LA MUERTE INCOMPLETA, POR ULYSES PETIT DE MURAT (PRÓLOGO A MI HOGAR DE NIEBLA)

 

 
                                                              "Y en verdad me sentía y estaba en

                                                                                    el molde de una muerte."

                                                                                        ANA TERESA FABANI


Fué Raúl González Tuñón el que trajo hacia mí, por primera vez, el inaudito resplandor de sus cabellos dorados y sus ojos verdes. Estaba, como siempre, fatigada. Era de esas personas que llevan -visible, delicado, aterrador- el peso no sabemos si de la muerte o de la vida implacable, que exige ser vivida hasta el fin, tengamos o no fuerza para soportarla. Aposentada en su hogar de niebla, llegaba hasta nosotros con su voz quebrada. Pocas veces ajustamos nuestro paso al suyo. y cuando lo hacíamos era para regresar. Ana Teresa Fabani nunca iba; siempre retornaba a su isla delirante y detenida, al lecho desde el que parecía resistir mejor la vida o irse engarzando, ahora lo sabemos con atroz precisión, en el molde de una muerte. 

Nótese bien: una muerte y no la muerte. Aquí no se trata de la muerte lentamente madurada de Rainer María Rilke. Se trata de la muerte incompleta, la suprema revelación que para mí contiene "Mi hogar de niebla". A través del magistral capítulo acerca de la sangre y el otro que trae referencias mágicas sobre la fiebre, nace la teoría de la muerte incompleta. O "mi mediana muerte", como también la llama. De pronto la protagonista -ella misma- advierte que ha muerto, pero que a esa muerte le falta la redondez, la dulzura, el aposentamiento de lo que se ha perfeccionado. Es un fruto que cuelga en vano de la rama aterida. No la flor arrasada por un viento prematuro, no la romántica inutilidad de un secreto polen, sino un fruto que no termina de caer, motivan el disperso envión lírico de "Mi hogar de niebla". Todo está sin completar, como la muerte que moldea a la protagonista. Así los párrafos desgarrados, la puntuación desflecada, las repeticiones. No habla de una vida incompleta. Y por eso aun al tocar el amor -el tema más exasperado y urgente cuando lo manejan mujeres- está quieta, resignada, pugnando por completar su extraña muerte. 

Ése era el secreto de Teresita, como la llamaba yo a imitación de Córdova Iturburu, su otro gran amigo poeta. La sonrisa flotante, ciertas paradojas, los mismos caprichos no eran más que la señal cierta de que a ratos le costaba entenderse con gente del país de más allá de la niebla. Me doy cuenta recién ahora de la inmensa diferencia que hay entre el proceso de Teresita y el mío. Yo me acodé al balcón hacia la muerte. Eso era para mí Ascochinga. Para ella, en cambio, era su hogar de niebla. Ella vivía la muerte que para mí -incluso muriéndome- era espectáculo. Gritar no, hasta que no la muerte, sino el más allá mismo de la muerte nos mate -según la teoría agónica de Unamuno- es lo que me dió fuerzas para salir de un río de sangre y de fiebre y lo que se la daba a Teresita para entrar a él. Le hacía falta un poco más de muerte y la iba logrando despacio. Se lo dije a mi hermana María de las Mercedes a quien se le hacía duro verla en los últimos tiempos: "Ahora se le están muriendo los cabellos." En las manos hacía mucho tiempo que estaban acampadas las pálidas legiones de la muerte. La angustia de la ciudadela que sin ceder está esperando secretamente, para que termine su martirio, que haya cualquier oportunidad honrosa de rendición, era la que conmovía los días y las noches de Ana Teresa Fabani. Esto descartaba la coartada del suicidio. Y además, ¿cómo había de ocurrírsele, si no es apuntado como una fugaz entrega, cuando describe la pequeña tentación, a su llegada a Buenos Aires, si era buena, si no había deseado nunca matar a nadie? Ni siquiera a la vida ya que se consideraba una muerta, una modesta, dulcísima, inolvidable muerta incompleta, que no cesaremos de llorar.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                      ULYSES PETIT DE MURAT