendió la lejanía de ese muchachito chúcaro, siempre callado y ausente, pero entonces más fuera de allí que nunca. Y por principio, por disciplina o tal vez por escondida dosis de maldad que llevamos sin saberlo, si dirigió a el precisamente y le dijo:
          -A ver vos, la del siete…
          Y entonces todos, el maestro y los veinticinco alumnos, primero con perplejidad y luego con sorpresa y después con una carcajada unánime, escucharon como el Ñuto se paraba y apresurado, atropellándose, con un borbotón de palabras –el, que apenas se manejaba con monosílabos y basta- jadeando, arrebatado, les contaba a ellos –al maestro, a los alumnos- la historia de Solís: los españoles que llegaban, los indios que hacían señas amistosas, las flechas que partían, herían, mataban… Las últimas palabras llegaron enfáticas y definitivas, como un canto de triunfo o un grito de victoria:
          -Y entonces, después, los indios se acercaron y lo comieron a Solís…
          Pero quedaron sepultadas bajo la carcajada de la clase que el maestro no pudo detener porque también el, el maestro, se estaba riendo a más no poder.
          Esa mañana, en el recreo largo, el que usaban para comer la galleta y hacer las travesuras más importantes del día, los muchachos lo corrieron al Ñuto, le pusieron una vara de mimbre en la mano –“Tomá che, se te perdió la laza”- le colgaron un taparrabos hecho con un pequeño plumero pescado Dios sabe donde. Casi al final, en el rincón en que se había escondido, el Ñuto sintió como uno de los muchachos al pasar le decía:
          -Chau, Solís…
          Y oyó también que el otro le advertía:
          -No, pavote, este no es Solís: es de los que se comieron a Solís…
          Esa noche, cuando todos dormían, el Ñuto abandonó su cama, cruzó el patio de baldosas coloradas, saltó el muro ruinoso, atravesó las calles polvorientas del barrio, llegó hasta el río, se cobijó en los matorrales de la costa, caminó por cuchillas y cerrilladas, bordeó cañadas, evitó lomas erizadas de tunas y pueblos con gente. Y caminó, caminó, caminó.
          Dos mese después llegaba otra vez al monte. Y el monte consumió la adolescencia del Ñuto Asencio. Y en el monte se hizo hombre. (Alguno, es claro, podrá decir que allí, en realidad, se fue haciendo bestia, animal o alimaña).
          Un día el Ñuto Asencio conoció el amor. El no sabía que era amor esa fuerza elemental, primitiva y urgente que le volvía brillantes los ojos y apresuraba el ritmo de su sangre cuando veía el rostro moreno de la Rosa o miraba su cuerpo delgado arrastrando el barril de agua desde el río hasta el boliche, o la contemplaba junto a su padre, moviéndose para atender la clientela allá, cerca del lugar que llamaban el pudridero porque, según se contaba, alguna vez había sido un cementerio indio.
          La había visto un día cuando, decidido a no ir más a la Desembocadura para hacer sus provisiones, porque en ese lugar lo encontraba siempre el triste recuerdo de el Lagarto, había subido con su canoa por el río, hasta que dio con el recodo sobre el que acostaba su boliche don Zapata, el gallego que por razones de miseria y de algún oculto delito, había ido a parar allí desde sus lejanas tierras, con la mujer y esa hija única que, de entrada nomás, le llevara los ojos. 
          Cada dos o tres meses, el Ñuto llegaba para cambiar cueros de nutria y pesca reciente por el poco de yerba, harina, tabaco y caña que necesitaba; y también por algunos pesos, pero nunca eran muchos, porque ¿para que quería dinero allá, en la maraña del monte, si tenía “tamangos” de cuero duro y tientos fuertes, y bombachas desteñidas por los soles de tantas temporadas pero buenas todavía, y ese poncho heredado de el Lagarto con que se abrigaba por las noches y se guarecía de la lluvia?
          Subía por el río, cada dos o tres meses; pero desde que vio a la Rosa, comenzó a ir más seguido, aunque la provisión de yerba todavía le aguantara o el tabaco anduviera a medio acabar. Y entre una subida y otra, el Ñuto, con esa sabiduría que no se aprende en ningún lado, sino que ya se trae, fue cercando a la muchachita de piel morena y ojos oscurecidos; y un día entretuvo su mano en la de ella, junto a un paquete de yerba, y otro, rozo su espalda, como al descuido, al cruzar la puerta que malamente sostenían unos cueros; y otra vez, cuando la encontró en el monte ya apretado de sombras, volviendo del río donde había ido por agua, le salió al paso desde el escondite en que la aguardaba, y la tomó de la cintura, perentorio y tosco, y la arrastro entre las altas espadañas de la orilla hasta los yuyales más tiernos, sin decirle nada, mejor dicho, exigiéndole simplemente, “Vení… vení para acá”, mientras le tapaba la boca, por si la muchacha gritaba, pero después ya sin tapársela, porque vio que la Rosa no solo no protestaba, sino que se prendía a el, y desde el suelo donde la había volteado, se incorporaba a sus gestos que eran los del amor, aunque el Ñuto no lo sabía, como tampoco lo sabía la muchachita que por primera vez hacía eso con alguien que le gustaba de veras: el hombre achinado de ojos oscuros y huidizos que desde hacía un tiempo poblaba sus sueños que aún eran de muchacha, aunque su cuerpo ya era de mujer porque un día un matrero, cuando apenas tenía trece años, la había llevado, también así, hasta un rincón resguardado de totoras, y la había iniciado en lo que ella no había hecho todavía, pero ya sabía que era y como se hacía, porque a orillas del monte todo eso se aprende muy pronto.
          Y después (después del jadeo, del espasmo y de la paz), se quedaron de espaldas al suelo duro, mirando las estrellas que se encendían arriba, sintiendo el chasquido de la vegetación que los envolvía y el machetazo lejano de algún obrero atrasado de la Campaña que por entonces desmontaba parte del lugar. Y el dijo despacio, como hablaba siempre, pero esta vez con una voz que se hizo menos áspera y que ella recogió y contestó también así, enternecida.
          -Te venís conmigo, aurita…
          -¿Y el tata?
          -Se lo decimos, pues.
          -Se va´enojar mucho, se me hace.
          -Entonces, no le decimos nada…
          -Ajá… Nos va´joder.
          -Deande va´poder. Aya es lejos. Y es lindo ¿sabes? Te va´gustar. Nada te´a de faltar…
          Y la muchacha dijo entonces “gueno”, pero si no lo hubiera dicho hubiera sido lo mismo, porque el Ñuto ya lo tenía todo preparado y pensaba llevársela, así hubiera tenido que desmayarla a lonjazas o estaquearla en el fondo de la canoa, siguiendo aquel elemental principio que había regido su vida: tomar, aunque fuera a las malas, lo que necesitaba para seguir adelante: un surubí, una mulita, un poco de libertad retaceada o, como entonces, esa mujer de cara morena que por la noche, bajo el silencio cómplice de la luna y el otro silencio de Capitán, el perro de don Zapata, marchaba con el, arrinconada en el fondo de la canoa, hacía el pequeño refugio del monte.
          La vieja guarida junto a un zanjón, entre los fachinales de la costa, fue abandonada, y el Ñuto, ayudado por la Rosa, levantó en un vecino albardón donde era difícil que llegaran las primeras crecientes, una ranchada de adobe y totoras, recostada junto a un ruinoso ceibo que en primavera se vestía de colorado y en invierno se desnudaba para que el sol se acercara sin obstáculos.
          Y hasta ese rancho, que seguía siendo precario, pero que ya tenía otra categoría, llegaba el Ñuto, ahora sí, todos los atardeceres, porque aunque no se lo dijera, y aún tal vez sin saberlo, instintivamente, sentía que entonces ya no podía quedarse en el recodo donde lo agarraba la noche, porque ahora tenía casa y mujer. Aunque no lo supiera, el mandato de la especie se repetía en el y acortaba sus largas correrías de nómade, haciéndolo cada vez más sedentario, como si el infinito camino de la Humanidad –desde el hacha de piedra hasta el cuchillo Solinger- se cumpliera una vez más en aquella isla ignorada, alrededor de la Rosa y el Ñuto.
          Todos los atardeceres lo veían llegar, entonces, después de su trabajo en el río o en lo oscuro del monte, según la temporada, buscando el techo y la comida, pero buscando sobre todo la mirada querendona de la Rosa y las caricias que se repartían por las mañanas tempranitas el mate que pasaba de una mano a la otra, en un ritual repetido, también sin palabras, o con muy pocas, las suficientes para ponerse al tanto de las necesidades simples que tenían allí, en ese lugar sin novedades donde vivían como se había vivido antes (antes de que los fortines se cambiaran en estancias y la posesión elemental del más fuerte o el más necesitado en las escrituras y documentos del más hábil).
          -La pucha… se me rompió la trampa que ponía n´el sauce Isondú.
          -Macana… ¿te quedan las otras, no?
          -Aja; pero via tener que agenciarme de alguna; ahurita yega el tiempo y me jodo.
          -A mi se m´ia augeriado el balde de agua.
          -Dame, le pongo un sunchito.
          -Mañana yueve, dejuro.
          -Y si. El viento trai agua, y las catangas anoche taban demasiado alborotadas.
          Y después, un día y otro día, la mirada husmeando la claridad del amanecer o las sombras de la noche, y el humo del cigarro del Ñuto que sube, y la Rosa agotando sus ojos en ese otro humo del fuego que siempre falla, y el silencio vacío de ideas, y la ternura hecha costumbre o la costumbre de esa ternura idéntica, horizontal, sin sobresaltos, sin diálogo, sin discusión, solo sacudida a veces por una evocación ligera, no en el hombre, que nunca ha conocido otra cosa, sino en la mujer, que una vez tuvo algo distinto.
          -Quien sabe el tata como andará.
          -Quien sabe…
          -Nada ´emo sabido, pues.
          -Aja…
          -Cuando se desarrabie, vamo ´ir.
          -Y si… se verá cuando.
          -Cuando venga el gurí, a lo mejor.
          -Aja…
          Pero ellos comprendían que viviendo como vivían, nunca podrían saber nada, porque hasta esas soledades nadie se acercaba. Y cuando a veces, en muy pocas oportunidades, oían el rumor de alguna lancha que el eco, adelantándose leguas, les anticipaba, sin palabras, en un acuerdo tácito, tapaban o apagaban el fuego, único elemento que entre tanta vegetación podía descubrir sus huellas. Además, el Ñuto había cambiado el rumbo de su proveeduría, y ya no subía hasta la vuelta del río donde se recostaba el boliche de don Zapata, como tampoco bajaba hasta la Desembocadura en que se había desgraciado el Lagarto, sino que remontaba el otro río y llegaba hasta Gualeguaychú –aunque eso sí que le quedaba mucho más lejos-, y allí canjeaba sus cueros de nutria y de zorrinos y su carga de surubíes, dorados y bagres, por la harina y los vicios, y, en el último viaje, también por una cobija nueva y un montón de clavos para terminar la cuna que el Ñuto preparaba ahora que la Rosa esperaba un crío.
          Un día, inesperadamente, supieron del viejo Zapata. Lo supieron por una traición del eco que ese día no les avisó nada, y por la complicidad del viento que sopló para el otro lado, para el lado del que venían, por el río arriba, los gendarmes y ese milico retacón y arrogante que de golpe apareció en la puerta de tientos y dijo “guenas”, y en seguida aclaró que andaba con su gente buscando a unos contrabandistas que sospechaban escondidos por esos pagos; y aunque la Rosa se calló, y no dijo que conocía a ese hombre de allá, del boliche del padre, el hombre si lo dijo, y agregó ante la torva mirada del Ñuto, que el viejo estaba “jurioso” y que decía como los iba a matar a los dos, “a esa hija puta” y a ese “matrero desalmao”; pero que se quedaran tranquilos, porque el solo rastreaba contrabandistas y matreros y no muchachas querendonas, y que “muchas gracias por la ospitalida” y “hasta más ver, pues”.
          Pero cuando se fue el milico, que era el sargento Duarte, en la lancha llena de gente y de máuseres, el Ñuto dijo despacio, “piquetazos de mierda”, y se quedó con un gusto áspero en la boca, y si no levantó las pilchas y se marchó a cualquier fachinal lejano donde nadie lo alcanzara, fue porque la miró a la Rosa, y le dio algo así como lástima al ver su cara cansada, y su vientre hinchado, y la cuna de algarrobo arrinconada junto al fogón, aguardando. Y pensó, “en cuantito nazca el crío, nos vamos”.
          Pero el sargento Duarte no le dio tiempo.
          Llegó una tarde temprano, cuando, según calculaba por la conversación de unos días antes, el Ñuto estaría en el monte, con sus trampas, lejos del rancho.
          Apareció solo y se acercó a la Rosa, que también estaba sola, y que al verlo pensó “llega como llegan los ladrones”; y lo pensó y no se equivocó, porque de entrada nomás el Duarte le dijo “prienda” y después “pa´ojos mejores que los de´ese chúcaro”, y en seguida le explico que si no quería ver a don Zapata achurando al Asencio ese y al crío que según veía estaba por tener, debía esperarlo a el, que se marchaba entonces pero que volvería pronto, y que pobre de ella si decía algo.
          Cuando esa noche llegó el Ñuto, cansado y sudoroso, la Rosa le preparó el mate, y pelo las gallaretas que traía, y colgó al sereno “para que se le juera el jedor”, la liebre con que haría el guiso al día siguiente, y no le dijo nada, un poco porque casi nunca hablaban, porque les bastaba con realizar en común esa tarea que era heroica, aunque ellos no lo supieran; y otro, porque el Duarte le había prendido un miedo nuevo en el pecho.
          Unos días después volvió el Duarte, y la agarró sobre el mismo cuero de vaca colgado a la intemperie, entre dos troncos de la enramada, porque era verano, donde ella dormía con el Ñuto, y donde recibió entonces, como una muerta, a ese hombre, un día y otro día, una vez y otra vez; hasta que una vuelta el Ñuto llegó más temprano, y no lo vio en el catre, ni en el rancho, pero si lo distinguió de lejos, sobre la canoa que bajaba por el río, y lo conoció por las charreteras que brillaban con los últimos rayos del sol y por el olor que dejó (porque el Ñuto, como los animales, conocía a las sabandijas por el olor).
          Y el Ñuto, esa noche, tampoco dijo nada, pero al otro día mandó a la Rosa a recoger el espinel que esa mañana había puesto río adentro, bien lejos; y al otro, a retirar las trampas escondidas en lo hondo del monte; y ese día, el día en que calculó, Dios sabe como, que el Duarte llegaría –tal vez por otro sentido, o instinto o vaya a saber que de los animales y de los seres primitivos- la mandó más lejos aún, en la endeble canoa.
          -No ´e de poder sola, pues… -se excusó la Rosa casi con un lamento, porque oscuramente, presentía algo.
          -Y de no… se las arregla uste, que pa´eso es mujer de montielero.
          -toy un poco pesada, aura.
          -No sea jodida y vaya; yo tengo que acabar esto…
          En el machete que había empeñado sus últimos días y que el Ñuto señalaba sin levantar los ojos, la Rosa vio como el signo de algo. De algo que la llenó de miedo.
          Desde los pajonales de la orilla en que estaba agazapado, como una fiera en acecho, el Ñuto vio la canoa que se acercaba. Preparó el rifle pero en seguida lo dejó y tomó el machete, que tenía aún sin terminar su cabo de lapacho, mientras se decía: “la puta con el hombre apurao… casi no me dio tiempo”. Y entre los espesos matorrales el Ñuto aguardó, sin apuro, como sabiendo que lo que debía llegar iba llegar nomás, mientras el otro hombre, el si que con apuro, ataba la canoa más allá del primitivo muelle, como escondiéndolo, y después bajaba, chapoteando con sus altas botas en el agua de la costa, entre los camalotes allí adormecidos, y después avanzó, por el senderito abierto entre las luceras y la hierbabuena, mientras su voz se levantaba en un llamado perentorio y sordo –“Rosa”- que de entrada nomás se detuvo, como se detuvo el silencio del monte con ese grito inevitable que el Ñuto esperaba, el de la Rosa, que como contrariando su propio destino no se había ido según lo ordenado, por primera vez rebelde a la orden de su hombre, sino que estaba allí, en la otra parte del senderito, mirando con ojos desorbitados el cuerpo del Duarte que caía, la sangre que salía a borbotones, el machetazo del Ñuto levantándose sobre su propio rostro enloquecido.
          Después fue el silencio, otra vez, como si todo el monte se hubiera acallado junto a la mano del Ñuto que se detuvo y a su mirada que también pareció quedarse allá, en otra cosa, en algo visible solo para sus propios ojos.
          Después, otra vez, se oyó el ruido manso del río, y el canto de las chicharras y el grito de algún chajá lejano. Pero nada de eso llegaba hasta el Ñuto. En el vacío abierto de su mente, se alzó un redoble de tambores y un silbido de flechas se levantó de pronto mientras miraba el cuerpo uniformado desangrándose a sus pies, que vio descalzos sobre la tierra y los abrojos: desnudos, como sentía desnudas sus piernas y el propio cuerpo donde solo quedaba un taparrabo de plumas y una vincha prendida a la melena que ondeaba en el aire quieto, sereno, en el que de pronto clavó un grito, o tal vez mejor, un alarido de triunfo, venganza o sabe Diosa que cosa. Un grito –sapucai- que el monte no escuchaba desde siglos y en el que parecieron resucitar todos los muertos sin historia que una vez, hacia ya tiempo, defendieron ese lugar de los que habían llegado, primero trayendo máuseres, y después escrituras y timbrados, como el, el Ñuto lo acababa de defender entonces.
          Cuando, a la madrugada, llegó la lancha de la Subprefectura que, según el plan del Duarte, debía recoger a la Rosa, los hombres vieron primero una gran fogata junto al rancho que de tan iluminado parecía en medio de un incendio; y después lo vieron al Ñuto, con los ojos fijos en las llamas, la revuelta cabeza gacha, agazapado frente al fuego. Más lejos, sobre el pasto, un machete ensangrentado. Más lejos, los pedazos del Duarte, aguardando.
          Encima el nuevo día estallaba en un himno de trinos salvajes.
 
                                                                      III
 
          Al otro día los habitantes de Tres Esquinas vieron el camión celular de la Penitenciaria de Gualeguaychú. El comisario –“don Rufino Cáceres pa´servir a uste”- considero que ese hombre era demasiado peligroso como para trasladarlo hasta allá entre dos milicos, al tranco corto de los caballos, como se hacía siempre, o en el colectivo, también entre dos milicos, pero junto a los pasajeros que se asustarían de la cara de ese hombre arrinconado en el asiento último, que era donde se los ponía. Entonces pidió el camión. Y el camión vino, y el comisario Cáceres, junto a la plana mayor de los cuidadores del orden de ese pueblo, y a su mujer, que espiaba desde una ventana, y al rengo Vázquez, que tampoco esta vez se perdió nada, y a toda la gente del pago amontonada frente a la puerta de la pequeña comisaría, oficiando de testigos, entre el olor a bosta de los caballos que justito allí se solían atar siempre, y al sudor de los hombres –porque era verano y hacía muchos calor-, lo vieron, primero salir por la puerta, agachado, como hombre acostumbrado a esquivar el guascazo de la ramas que en el monte se levantaban cerquita del suelo, y con los ojos bajos, como quien sabe que de aquello que puede venir del cielo lo cuida alguien o no lo cuida nadie, pero de lo que brota de la tierra debe precaverse solo; y después lo miraron subir al camión sin decir nada, sin fijarse en nadie, y sentado en el duro banquito de madera, entre los dos agentes, con las manos bien acoralladas por las esposas, lo dejaron de ver entre el ruido del viejo Ford y la polvareda y el olor a nafta.
          Entonces todos se fueron. Las mujeres a sus casas, los hombres al boliche; contentos, porque según entendían, una vez más el orden había sido custodiado y la seguridad del pueblo confirmada. Y el comisario se quedó solo, mirando el camino de tierra por donde había marchado a cumplir su condena de toda la vida, ese mestizo, indio o alimaña que había hecho lo que ningún cristiano era capaz de hacer sin estremecerse.
        Con una escupida final el comisario Cáceres expulsó el último rastro de indignación que le quedaba adentro, ahora que la justicia estaba hecha. Y el polvo borró en seguida los rastros del salivazo, y los milicos recién llegados trajeron los nuevos problemas que debería resolver el, el cuidador del orden de ese pueblo de Tres Esquinas.