ALEJANDRO SCHULTZMAN

 

 
                                                                      “Antes de que yo naciera de mi madre
                                                                        me guiaron generaciones”
 
                                                                                                    WHALT WHITMAN
                                                                               I
        
            ALEJANDRO SCHULTZMAN clavó el arado de la tierra una y otra vez, con furia, como cobrándose –o cobrándole- una vieja deuda, postergada hasta ese momento y entonces resuelto a recuperarla; el acero de la reja, duro y brillante, se hundía, estremeciendo a su paso el suelo que se hinchaba como protestando por esa intromisión en sus entrañas, titubeaba un instante y luego, frágil montaña desintegrada antes de elevarse, caía convertida en cascotes y polvo.
          Alejandro Schultzman proseguía mecánicamente su tarea, forjando con la punta del arado, esa valla de vacío que debería apresar el fuego, siempre con el ritmo febril iniciado allá, al comienzo del alfalfar y mantenido durante cuadras y cuadras hasta llegar el recodo donde ya estaba, donde el alfalfar lindaba con las paitas de arroz. Entonces tiró el arado, miró a lo lejos las altas llamaradas que se levantaban como árboles extraños a manos alzadas en algún exótico ritual, contempló, recortadas sobre el horizonte, las figuras de los hombres que combatían el fuego en la otra punta, aspiró el olor acre que venía de lejos y enfrentó el paisaje que parecía elevarse al cielo con aire apaciguado, “como si la naturaleza no participara de la locura de los hombres”, se dijo. Y porque el contraste terminó haciéndole intolerable la situación o derribando las barreras que lo contenían. Alejandro Schultzman sobre el último surco que acababa de abrir escupió con furia y con asco; y el salivazo cayó sobre el terrón de tierra y desapareció como desaparecieron en el aire, primero las gotas de sudor que bajaban de su rostro y de su torso desnudo, y después esas otras gotas, que ya no eran de sudor sino de lágrimas que brotaban de sus ojos claros ennegrecidos por la noche, y caían por las mejillas oscuras clarificadas por el polvo, y se perdían –ambos- en el aire, con el ademán violento del hombre que con su mano las recogió primero, y las sacudió después, y luego las hundió en el suelo donde el mismo cayó, vencido, estrujándolo con su cuerpo, con sus manos que se apretaron sobre un terrón como si fuese la tierra entera la que castigaba con sus diez dedos convertidos en tenazas, mientras decía una y otra vez: -Tierra de mierda, país de mierda, goim de mierda…
 
 
                                                                               II
 
 
          Y sin embargo, Alejandro Schultzman amaba esa tierra. Con la pasión casi furiosa que solo saben usar quienes han luchado día a día, hora a hora, en la conquista de algo: como el militar siente el lugar que le ha costado noches de vigilia y de sangre de soldados, o el hombre la muchacha que ha asediado pacientemente. También el la había conquistado así, en días de lucha sin tregua y en las treguas de noche sin reposo, porque en ellas debía inventariar, sobre papeles y números, las jornadas de sudor libradas a campo abierto, bajo un sol de plomo en verano y con los fríos y las lluvias que calaban los huesos, en invierno. A veces pensaba que esa tierra había sido como una mujer difícil a la que hubo que solicitar durante años y años para que se entregara así fértil matriz florecida en linares y trigo.
          Pero había sido una conquista ni siquiera iniciada por el, sino por su padre, o mejor, por el abuelo aquel que un día, hacía ya casi un siglo, llegara con su mujer y sus hijos en un enclenque barco de inmigrantes hasta el Puerto de Buenos Aires, y después, sobre el desvencijado coche de segunda a Basavilbaso, y después en un destartalado carro ruso hasta el desolado paraje cubierto de talas y viznagales donde la visión de un hombre y el empuje de muchos otros, atraído por el esperanzado señuelo de la supervivencia, levantarían un día la colonia de Barón Hirch.
          El abuelo era pequeño y blanco; tenía unos ojos muy claros que reflejaban siempre cielos y praderas distantes. Alejandro lo recordaba con su barba de nieve y los rasgos angulosos, afilados por el tiempo, acortándole, en las noches de invierno, en la cocina, a la cándida luz de una lámpara a kerosene, que siempre alumbraba sin mayor convicción, o en primavera, bajo la esplendente luminosidad de mil estrellas, las lejanas historias de la tierra que había sido suya y de sus padres y de los padres de sus padres. Porque sus días se perdían en viejas campiñas europeas donde un siglo se mataban judíos en imprevistos programas y después se los dejaba vivir otro siglo más y después se los volvía a matar. Pero ellos –sus abuelos-, un día dijeron basta, besaron la tierra llorando, rasuraron sus barbas, tomaron sus mujeres y sus hijos y llegaron hasta esos confines que, si no manarían la leche y la miel anunciadas por los viejos profetas, tal vez podrían conceder aquella paz reservada en la tierra a los hombres de buena voluntad, la que predijera Jesús, el profeta que había sido judío y era llamado desde entonces cabeza de los cristianos.
          Esas viejas historias poblaron la infancia de Alejandro Schultzman como la de otros niños se llena de hadas y de brujas. Pero eran historias en que palpitaba el martirio y corría la sangre, y tenían por protagonistas no a héroes invencibles, ni a princesas encantadas, ni a reyes valientes, sino a hombrecitos temerosos y cobardes: la gente de su raza, repitiendo a lo largo de la historia una idéntica aventura bajo el solo signo de una quieta esperanza en el poder de Dios; la misma que el, Alejandro, veía reposar bajo la cándida mirada de Moisés Schultzman, el abuelo, sobre todo los días sábados, cuando se ponía los cuernos de la filacteria sobre la frente, ceñía sus muñecas con las correas santas y casi sepultaba su pequeña figura bajo el gran manto de la oración, para invocar la protección de Yahveh sobre la indefensa grey perdida lejos de Jerusalén, lejos de Ukrania, lejos de Betsarabia, lejos de las cenizas de sus antepasados, en ese pequeño rincón de una cuchilla entrerriana.
          -El Barón Hirch llamó entonces a cien familias para venir a Entre Ríos. Fíjate que digo familias. Más todavía: quiso que fueran de las mejores.
          -¿Y entre ellos estábamos nosotros? –indagaba el.
          Pero esto Alejandro ya no se lo había preguntado ni lo había escuchado al abuelo, sino a su padre, porque el “yeide” Moisés prefería hablar de lo otro, de lo más lejano, de aquello que solo tenía vida porque aún estaba en su mente y en su corazón, y el sabía el solo lazo de unión, el frágil cordón umbilical que unía a estas generaciones nacidas bajo el otro cielo, con aquellas viejas raíces que habían dado la sangre a su gente. Lo demás, la historia áspera y dura de esa conquista reciente, era cosa nueva, era el presente; y porque el intuía que para que el presente pueda tener un futuro fecundo, es necesario mantener fresca la memoria del ayer, fatigaba la suya requisando historias que avivaran el fervor de esa generación que miraba temerosa porque la veía desguarnecida de raíces y tradiciones.
          Y tenía razón el “yeide” Moisés. Cuando el se fue, ya casi centenario, la áspera lucha de todos los días, el trabajo de sol a sol, postergó aquella tarea en que el abuelo estaba sabiamente empeñado: abrevar las nuevas vidas de las antiguas fuentes. Ya no se contaron, por las noches, historias legendarias, porque sabía que hablar de bueyes y tractores, de vencimientos y de pagarés. Lo demás quedo reducido tan solo al candelabro de siete brazos que se encendía en el atardecer de los sábados, al ritual de las aves matadas por el rabino, según la vieja usanza, y a la “torta flaca” comida más por costumbre que por devoción en el día de Yom Kipur.
          Cuando Alejandro Schultzman recibió a los trece años el Bar Mitzwah, junto al hebreo aprendido presurosamente con el rabino de Las Moscas donde todas las mañanas, al trote de su sulky, iba para recibir la vieja sabiduría depositada en los libros santos, recordó al abuelo de barba blanca y ojos con color de praderas distantes, y sus historias de fidelidades y sangre; y como el, por algunos días, escudriñó en el corazón insondable de Dios y en lo misterioso de sus designios. Pero paso el Bar Mitzwah y prosiguió la ardua tarea de volver fértil un campo inculto y ordenar la huerta, y criar los animales; porque ellos, los de la raza Schultzman, como hombres acosados que buscaban pasar invisibles en medio de los hombres, por decisión de Moisés Schultzman habían resuelto un día hacerse eso, labradores, es decir, hombres insignificantes y duros.
          Era recia la tarea y era áspera. Pero lo fue más aún después, cuando el padre Naum Schultzman, se murió. Lo mató un rayo, un atardecer de tormenta, cuando venía del campo con sus herramientas de trabajo sobre el hombro; lo encontraron los peones de la cuadrilla que –por ese tiempo-, construían el camino que llevaba a Villaguay; los mismos que se arrimaron a las casas, con el cuerpo ennegrecido del hombre, y se lo mostraron a la madre, y a los hermanos, y al mismo Alejandro que esa noche, inútilmente, indagó en los oscuros designios de la voluntad de Dios, mientras sentía que algo así como la definitiva posesión de esa tierra se le estaba entregando, porque esa tierra ya estaba abonándose con huesos de su gente.
          Cuando casó a su hermana mayor, Alejandro Schultzman estuvo contento, porque era bueno, pensó, unir la sangre de los suyos con la de ese muchacho hijo de padres nacidos junto a sus padres, y nieto de abuelos que con sus abuelos habían sembrado trigo en Betsarabia. Pero, oscuramente, intuyó que tal vez hubiera sido mejor injertarla con alguien de ese mismo suelo. Porque, sobre esto pensaba como el abuelo, a quien más de una vez le sintió repetir, melancólicamente:
          -Ah, hijitos, hijitos… Hay un gheto que preparamos nosotros mismos con nuestro aislamiento.
          Recordaba también otra vez, cuando escucho a su madre que le decía: “Y en la escuela tenés que ser el primero, porque nosotros siempre somos los más inteligentes…”, reprocharle: “Sarita, con que empeño estas preparando semilla de nuevos progroms…”
          Cuando su madre comenzó a instarle, una y otra vez, para que se casara –“Alex, ya sos un hombre grande, que esperas…” “Alex, no me moriré tranquila hasta no verte con una mujer y conocer hijos tuyos…”- Alejandro, solo por deferencia a esa mujer fuerte y gasta da que era su madre, entró en el juego de sus manejos matrimoniales. Y aceptó los oficios solícitos del “Achatjum” y conoció a hijas de su primos y a primas de sus primas y amigas de sus amigas, siempre con la misma sonrisa complaciente y distante, porque el sabía que ya en su corazón pesaba la sombra de una mujer.
          Se conocieron en una carrera de caballos, un día en que toda la colonia se agolpó en Domínguez. Alguien le señaló a lo lejos.
          -¿Ves aquella? Es la hija del comisario nuevo. Pintona ¿no?
          -Parece… ¿goim?
          -Si… El padre es Ramón Cáceres, hijo del gallego Cáceres, de Villaguay…
          -Ajá…
          Después se dieron la mano sin mirarse casi.
          -Mucho gusto, señorita.
          -Encantada, señor…
          Después, cuando no se creyeron mirados, se miraron, y al descubrirse mutuamente, sonrieron. Y la de ambos fue una sonrisa liberadora y feliz, como la de quienes han comprendido las leyes de u juego y entran en el, gustosos.
          Se vieron otras veces, aprovechando las pocas ocasiones que les brindaba la vida monótona y aislada del pueblo: el paso por la estación, en las tardes del tren que venía de la capital, los espaciados bailes de la cooperativa, el fugaz encuentro en el correo, cuando el iba a buscar la correspondencia para la colonia y ella improvisaba una carta urgente que debía llevar al buzón.
          Después se encontraron, no ya aprovechando las circunstancias, sino inventándolas. Un día, se amaron mirándose a los ojos en el cementerio del pueblo, donde él estaba con mamá Sara y los hermanos, frente a las tumbas del padre y del abuelo, que eran tumbas sin cruces y con una estrella, y estaban cubiertas de piedrecitas blancas, mientras que ella estaba sola, del otro lado del cerco, del lado en que las sepulturas tenían, como esa de su madre, una cruz de fierro y flores de papel, porque era invierno y no había de las otras. Pero la mirada de ambos se encontró por encima del cerco de ligustrina y fue como si él no existiera, porque esa valla había sido levantada por convención de hombres, y el viento interior que los movía a ellos había sido suscitado por la mano de Dios.
          Después –nunca supieron quién fue el primero- se dijeron “te quiero”. Levantaron castillos de palabras que ellos creían nuevas pero que en verdad eran viejas y repetidas.
          Un día, a la salida de un baile, él la besó en la boca; otra tarde, la apretó contra su cuerpo, junto a la tranquera de un puesto donde ella había ido a ver un ahijado enfermo y él, simplemente, a encontrarla. Esa tarde descubrió en sus ojos oscuros la lejana luz de las mujeres sefarditas, aquéllas de que había hablado el abuelo alguna vez; entonces le dijo: “María, tenemos que casarnos”. Y se lo volvió a decir un atardecer, a orillas del tajamar donde se habían citado. Alejandro sintió un viento que lo arrebataba y lo perdía, y vio en la muchacha la pasiva quietud de la mujer que espera, accediendo. Pero fue fuerte y repitió otra vez: “María, tenemos que casarnos”, y mientras la estrechaba entre sus brazos comenzó a decirle, como en sueños, “y beberás conmigo en la misma copa, delante de todos, y después la romperemos…” Pero se detuvo de pronto, porque sintió que la muchacha se estremecía y que por sus ojos oscuros cruzaba una sombra más densa mientras lentamente murmuraba:
          -No Alejandro… tendrá que ser en la Iglesia…
          No hablaron más. Pero los dos pensaron en aquel cerco premonitor de la primera vez. Y los dos, sin decirlo, convinieron en que no había sido levantado sólo por convención de hombres.
          Cuando la madre se enteró, gritó y protestó con la voz aguda que tienen sólo los viejos y los niños, invocó la sombra del marido muerto y del abuelo caso legendario y repitió como una letanía que postulara las razones de su desgracia: “¡Dios mío…! Una goim… ¡sólo eso nos faltaba!”
          El padre de ella, en cambio, como hombre de autoridad que desprecia las palabras porque tiene a su disposición el revólver y el látigo, dijo simplemente “no”. Y cuando el comisario Cáceres dijo “no”, su hija dijo “bueno” y se fue con gesto desvalido a llorar su derrota.
          Alejandro, en cambio, con los puños cerrados y la voz de los antiguos profetas, increpó airado a Dios, duramente, en días y días de tortura, mientras araba el campo y vigilaba la marcha del tambo y dirigía los trabajos del arrozal. Gritó por María, concedida y negada. Pero también por el otro, por el Pancho Guzmán.
          Don Pancho Guzmán era el caudillejo del pueblo. En un lugar donde la gente inteligente no existe, o si existe conoce la decencia, el jefe político, inevitablemente, es el más audaz, es decir, el más sinvergüenza.
          Pancho Guzmán digitaba la pequeña y mísera politiquería lugareña. Tenía un rostro geométrico, frío y repulsivo, modelado sobre arcilla reseca. Pero quienes lo conocían murmuraban que su alma era más geométrica, más repulsiva y más fría aún.
          Pancho Guzmán odiaba a Alejandro Schultzman, a su familia y a su raza. Tal vez, simplemente, odiaba a la especie de los hombres, pero canalizaba su odio en los más desvalidos.
          Más de una vez sin alcanzarlas. Alejandro se preguntó las razones oscuras de esa persecución. Una noche, creyó vislumbrar algo en una vieja historia, que sus recuerdos le acercaron: una historia escuchada al abuelo. Se refería a uno de los tantos pregroms que pasaron inadvertidos a la faz del mundo entre otros centenares. El jefe de aquel lugar había decretado la muerte de un hombre.
          -Pero es bueno, señor –aventuro alguien, tímido intercesor.
          -Por lo mismo –razonó el momentáneo patrón de vidas y dignidades.
          Cuando Alejandro Schultzman supo que Pancho Guzmán se preguntaba si deseaba a la muchacha por ella misma o por arrebatársela a el, a Alejandro Schultzman.
          Fue una lucha sorda y despiadada. A veces, Alejandro pensaba que aquellos acontecimientos concernían a otro, no a el, que solo quería sembrar y cosechar, hacerse un lugar a fuerza de trabajo, preparar el ajuar para la hermana que se casaría pronto, brindarle a la madre el reposo de sus últimos años, reservándose para si los sencillos prodigios que la tierra dispensa a los hombres de buena voluntad.
          No entendía ese juego al que lo obligaban: el de defenderse porque era atacado, ayer con la clausura del tambo, y después por una huelga de peones, y entonces con la quemazón de ese trigal floreciente en el que estaba la esperanza de todo un año de labor; más, tal vez, la de toda una vida: levantar la hipoteca de la casa, pagar las deudas, conquistar sobre papeles y sellados los títulos de posesión que lo afincarían a ese suelo que sus padre y sus abuelos ya habían adquirido a campo abierto con trabajo y sudor.
          (Por esos días los diarios traían una anécdota curiosa. En uno de los tantos campos de concentración, se había hallado una leyenda singular escrita en las paredes: “Se ruega a todo aquel judío que desee ahorcarse tenga la amabilidad de poner en su boca un papel con su nombre a fin de que pueda ser identificado con rapidez”. Cuando leyó esto, Alejandro tampoco entendió. Pero se dijo, como se hubiera dicho el abuelo: “¡ Dios mío, que poderosa es la fuerza del mal desatada!” Y durante días reflexionó como, a veces, la infamia necesita de mil espadas, y a veces le basta el corazón de un solo hombre).
 
 
                                                                                 III
 
 
          Alejandro Schultzman esa tarde se levantó, sacudió sus manos, sucias de tierra, enjugó sus ojos y volvió a mirar. Hasta donde llegaba, el campo era una inmensa alfombra chamuscada que aquí y allá aún levantaba frágiles columnas de humo. Pero todo estaba pacificado, “como si el ángel hubiera enfundado su espada”, pensó Alejandro. Con paso lento, con el andar de los humillados y los pobres, Alejandro Schultzman llegó hasta su casa, esquivó las miradas de los peones, desoyó los lamentos de la madre y se encerró en su cuarto.
          Hasta allí le llegaba el rumor de afuera. Peones y parientes y vecinos –la colonia en pleno- se fatigaban buscando las razones de la catástrofe; reconstruían motivos, aventuraban conjeturas. En cierto modo, buscaban la fórmula que les devolviera la esperanza aunque no los privara del dolor.
          Un nombre repetía una y otra vez; y lo decían bajando la voz, porque era el de un poderoso.
          -Fue por orden de don Pancho.
          -Y… se la tenía prometido.
          -Sí, desde las elecciones ¿se acuerdan? Vino a comprarle los votos de la peonada.
          -Y don Alejandro le dijo que aquí cada uno hacía lo que quería, y que el no se iba a meter.
          -Pero a lo mejor es por la de Cáceres, quien le dice… El hombre anda caliente, y ella ni boliya que le da…
          _Además, parece que el es medio… ¿cómo se dice? Esos que en el pueblo escribieron por todas partes: “la tierra pa´los criollos, los judíos a su país…”
          Alejandro Schultzman desde su cuarto oía las voces, que eran como el coro de su propio lamento. Solo que el se preguntaba, simplemente, si en el mundo entero podía encontrarse una razón que justificara la infamia; o si mil razones juntas alcanzarían para legalizar una maldad.
          Durante toda la noche, Alejandro Schultzman lloró su derrota. Al alba sintió que con el lloraban el padre Naum y el abuelo Moisés, también derrotados.
          A la mañana siguiente, habló con Golda Kaumann.
          (Golda Kaumann era la hija del rabino. Era blanca y frágil. De tanto andar entre los libros santos, el viejo Samuel la había concebido con algo de bíblico en sus ojos verdes de expresión lejana y en su cabello oscuro.
          Golda Kaumann tenía un solo brazo, porque el otro se lo había llevado una gangrena en aquel campo de concentración donde un día hizo tanto frío que la mano se le congeló y hubo que cortarla con brazo y todo para que no se la llevara a ella también.
          Golda Kaumann contaba la anécdota riéndose, porque todo había pasado ya; además, hablaba de la enfermedad sin encono, como quien sabe que en realidad la culpable no había sido ella. Con su aire despreocupado y natural, cortaba la dificultad que la gente, inevitablemente, sentía ante esa manguita vacía que la volvía más frágil y más indigente, y que se descubría casi antes que a ella misma. En cambio nadie vio nunca lo que Golda Colman tenía grabado en el otro brazo –justo en el que no había sido cortado-: el número que en su momento había significado “reservada para oficiales”. Pero todos lo sospechaban, y porque lo sospechaban ella se había quedado así, con sus treinta y cinco años y aún soltera, dentro de esa raza donde es oprobio para una mujer no tener marido ni criar hijos).
          Alejandro Schultzman habló mucho ese día con la muchacha. Mejor dicho, fue Golda Kaumann quien llenó de palabras el silencio osco del hombre, porque quería prender una nueva esperanza en su pecho vencido. Y porque siempre es convincente el gesto optimista de quien ha sufrido más que uno, Alejandro Schultzman esa tarde, cuando la muchacha se fue, supo que iba a empezar otra vez, de nuevo. Pero quince días después, Alejandro Schultzman se murió.
          Mejor dicho, fue una noche, cuando ya las sombras invadían el patio del parral y sobre una esquina del cielo se asomaba la luna.
          La madre, ese atardecer, oyó el tranco del caballo, que era lento y mesurado, casi solemne, tanto que ella lo desconoció, porque estaba acostumbrado al otro, al galope claro y nervioso que se oía desde lejos, desde más allá del camino de eucaliptos, hasta que se detenía de golpe, sofrenado junto a la tranquera, mientras llegaba la voz fuerte y viril del hijo diciendo el nombre –“mamá”- que ella entonces no oyó; y porque no lo oyó dejo sobre la mesa, apresuradamente, la masa del “strudel” que preparaba para el día siguiente, que hubiera sido el cumpleaños de el, de Alejandro Schultzman, pero que no lo fue, porque sobre el caballo, ladeando como un fardo inservible, Sara descubrió su cadáver, con los ojos abiertos, vacíos de expresión y la espalda atravesada por una puñalada que no alcanzó a ver, porque se desmayó antes, pero que vieron los otros, los que sentenciaron:
          -Es del Negro Acevedo…
          Y era del Negro Acevedo, nomás. Pero nadie lo pudo probar porque esa herida la podían haber hecho miles de cuchillos y porque ciertamente nadie había visto lo ocurrido, ni de lejos, y además, porque se callaron los hombres testigos de lo otro, de lo pasado tres días antes en el almacén “El Recreo”, cuando llegó el Negro Acevedo, corto y cuadrado, tieso en su gesto, como para no desperdiciar nada de su estatura, y dijo con una voz que parecía abierta en madera dura y a golpe de hachazos, “guenas pa´los crioyos”.
          Entonces todos dijeron “Guenas”, incluso Alejandro Schultzman, que apoyado en el mostrador distraía su espera mirando los carteles del boliche –“prohibido sentarse en el billar”, “hoy no se fía, mañana sí”-, y que de pronto fue sacado de su mundo por las palabras que ahora únicamente a el, traídas de una voz de hombre resuelto a hacerse oír:
          -“Guenas pa´los criollos, he dicho. No pa´los pajueranos. Máxime si son judíos, que son bicho de otro corral”.
          Alejandro Schultzman hubiera querido hacerse el desentendido porque conocía las malas mañas del Negro Acevedo, y porque en su voz mandona descubría resabios de alcohol, y porque, además, el sentía en su sangre esa mansedumbre ancestral, hecha a fuerza de tantas grises y cruentas humillaciones seculares comenzadas allá, en Egipto, hacia miles de años, y continuadas después bajo Nabucodonosor, y en la Europa medieval luego, yen los progroms recientes que él mismo había padecido desde el vientre de su madre. Hubiera querido hacerlo, pero el Negro Acevedo estaba demasiado cerca, y su sonrisa era excesivamente sobradora, y el paisanaje que llenaba el boliche había quedado pendiente del diálogo inusitado. Entonces Alejandro Schultzman, con voz neutra, en la que prudentemente dosificó la seguridad y la mansedumbre –para que los peones no lo creyeran con miedo, y el Negro Acevedo no viera provocación-, dijo:
          -Y bueno… entonces se lo retiro, si gusta…
          Pero el otro estaba demasiado entonado y hubiera dicho lo que hubiera dicho, la cosa habría acabado igual.
          -Y ¿Quién es usté, diga, pa’ negarle el saludo al Negro Acevedo? ¿Quién es usté, judío ‘e porra, que ni siquiera es cristiano y adora, asigún dicen, una cabeza ‘e chancho?...
          Alejandro Schultzman tal vez tuvo tiempo de pensar en las instancias fatales que, a veces, llevan a los hombres a extremos inesperados; tal vez recordó cómo situaciones similares, baladíes y absurdas, habían provocado, a lo largo de la historia, devotas expulsiones o ghetos imprevistos para los de su raza; tal vez, simplemente, se preguntó, como aquel viejo antepasado suyo a quien, según contaba su padre, quisieron arrancarle los rollos de la Ley, “si valía la pena, por conservar la vida, perder las razones de vivir”. Y entonces, sin decir nada, lentamente, con desgano, como queriendo atestiguar su impotencia para obrar de otro modo, retiró la fusta apoyada sobre el mostrador, trazó un breve y rápido arabesco en el aire y lo hizo restallar, una vez y otra vez, sobre la cara del Negro Acevedo, al que todos vieron trastabillar, echar mano al cuchillo y luego, como arrepintiéndose, o mejor, como decidiéndose a dejarlo para mejor ocasión, retroceder hasta la puerta, abrirla, siempre de espaldas, y por fin salir dando un portazo, mientras quedaban como arañando el aire las palabras que los paisanos, los que estaban cerca de la entrada, le alcanzaron a oír, y repitieron entonces, pero no quisieron decir después, cuando ya todo se hubo cumplido, al comisario del pueblo:
          -Judío ‘e mierda… ya me las vas a pagar. Por Dios que me las vas a pagar…
          Y porque el Negro Acevedo cumplió su palabra, a Alejandro Schultzman lo velaron tres días después, los hombres con la cabeza descubierta, las mujeres descalzas, vestidas de negro, sentadas al borde de la cama que había sido suya pero que ya no lo era, porque él sólo tenía ese cajón dentro del cual, encerrado, aguardaba la resurrección de los justos allí, en el rincón de una campiña entrerriana donde nunca se habían levantado progroms, ni construido campos de concentración, pero donde seguían rigiendo los oscuros designios de una sangre que se cumplía una vez más en él, en Alejandro Schultzman.