MIS QUERIDAS SE MURIERON

 

 

I


¿Entrada al libro de caja de un solterón?
Hace tiempo que han dejado de estar a la moda los guantes blancos. Sin embargo, la última de mis amigas traía, esta tarde, un par inmaculado de guantes blancos. Durante las horas que pasamos juntos en el cuarto desmantelado del hotel de barrio, mis ojos volvían hacia algo anormal y que escapaba a la lógica y a la estética de esa cámara banal, perfumada a tabaco como el bolsillo de un sobretodo. Era el par de guantes de mi amiga, exánimes sobre la chimenea. ¡Intachables guantes blancos!... Evocaban la conciencia de otra época o el romanticismo de salón y de actitud, que desde la muerte de Bécquer o desde el pistoletazo de Larra se ha ido alejando de las grandes ciudades hacia los corazones de provincia. Ese par de guantes era el de una novia, como podía ser también el de una tierna esposa, que los conservaba intactos, para arrojarlos a la cara de su marido el día en que concibiera la primera duda, o a la cara de su amante, en cambio, el día en que la engañara.
La amiga de esta tarde —creo que se llamaba Marta— había aparecido en mi vida como aparecieron miles de enfermeras durante la guerra, y otras mil mujeres que aspiraban a conducir camiones con material sanitario. Tenía como ellas la bondad a flor de piel y el apropósito sobre el seno, como en las nodrizas.
Una vez, me dijo, mientras se peinaba:
—Los miopes y los hombres viejos aman siempre a una mujer rubia. Los ojos gastados sólo perciben las cabelleras luminosas.
Marta peinaba sus largos cabellos rubios. La miré y sentí toda la verdad de la observación. Yo no era miope. Era un hombre viejo. Había preferido una rubia...
Me quedé pensativo.
Una hora después tuve miedo de quedarme solo. Me acuerdo que en el diálogo que tendí de mala fe para retener a mi amiga, le dije:                    
—Al irte ayer, no te diste vuelta a saludarme. Te vi perderte en la calle y al llegar a la esquina doblaste, sin hacerme una seña. Yo me había quedado en la puerta de calle...         
—No dices la verdad —repuso Marta— Te dije adiós, varias veces, con la mano en el momento de doblar la esquina.
Al día siguiente, le repetí la escena:
—Ayer tampoco tuviste la bondad de hacer un gesto. Vi alejarse tu coche, y tú no cambiaste de postura. Vi tu nuca, tu sombrero en alto. No moviste el cuerpo. ¿Por qué no diste vuelta la cara?... Eres una madame Bovary, que olvida...
Mi amiga meneó la cabeza, sonrió como las rubias sonríen entre los celajes rosas del crepúsculo.
Hoy mi amiga se despidió afectuosamente. ¿Querría reparar la falta de los días anteriores? No lo sé. Pero no bien se alejó el coche, vi que no reparaba el olvido y que éste era un pliego cotidiano. No daba vuelta la cara. Nada se movía en la sombra obscura del automóvil. Estaba en lo cierto, por mis suposiciones. Marta se entretenía conmigo. Pasaba unas horas amables junto a mí, y eso era todo. Pero no me quería.
De pronto, algo raro surgió por la portezuela. Me imaginé que echaban un paquete fuera. Pero no. A la luz de los faroles, vi la mano de Marta. Era bien su mano enguantada de blanco. Afectuosa y tierna mano de mi amiga compasiva. Sí, se había comprado un par de guantes blancos para que pudiera seguir su rastro a lo lejos y no se me escaparan sus señas... Había tenido una idea encantadora... ¿Su bondad pudo prever el daño? No lo creo. Aquí comienza este libro de memorias. Hoy, que me siento viejo. Hoy, cuando necesito que mis amigas se pongan un guante blanco para comprender que me dicen adiós a la distancia, corrigiendo con la luminosidad de su mano la fatiga de mis ojos, que como van perdiendo el azogue, tienen una sonrisa de esfuerzo atenuada que los hace más seductores.
Esa mano, enguantada de blanco, lleva el ansa en el entierro del solterón empedernido.
Yo dedico este libro a ese guante blanco, pasado de moda, como mi amor y como mi persona.


II


Yo creí hasta los nueve años que los niños llegaban fabricados en cajas desde París. Un compañero de banco me disuadió. Si me hubiera negado mi primera verdad, hubiera resistido al ataque de su impiedad. Pero mi compañero de colegio no negó nada de lo que yo creía saber. Con un genio que muere en los literatos al cumplir los diez años, un genio oriental y legendario que engrandece la noche de los pueblos eróticos de Asia, me contó su historia y cubrió el error en que yo vivía con otra mentira, más extensa y más honda porque tenía líneas humanas y reales. Materializó los hechos imprecisos. Colocó el drama en la vida misma y lo terminó como Dios con la muerte. Y ese drama lo instaló, como todavía ningún realista osado se ha atrevido a colocarlo, dentro de un cajón de basuras.
Mi amigo me dijo:
-¿Conoces a Lucinda, la hija del almacenero, de la es-quina de las calles Defensa y Estados Unidos?...
 -Sí... —le repuse—. ¿La que iba a la escuela de la calle Independencia, con la hermana de Benavídez?...
     —Esa misma... ¿Vos no sabés?... Es mi amiga. Yo me he acostado con ella y la he embarazado.
-Sí... ¿Y cómo?
-¿No has notado que tenía el vientre bastante hinchado, debajo del delantal?
-¡Ah, sí!  —contesté para facilitarle continuar su historia.
-Bueno, ¿no sabes lo que ha pasado?... Ha tenido seis gatitos.
-¿Qué me quieres decir con eso? —pregunté preocupado.
-Sí... si hubiéramos sido más grandes, hubiéramos tenido un niño, pero como los dos no tenemos nada más que nueve años, sólo hemos podido hacer gatitos... Hoy, esta mañana, cuando pasé por su casa, vi que el padre los había muerto y que los echaba al cajón de la basura, delante de su puerta. 

III

Cuando el mar se retira, quedan prisioneros entre los escollos de la costa, en una serie innumerable de acuariums que se forman al bajar las aguas, entre los pozos que la arena coralina tapiza y las algas esconden, peces pequeños, cangrejos menudos y langostinos frágiles. El ojo inocente no los descubre a primera vista. El mimetismo de los habitantes del mar es su mayor defensa. En la transparencia de la taza que acaba de formarse, se entrevén más tarde tentáculos, antenas y aletas que se mueven sin hacer ruido y que parecen dibujar  en el agua un derrotero en espiral, sin fin y vacilante. Es que ninguno de esos seres minúsculos podría quedarse quieto un instante, tan sólo. En el agua, el reposo es la muerte. Una vez que sus aletas se plegaran, una tropa encubierta de salteadores, todo el resto de la fauna vecina, se les echaría encima a destrozarlo. Muere el pez y es servido inmediatamente en la mesa puesta de sus contemporáneos. Es el instinto que lo quiere así.
Así van hacia el varón tímido y afeminado los otros varones. Se les echan encima. Es la primera presa, la más fácil, la menos defendida, que el instinto sexual ataca. En los patios, durante los recreos, violentos y rápidos como las gacelas y los potrillos, las cebras y los onagros, los futuros hombres hacen oír sus cascos. Ensayan su fuerza a puñetazos, su habilidad a zancadillas, su velocidad en la carrera. El patio de la escuela zumba. Es un arco tendido. Hacia un centro hipotético que se desplaza, intranquilo, cargado de electricidad positiva, corren, van los más audaces y los menos. Otros llegan tarde. Otros, quedan allá en la periferia, medrosos, incapaces de defenderse de los altos muros de piedra de la casa que parece protegerlos. Ellos se creen protegidos. Porque apenas ensayan dejar el círculo de reposo donde cruza la sombra de los maestros, una tropa de niños se les echa encima y los arrolla. Los compañeros de clase les acarician la cara a pesar de los esfuerzos que hacen para evitarlos. Otros les pellizcan las piernas. Otros los abrazan de sorpresa y les dejan sobre las mejillas un lamparazo de saliva, de transpiración agria.
La lucha es terrible. El instinto ensaya ciegamente sus armas.
A mí me desagradaba esa situación tirante. Yo no quería, mi naturaleza me lo aconsejaba, pertenecer a ninguno de los dos bandos. No quería atacar, ni ser atacado. Era posiblemente el más civilizado. Había conseguido escapar por un lento trabajo de generaciones anteriores al abrazo pulposo del instinto y pedí a mis maestros me permitieran pasar las horas de recreo en el gabinete de física y de historia natural del colegio.
Una tarde, era la hora del último recreo, golpeé en la puerta del museo. El preparador vino a abrirme. Traía una carta en la mano.
—Mira, me dijo; yo voy hasta el correo a poner esta carta en el buzón. Quédate en el museo, mientras tanto. Yo cerraré por fuera y ya volveré a buscarte.
Así lo hizo. Cerró la puerta tras de mí, echó la llave y yo me quedé solo en la gran sala silenciosa y profunda.
Por las rendijas de las cajas de vidrio se escapaba el cuerpo invisible del ácido fénico. En la atmósfera de fenol, trepadas, encaramadas o a la sombra de follajes tropicales, se veían embalsamadas en una actitud de bravura que explica la clasificación de salvajes que le ha dado el hombre, muchas especies mayores del arca de Noé. Tendían las garras, batían las alas, detrás del encanto de los cristales. Faltaba una máquina fonográfica con mugidos para darle el último toque de la vida. Una cabra con un letrero picado en el lomo mostraba su vientre abierto. Exponíanse sus entrañas como en una bandeja queriendo ser una lección plástica del proceso digestivo. A pesar del desborde de sus intestinos, la cabra insensible a la demostración anatómica conservaba una actitud elegante. Sus órganos, barnizados, evocaban un tesoro de ágatas, de pórfidos, de cornalinas y de turquesas.
Más allá, en una vitrina aislada, estaba la cabeza del anarquista que atentó contra la vida del zar Alejandro III. Era la pieza capital de la colección, y el mejor título de embalsamador que podía aducir el conservador del museo y profesor de historia natural.
Más tarde, he visto en el teatro representarse “Salomé”.
La cabeza del bautista venía al postre sobre una bandeja. La iconografía de la hija de Herodiade es vasta y monótona. Las cabezas que duermen sobre la bandeja de plata de esta iconografía, pueden compararse a la del anarquista italiano embalsamada. Barbas negras, piel amarilla, rasgos arios. Un trozo de pañuelo rojo le había dejado la guillotina sobre el cuello. San Juan Bautista sociólogo y mal educado, como el anarquista, tuvo el mal gusto de decir la verdad sin eufemismos, sin arte y sin estilo, hasta hacemos creer que el amor que siente Salomé por el prisionero es un amor de bajos fondos. Amor que huele a sobacos como el de una hermana de un amigo, que se fue de la casa patricia en que naciera con el cochero y que era uno de los pocos negros que había en mi ciudad.            
Yo tenía sólo nueve años, en ese entonces, y la cabeza embalsamada comenzó a tomar grandes dimensiones en la soledad de la colección abandonada. La noche caía y los ojos de vidrio del muerto eran mucho más fijos reteniendo en su esfuerzo las luces aceitosas de los faroles. Luego, como si estuviera cansado de tener los ojos abiertos durante el día, pestañeó y bajó los párpados.
Yo miré hacia la puerta y me eché atrás. Comencé a tener miedo. Miedo, no de los muertos, pero sí de los hombres que habían cortado el cuello a uno de entre ellos y luego se habían divertido conservándolo en salmuera o en glicerina, como el ogro conservaba los pedazos de carne de los hermanos de Pulgarcito.
Busqué la puerta, tiré el pasador, hice saltar la falleba. Salí al patio ya de noche. Todos se habían ido. Sólo los tinteros de porcelana blanca se entreveían sobre los bancos mugrientos. El portero se había subido a una higuera que quedaba en el patio de tierra buscando higos y la higuera en la noche parecía embrujada. Las hojas chatas de la higuera se daban de palmadas.
Yo huí. 
Al día siguiente la policía selló el museo de historia natural. El conservador había dejado una carta —la que me mostró a mí cuando dijo que iba al correo— sobre el parapeto del muelle, con su sombrero y su reloj, antes de tirarse al río.
 


IV


Hoy he leído el libro de memorias que a la misma altura en que se inicia este libro de recuerdos comenzó a escribir una primita mía. Esto es lo que dice en la primera página: 
“25 de Abril de 1899.
Tengo 11 años, hoy. Mamá me ha dado un frasquito de perfume y papá un paraguas. Voy al catecismo todos los días. La comunión es el 11 de Mayo, el examen de conciencia el 27 de Abril, jueves. Tengo miedo de no ser aprobada. No sé muy bien el catecismo. Tengo una hermana mayor, Margarita, y me enseña una cantidad de objetos que se tiran al suelo sin que se rompan. Me muestra una pelotita que hace un ruido del diablo. La campana del cinematógrafo suena y vienen a buscar a Margarita, que puso una nueva cinta a su sombrero. A propósito de cinta, la maestra me dijo que mamá me pusiera una cinta en el pelo o que si no me hiciera enrular.”
 

V

He seguido una mujer que dejaba caer de sus ojos claros una dulzura de claro de luna. Tenía los ojos como las bolitas de vidrio de nuestra infancia, aquéllas que mirábamos contra la luz para distinguir dentro el moaré de un tono azul que se fundía dentro del vidrio transparente o la nube opalina que viajaba hacia la hipótesis dentro de la esfera de cristal.
Y me atraía además en esa desconocida una cierta juventud fatigada. Era una flor magnífica que comenzaba a ajarse. Sus ojos se perdían todavía en la infancia, pero los músculos de su rostro abandonaban la curva sideral por donde había pasado el astro de fuego y se veía ya aparecer el planeta muerto, en la palidez de sus manos azuladas.
Esa mujer había vivido, sufrido, sentido o amado mucho. Pero como el placer fatiga más que el dolor, sus carnes marchitas, habiendo sido tan bellas, guardaban aún un encanto diabólico. Las prefería al cutis terso de las jóvenes. Una voluptuosidad inconfesa me embargaba. Y aquella mujer que no tenía misterio sobre la ternura de sus ojos infantiles, era más bella y más sugestiva que la estatua de Venus. Era más bella, en ese trance despidiéndose de la juventud, que si fuera esplendentemente joven.
Mi edad y mi misma fatiga, mi pasado y mi experiencia eran las que me arrastraban hacia ese panorama de mujer hermosa y marchita, planeta que recibía la luz de sus ojos claros, semejantes en su luz celeste y lejana, a la luz que atraviesa las bolitas de vidrio con que jugáramos en la infancia.
La seguí a través de la ciudad, de los ómnibus, de los hombres que nos cruzaban. La desconocida no respondía a mi deseo. Sólo al llegar a la esquina de su casa, sintiéndose fuerte, oyó mi palabra y quiso saber qué le pedía:
—Ahora, ya nada —le respondí—. Todo cuanto usted conservaba de poesía, lo he tomado. No creo que su espíritu pueda darme la voluptuosidad que su belleza física, ataviada por mi imaginación, le ha dado.
Y ella que había mal comprendido mi intención y que me había vulgarizado como si fuera un hombre más que deseara ajarla todavía, quedó anonadada por la distancia que ponía tan desenvueltamente entre los dos, desamparada.
 

(Imán, Núm. 1, Abril 1931)


Madame de L’lle


Los pueblos de los alrededores de París viven su vida pro­pia. Todos tienen héroes populares que duran levemente un día. La misma guerra pasa sin ser sentida; pero, en cambio, algo de lo que pasa, o no pasa, en el pueblo, entretiene la exagerada curiosidad de los demás. Hace un tiempo, aquí en Chatou, cuando se supo que Rochette, el banquero y mala­barista, tenía un pariente en la localidad, un viejo desconoci­do pasó de pronto de la gacetilla comunal a la historia. El sue­gro de Rochette fue, para Chatou, lo que Rochette para París.
Una batalla más o menos no interesa a los buenos france­ses de mi pueblo, a no ser por los hijos de Chatou muertos o heridos en ella. Una escaramuza cobra el aspecto de una masacre si acierta a ser protagonista en ella el hijo de mi sir­vienta o el hermano del alcalde. Pero la guerra, a pesar de su alcance universal, justo es decirlo, ha aburrido al vecindario. Hay hechos locales que nos interesan muchísimo más. Es el caso de Madame de L’lle.
Dirá algún lector que no soy un buen cronista, pues hago de casos particulares los temas generales de mis crónicas. Yo sólo puedo agregar que lo que me parece interesante es digno de ser contado. Me hallo en la situación del diputado provincial que enarboló la bandera nacional a media hasta en la municipalidad donde era comisionado del P.E.
— ¿Quién ha muerto? —-preguntó un curioso al diputado que dejaba su despacho vestido de luto; y retirando el pañue­lo que recogía sus lágrimas, respondió roncamente:
— ¡Mi suegra!...
La muerte de la suegra le significaba tanto como una pér­dida nacional al desconsolado yerno. Madame de L’lle, que vivía frente a mi casa y que acaban de llevarse al tranco de un jamelgo, mientras cantaba un sacristán y un monaguillo lle­vaba el viático como un estandarte, dará lugar a muchos co­mentarios del vecindario de Chatou. Y voy a deciros cómo y por qué, puesto que no sería difícil que lo que parece ser gracioso termine en una tragedia.
Monsieur y Madame de L’lle, sexagenarios de común acuerdo, vivían frente a mi casa. Madame de L’lle solía cru­zar el camino para hacernos una visita. Era una vieja pequeña de estatura, pretenciosa en su tocado y que marchaba corno una paloma, pasito a pasito. Al llegar, era muy amable siem­pre. Lo difícil y accidentadas eran sus despedidas. A mitad de la visita, pedía que tocaran el piano. Los primeros compases los escuchaba con satisfacción; pero de pronto, como un re­loj al que se le iba la cuerda, Madame de L’lle se descompo­nía. Se echaba a llorar con el llanto de un recién nacido. Era un lloro y un hipo al mismo tiempo. Su dama de compañía nos explicó, al fin, la causa. Madame de Lile tenía un hijo pianista con quien se disgustó, y la música se lo recordaba. Desde entonces, procuramos no ejecutar a nadie en el piano.
Eso  no fue óbice para que una tarde, al encender la luz del comedor, el mismo lloro de párvulo y las mismas convulsio­nes de antes la agitaran de nuevo. ¿Qué le pasa?, me dije. ¿Se acordará del músico? Algo muy semejante, en efecto, la cons­ternaba. Su dama de compañía me ilustró de nuevo.
—Madame de L’lle tiene una hija casada con un fabrican­te de velas y con la que se halla enemistada. Cuando se pren­de la luz, el recuerdo de aquélla vuelve, y la entristece.
En una palabra, Madame de L’lle, por cuatro causas distintas, lloraba en el mejor de los momentos. El recuerdo de sus hijos, con los que se hallaba distanciada, no le permitía vivir en paz. En la soledad de su quinta, extática, sin ánimo para andar, ha muerto. Pero, antes de seguir, debo agregar dos palabras al respecto de Monsieur de L’lle.
El señor de L’lle, cansado por la enfermedad incurable e intolerable de su esposa, ese lloro y ese hipo que le atacaban por momentos, o por otra causa que tengo a bien ignorar, se había entregado por entero al sport de la pesca. Con su caña, su red, su bidón, su paraguas y su traje alquitranado, en la madrugada partía de su casa. El ruido de sus zuecos se oía escandalosamente entre el canto de los gallos y el silbato de las locomotoras en maniobras. A la tarde, la noche entrada, con su caña al hombro, su red, su bidón y su paraguas, dentro del negro traje alquitranado, volvía de nuevo a su casa el señor de L’lle. No se encendían luces en la casa, para evitar un motivo de disgusto a la señora. Se acostaba en la sombra del crepúsculo, y dejaba el lecho en las sombras de la madru­gada. Esa era su vida. Antes de ayer, cuando volvió al obscu­recer, a su quinta, encontró que su esposa había muerto.
Hoy, a las dos de la tarde, una serie de hombres obscuros rodearon la puerta de la casa. Varios vecinos asomaron las cabezas a las ventanas. Llegó un carro ligeramente  fúnebre con varios aparatos de pino de tea, pintados en negro, y unos candelabros plateados. Con gestos de dolor, tan falsos como la plata de los candelabros y el ébano del pino de tea, transcu­rrieron todos los preliminares del transporte a la última y hú­meda morada que es el cementerio de Chatou, al borde del Sena, cerca de donde el señor de L’lle tira sus anzuelos y que durante las inundaciones de 1910 estuvo enteramente bajo del agua. Por fin, llegaron los clérigos y los monaguillos. Sa­caron el cuerpo, y cuando todo el acompañamiento notaba con extrañeza que el señor de L’lle no aparecía, arreglando su casquete y equipado como todos los días, con su caña, su red, su bidón y su paraguas, dentro del tétrico traje alquitranado, haciendo sonar sus zuecos salió de la casa y se colocó, grave y ceremonioso, detrás del féretro.
La hilaridad del vecindario fue grande, y yo observé que uno de mis vecinos acercóse a consultar al señor de L’lle. Por los ademanes de éste, conocí su respuesta:
—Aprovecho lo cerca que está el cementerio del río, para irme luego a pescar.
Aún no ha vuelto el señor de L’lle. Caen las primeras som­bras del crepúsculo. Por la calle nadie pasa, y el memorable ruido de los zuecos del señor de L’lle no se deja sentir. La doméstica ha alumbrado el gas de su casa. La luz se filtra victoriosa a través de los vidrios, y la ausencia del pescador no parece preocupar. Sin duda ha prolongado, falto ya de todo doméstico compromiso, la felicidad de pescar...

Chatou, 14 marzo 1916

[Plus Ultra, Año I, Núm 3, Junio de 1916]

El pescador de lo desconocido

El Sena, a la altura de Chatou, se divide en dos brazos dejando en medio la isla de la Grenouillére. Uno de esos brazos es navegable. El otro es una calle cortada que lleva las aguas a las máquinas de Marly, construidas por Luix XIV. Desde estas norias monumentales el agua pasa a los depósitos de Versalles alimentando los lagos del castillo, y en los domingos provincianos los magníficos juegos de agua con que empenachan sus horas de fiesta los jardines de Le Notre.
Aquí, en Chatou, el brazo muerto del Sena tiene algo de misterioso. ¿Será tal vez porque los cadáveres de los ahogados lo prefieren? La corriente es más fuerte en este cauce, ya que por desnivel debe accionar las máquinas. La preferencia de los ampulosos suicidas tiene tal vez otra razón de ser, y es la de que yendo por ahí al fin van a ser descubiertos al chocar contra las esclusas de Bujival, donde por resistencia de las barreras submarinas vuelven cansados a flor de agua. Han hecho por el Sena, sigilosamente, 67 kilómetros detrás del velo verde y turbio del río, pues la mayoría proviene del drama de París.
Pocos son los aficionados a la pesca que se instalan en esta orilla. Entre los juncos de la ribera mal cuidada bogan las sanguijuelas y siguen como una irradiación de trémulas y gruesas pestañas negras el paquete de los perros muertos que navegan de lado por entre las plantas de la orilla.
En latitud tan poco amable, bajo los árboles centenarios de la isla, frente a la costa aquella de la tierra firme donde pasa el camino, instalábase a pescar mi vecino el señor de L'Ile, a quien llamábamos el pescador de lo desconocido.
La caña de pescar del señor de L'Ile no concluía en un anzuelo. La más inocente de ellas —porque usaba varias— terminaba en un garfio amarrado a un cable de alambre muy fino, pero capaz de alzar mil kilos con todo éxito. Al cruzar a su apostadero, el señor de L'Ile, en la madrugada, contra todas las disposiciones que conciernen a las leyes de caza y de la pesca, echaba una red profunda, y más allá, con un plomo que buscaba el blando lecho del río para anclar, un espinel sobrecargado de grandes anzuelos.
Todo esto parecería un atrezo normal en un pescador, pero la excepción estaba en que el señor de L'Ile no ponía carnada. No era el pescado lo que le interesaba. Era lo desconocido.
-¿Ve usted esa fortuna que pasa? —me dijo un día.
-¿Qué?
-Esos tapones de botellas, de frascos de medicamento, que la corriente arrastra, uno aquí... allá otro... allí... éste más grande... aquél... En total seis, siete corchos por segundo. Una red que los detuviera, que se incautara de ellos, nos daría al fin del día de 4.000 a 5.000 corchos... ¡Una fortuna!... Entre tanto el río la barre hacia el mar.
-Bueno... ¿pescar corchos y oro sería lo mismo?
-No...hay platos que pasan entre dos aguas, alhajas que no absorbe nunca la ventosa del fondo, papel moneda, títulos y, sobre todo, lo que usted no se imagina: secretos. Secretos que sólo el río puede revelar. Tienen millones de toneladas de agua encima, pero tienen el capricho de enredarse en un anzuelo y soy yo quien los pesca. Mire usted el botín de esta tarde...
Miré hacia el lado que indicaba el señor de L'Ile. Un montón de cosas sucias, sin línea, sin personalidad, sin lustre. ¿Qué era todo eso?
-No lo sé aún —me respondió—. Pero aquí tiene usted este pedazo de metal.
-Es pesado.
-Sí... es plomo.
-¿Una moneda roída?
-No, un juguete de plomo. Ha estado seis siglos, más tal vez, en el fondo del río. Está carcomido por el agua. Este pedazo de plomo es el cuerpo de un soldadito, paisano o abate de la época con el que jugaron los niños merovingios. El lecho del Sena está lleno de estos juguetes. Es el armario del pasado.
-¿Y esto?
-Esto... así, a primera vista, si no me induce error, es el trozo de un tiro o de un elástico de cuero al que estuvo suspendida una berlina del siglo XVIII. ¿Cómo lo sé? Vea usted: los cueros pasan así entre ojales pasadores característicos de esas guarniciones reales. ¿Quién las arrojó al agua? Tal vez la Revolución. Estaban cansadas de soportar la molicie de los nobles, la fatiga de una raza disoluta y perezosa. El cuero se conserva muy bien en el agua...
-¿Y estos papeles?
-No sé aún lo que tratan. Luego los lavaré, les sacaré esta baba verde que se pega a los papeles en lo hondo del río al vagar por la costa y que debe formarse a flor del limo, si no es salvia que se va de la raíz de los árboles. Y los secaré.
-Huelen mal...
-Sí, el agua allá abajo no se mueve... es un foco de descomposición. El espectro de la muerte flota sobre los pantanos... Esta agua está cargada de restos orgánicos que fermentan al detenerse. Si se encendiera el carbono dentro del agua, ¡qué iluminación feérica sería! Veríamos alumbrarse lámparas macilentas de todos colores. Serían como los vitrales de las catedrales desaparecidas. Y de pronto pasarían como una bandeja de luz los cuerpos de los grandes náufragos, los hombres entre dos aguas, descompuestos, tambaleantes... ¡El día que pueda ponérsele un polo positivo y un polo negativo a todo esto que se descompone y que arde secretamente en la sombra verde del río...!
...Ese papel celeste con que juega la corriente... ése... es casi seguro una carta de mujer... de colegiala, de amiga íntima... de una mujer a otra. Al dejar los liceos, al terminar las clases, las amigas se envían millares de estas esquelas contando una serie de tonterías y donde han vacilado en contar algo más serio. Estas cartas constan de quince, veinte pliegos y relatan largos problemas morales, ingenuos, triviales. Un día, de pronto, dejan de escribir. Olvidan a la amiga. Es que un hombre les ha desbaratado el alma. Ya hay una mujer más sobre la tierra...
-¿Qué es lo que va a reemplazarles en el río? 
-No llegan hasta aquí esos indicios breves. ¿No ha visto alrededor de los postes restantes, en la esquina del correo, en los canastos del telégrafo, cartas desparramadas en cientos de pedacitos? Reúna esos pedazos de papel: son una cita.
-¿La primera cita?
-No... Es la que se ha provocado a sabiendas, conociendo sus peligros; la que ha costado sangre, sufrimiento, lágrimas. Es la mejor de todas las citas. Tiene al pie el misterio. El lugar, la hora, la intención y hasta la suposición de que nadie se enterará de ella repartiéndola en trizas al viento que la desarreglará y llevará el sentido.
Cuando era muchacho, al salir del correo rompí mi primera carta comprometedora. ¡Qué tonto he sido! —reflexiono—. Miré a todos lados y vi que muchos ya me habían precedido. ¿Por qué no recoger estos secretos? Allí echó raíces esta sed por enterarme de lo que todos desprecian, de a lo que nadie da interés.
Una vez que conseguía descifrar el enigma reanudando los trozos de la carta, iba, acudía al lugar y la hora. Veía llegar a los actores. Habían hecho en el mundo un agujero, habían entrado en él, echado una losa encima. Se encontraban para morir de amor, de voluptuosidad; creían haber engañado en su propósito oculto a toda la humanidad. Y ahí estaba yo, celoso como Argus, los ojos abiertos y una violenta ansiedad en el alma...
-¿Ha oído hablar de Suzanne Lalanne?
-¿La actriz?
-¿Cuál?... No se llama Suzanne. Usted se refiere a Marianne... Suzanne Lalanne es esa chica que desapareció de su casa... la que han encontrado en parte entre los juncos de Choisi-le-roy. ¿Recuerda?
-Sí, efectivamente... ¿Hay algo nuevo?
-¿Nuevo? No. Pero sí hay algo de desconocido, de impenetrable en ese asunto. La policía no podrá conocerlo, sospecharlo jamás. No pesca en esta ribera... Si usted quisiera...
-¿Cómo?
-...venir conmigo... conocería toda la verdad.
-¿Dónde?
-Esta noche, después de cenar, lo espero en la estación. Iremos a París. Tomaremos el tren de las diez y treinta y siete...
-¿Tan tarde?
-Es la hora en que podremos visitar a Marius Peyront y saber muchas cosas.
-¿Marius Peyront?... He oído ese nombre.
-Ya se lo presentaré... Conque... hasta luego... ¿no es cierto?...
-Hasta luego.

II

Detrás de la iglesia de Notre Dame des Champs, mejor dicho, al lado, hay una plazoleta. Quedaba aún una pareja retardada a la sombra de los plátanos. Se veían cruzar bajo las luces del boulevard los noctámbulos que vuelven a pie —toda línea de tranvías interrumpida—, hacia sus barrios distantes. La fatiga los iba deshaciendo, desencuadernando. Bajo los plátanos nos detuvimos.
-Es en esta panadería.
Miré hacia donde el señor de L'lle me señalaba. Por las rejas que daban al sótano salía un haz de luz y acercándonos pudimos ver más tarde a varios obreros enharinados constreñidos a la faena habitual... El señor de L'lle miraba preocupado uno tras otro.
-¿Cuál de ellos será Marius Peyront?
El señor de L'lle no lo sabía. Sus ojos horadaban, fijos, penetrantes, el misterio de ese sótano como solían mirar por costumbre bajo el agua.
Los obreros sostenían una conversación animada, feliz. Sólo uno no intervenía en ella.
-Ése debe ser... sí —dijo el señor de L'lle, indicándome al peón que se daba a llevar y traer los pesos más grandes y que no parecía tener mayor ganas de charlar.
-¿Por qué no llama a ciegas? Veremos quién responde —insinué al señor de L'lle.
-¡Marius! —gritó entonces por el boquete.
El hombre preocupado alzó nerviosamente los ojos. ¿Quién lo llamaba? En su entrecejo fruncido pudo leerse: « ¡Qué extraño es esto!»
-Es un camarada, Marius, quien te llama —insistió uno de los trabajadores.
-Parece que es por mí —dijo Marius—. ¿Qué quiere?... ¿Qué desea?...
-¿Puede usted subir?
-Voy —repuso Marius.
La puerta de la panadería se abrió al cabo de un momento. Marius se deslizó, cubiertos los hombros por una bolsa de arpillera. Nos acercamos. Marius nos midió de una mirada. ¿Quiénes eran estos desconocidos? Tan ajenos le parecimos que una sola idea atravesó su mente. Fijó en nuestros trajes su recelo y convencido tal vez por lo demasiado obscuro de nuestras ropas, o por otra razón ignorada que no sabremos nunca, de que veníamos desde el misterio, cerró la puerta tras sí y esperó la palabra que iba a descorrerle el enigma de nuestra presencia. Parecía conocerla ya. Estaba seguro de ello. Y sobre su labio caído corrió todo el espanto de su confesión, la palabra reveladora:
-¡La policía!...
El señor de L'Ile no hablaba. En el silencio de la escena pescaba en lo desconocido. Marius Peyront dejó la puerta de la panadería como un autómata. No querría tal vez que sus compañeros se enteraran de su crimen, y sabiendo que le seguiríamos se echó a andar hacia la plazoleta entre la sombra.
Al llegar a la plaza Marius se detuvo y nos preguntó:
-¿Adonde me llevan?
El señor de L'Ile respondió:
-No más lejos que aquí... No somos la policía... No somos la justicia. Somos dos hombres que conocen todo el secreto.
-¿Cómo?... ¿Cómo? —preguntó fuera de sí Marius Peyront.
-Conozco muchos como el suyo... Pero éste no lo comprendo bien. Por eso vengo a usted... Usted me dirá toda la verdad. Luego nos iremos... Nadie lo sabrá... Nadie lo recordará.
-¿La verdad?... —dijo y calculó toda la enorme arquitectura de su confesión Marius Peyront—-. ¡Vamos!... Una cosa sola puedo asegurarle.
-La sé —dijo entonces el señor de L' lie—, usted no sabe cómo la mató.
-Es cierto... mi crimen fue cortarla luego en pedazos y arrojarla al Sena. Pero no fue por hacerle daño... Fue para que nadie se acordara más de ella... ni yo... y que sobre todo no continuara después de muerta haciéndome su víctima. Tengo veinte y siete años. Hace trece que sufro. Yo la amé desde cuando íbamos a la escuela. Desde entonces data mi drama... Ella no sufrió nunca. Creo que cuando la maté no lo sintió. ¡Era así!... Nada de lo que venía de mí pudo hacerle mal...
Figúrense ustedes —añadió— que era niño y ayudaba a misa. Suzanne era comulgante. La hostia que iba a tocarle a ella yo la besaba con unción. Cuando fui más grande, tuve del santo y del delincuente el amor y la voluntad. Todo por Suzanne. En vísperas de casarnos, vino a París, me dijo para aprender un oficio en casa de una tía suya. Yo tenía que irme a hacer el servicio militar. Suzanne cesó de escribirme. Fui desertor; me eché en su busca. No la hallé. No le diré lo que sufrí durante cinco años. Un día me enteré que de nuevo la había visto en París un paisano. Su familia tampoco tenía noticias suyas. ¡No saben ustedes las veredas que recorrí! ¡Durante dos años todo París!... ¡De día, de noche! ¡En invierno, en verano! Suzanne había desaparecido. Un domingo tomo un tren que iba a Melum. Paso por Champigny. Desde el tren se veían los bailes en los recreos de la orilla del Mame. En uno de ellos, donde no había menos de mil personas, veo a una mujer. Había mil mujeres y Dios me hizo ver sólo a una. Era Suzanne. Me eché del tren abajo. Rodé por el terraplén. Me herí. No vi nada. Volví camino atrás. Entré al recreo. Sí... señores... Esa mujer que yo había visto, mientras el tren corría y el escenario hervía de gente de todo pelo y color, era Suzanne. No me reconoció. Bailaba con varios tipos de la peor ralea, el cuello afeitado, la gorra echada sobre los ojos y llevando sobre las bocas provocadoras la colilla de un cigarrillo apagado. ¡Oh, eran apaches! ¡Hombres sin escrúpulos, sin dignidad y sin nombre! Suzanne parecía ser su hermana. ¡Una divina hermana de esa ralea de malhechores!
Los seguí. La noche nos encontró por los mismos caminos. Uno de ellos, el que parecía ser su amigo, la dejó en una calle sola. Suzanne siguió hacia el Sena. Hacia la calle de los cafés, pero no llegó hasta ella. Se metió en una callejuela y se detuvo. ¿Me había visto seguirla? No. Esperaba a un desconocido. ¡Era su horrible oficio!
Por fin, viéndome indeciso, en el cruce de la calle iluminada y la callejuela, se acercó a mí. Y me habló cariñosamente como cuando era mi novia. Me tomó del brazo. Me llevó como un ángel sin alas puede ser arrastrado por el diablo que tiene alas poderosas.
Suzanne no me reconocía. Lo sentía bien y mi dolor era por eso más grande.
Desde nuestro hotel, la ventana de la pieza se abría a la pared que caía a pique en el Sena.
No pude decirle: ¡Suzanne, ves, éste es Marius! ¡No! La voz se me anudaba en la garganta. ¿Era posible que un ser humano olvidara, cinco, siete años pasados, al hermano, la voz, las facciones del hombre aquél que la amaba hasta la locura?
Suzanne nunca me había amado. Desde niño —lo supe después— me había engañado.
El baile, el alcohol, la fatiga de una vida de miseria, que salía de sus labios sin preguntárselo, hizo que se durmiera a mi lado... en una silla, frente a la ventana abierta...
...Era media noche. En el silencio del río se oyó lúgubre la pitada de un remolcador. Suzanne se despertó, temerosa. ¿Qué había entendido allá en su alma?
-¡Oh, qué sueño! —dijo—. Soñaba que tú me matabas.
-¡No! —dije. Sin embargo ése era mi pensamiento. Yo estaba pensando en eso... Era mi idea fija.
La silueta del remolcador en la noche arrastrando las grandes barcazas se recortaba con precisión. Las barcas cargadas hasta el tope parecían naufragar lentamente.
Suzanne me dejó en la ventana. Se echó de nuevo en la cama. Volvió a cerrar los ojos...
...Creo que no los abrió más. ¡Yo se lo juro!... ¡No sé cómo pasó aquello!... El alba me halló al lado de una muerta. Suzanne había vuelto al cielo. Tenía el tinte cerúleo de sus frescos catorce años. Hasta la inocencia de la comulgante le había devuelto la muerte...
Y me dije:
-Sólo podía ahorrarle dolor en su vida. No esperaba otra cosa. Era lo único que podía hacer por ella y lo he hecho. Le he abreviado la vida que ella quiso que fuera así. Mi crimen no era un acto de justicia hacia mi vida saqueada, hacia mi esperanza y mi ilusión muertas. Era un acto de caridad.
¿Quise ocultar mi crimen? No lo sé. Tal vez lo que procuré fue que el mundo no supiera más de ella. ¡Representaba tan poco la pobre sobre la tierra!...
Oí caer los trozos de su cuerpo en el agua. El Sena se apresuraba en cubrirlos, en hacerlos desaparecer... Más tarde los arrojó a la ribera... ¿Pero ustedes... ustedes cómo han sabido todo esto?
-¿Hace cuatro años usted puso un aviso en «Le Matin» preguntando por el paradero de Suzanne Lalanne?
-Es cierto... ¡He hecho tantas cosas para encontrarla!...
-Ese diario ha llegado a mi poder. Yo lo he leído, como leo todo, con mucho interés, casualmente, al descubrirse el crimen.
-¿Casualmente? —preguntó incrédulo Marius Peyront.
-Así... como se lo cuento. Lo que me intrigó más fue la concordancia que había entre el pueblo a que usted se refiere en el aviso y de donde era, decían las crónicas, originaria la víctima. Es un pueblo de nombre tan raro que me preocupa. En Francia habrá varios sitios a quienes se les agrega el adjetivo de «Beau» (hermoso), de «joli» (lindo), pero es sólo a Rosay-le-plus-joli a quien se le da el mote de «el más lindo».
-De ahí somos. De ahí era Suzanne —dijo con dolor Marius Peyront.
Unas voces hicieron irrupción en la noche. En la puerta de la panadería se divisaron varios obreros blancos. Los camaradas de Marius estaban inquietos por su ausencia.
-¿Y entonces? —nos preguntó éste como si fuera un trasto nuestro.
-Nada más —repuso el señor de L'Ile.
-¿Nada más?
-Nada más —agregó mi amigo mientras me tomaba el brazo y volvíamos las espaldas al fantástico actor enharinado, tambaleante en medio de la noche.

(Caras y Caretas, Año XXVI, N° 1288, 9 de junio de 1923)

Del tacto y de la manicura

El tacto está en las yemas de los dedos, pero debiera estar también en la manera de tratar las uñas. Le hemos dado la mano a las manicuras y ellas han terminado tomándonos el codo. Al abusar de nuestra buena voluntad, nos han creado la incapacidad de la mano. Antes de dar nuestra mano a la manicura podíamos tomar, cuando menos, la mano de la manicura. Después que ella nos ha hecho las uñas, nos es imposible tomar nada. Quedamos a disposición de las uña.
La mano es la imponderable herramienta que hizo al hombre rey de la creación y las uñas debieron colaborar —en la noche de los tiempos— para la terminación de ciertos traba­jos, como sería el sacar espinas de la mano. Ya las uñas de poco nos sirven. Y si la uña ha servido de útil y de defensa, en el pasado, hoy es un obstáculo que hay que recortar. Ni un pianista ni un guitarrero podrían ejecutar música con uñas largas, pues la uña los aleja de las teclas y de las cuerdas. Por eso se dice: no tiene uñas para guitarrero. En muchos pue­blos asiáticos las uñas largas son signos exteriores de aristocrática haraganería. Clases superiores de China e India se dejan crecer las uñas y procuran endurecerlas para prolongar su vida, y conociendo las leyes físicas de la resistencia de los materiales, las acanalan, no pudiendo entubarlas del todo. Las manos de los viejos mandarines recuerdan las extremidades de los osos hormigueros.
De ese oriente extático que exhibe las uñas largas como prueba de no hacer nada, viene la costumbre de pintárselas y esmaltarlas. Es universal la moda y según el estado de las uñas uno puede juzgar a simple vista del valor del servicio doméstico y de su amor al trabajo. Una persona que se ocupa preferentemente de sus uñas no puede exponerlas al jabón de la cocina ni a la cera de los pisos, que poseen potasa y éteres que atacan los barnices de acetona. Esto en cuanto a la quí­mica. Hay también el punto físico, como es el de chocar con las uñas largas contra los muebles y en donde resultan ambos perjudicados.
Creo que la inutilidad de las uñas se debe a que están mal colocadas al dorso de los dedos. Si estuvieran dentro de la mano, como en los felinos, podrían servirnos para trepar y justificar el viejo epigrama español que reza:

Un escribano y un gato, 
en un pozo se cayeron. 
Como los dos tenían uñas, 
hasta el brocal se subieron.

Se dice generalmente «comerse las uñas» y es sinónimo de desocupación, aunque hay personas que se aplican a devorarse las uñas buscando en ellas pequeños elementos que su metabolismo reclama. Es una forma de antropofagia que los médicos curan dando sales de sodio a los venidos a menos. Pero, también para significar que se está ocioso se dice « mirarse las uñas », como si el haragán fuese siempre confidente de sus uñas que  prefiere sus manos indolentes y, por esta cuesta abajo poco virtuosa, se ha llegado al dicho popular « meter la uña », que entiende el apropiarse de lo ajeno en tal forma que la mano artera se compromete hasta la uña. Es la mano de agio, « larga de uñas ».
Mucha gente que abandona las zonas rurales por los atractivos y comodidades de la ciudad, tiene especial preocupación por traer a la ciudad lo más larga posible la uña del dedo meñique, que hace su amor propio, y se observa el interés de poner en evidencia la uña regalona.
 Hay manos preciosas por el cuidado que le prestan a las uñas, sin padrastros, limadas, frotadas, uñas como engarza­das en el dedo. Manos que parecen grandes insectos entrevis­tos en sueños y pesadillas, generalmente lacias, inermes, sir­viendo sólo a la exposición de las uñas y cada una de éstas, cambiada en gema o piedra preciosa, cornalina o ágata. Son manos extrañas al concepto occidental de la civilización, que carecen d energía y niegan la finalidad suprema de la mano, que es el trabajo, y que por cierto no han integrado jamás las muchedumbres del 1º de mayo. Son manos deshumanizadas, hasta parecer embalsamadas. A la domestica que deja caer los platos mientras los lava, pues resbalan de sus uñas demasiado largas, al hombre de campo que viene a la capital para hacernos el elogio de la uña larga del meñique, esa pala a pique de bolsillo, y a la señorita que hereda a los mandarines chinos y declara el paro forzoso de su mano en obsequio de las uñas decorativas, es justo recordarles que in día los antropopitecos se encontraron frente al problema de dejarse creces las uñas y descender a ser animales de presa o recortárselas y conquistar con sus manos trabajadoras la dignidad de ser hombres.

[Patoruzú, Año XIII, Nº 605, 16/5/1949]

Los primeros fríos

Hubo una época en que el hombre pulsó de más cerca la naturaleza y el ir y el venir de las estaciones. Acudió a su cita. Las esperó a pie firme, y salía al campo en enero, con cuello duro, traje de negro riguroso y bastón de ballena, pero estaba en su corazón el calendario que hoy sólo está en la periferia de su sastrería. Tenía frases amables y espirituales, decía ver­sos y recordaba sentencias sobre el momento del año. La naturaleza, femenina siempre —y por eso seductora a veces y a veces con igual inocencia cruel—, nos alcanzaba con sus rigores como verdaderas catástrofes, ya que el invierno no conocía la calefacción central y el verano ignoraba la heladera. En ese entonces sí que era el verano y era el invierno, y no esta deshumanización de las estaciones provocada por las at­mósferas artificiosas que nos protegen de sus iras extremas en las ciudades. Estamos protegidos por la carrocería, por los muros, o por las alfombras contra el frío, o se goza en playas y montañas de temperaturas corregidas que nos salvan del calor; usamos ropas impermeables contra la lluvia y la humedad, o vestimos breves ropas livianas que se llaman púdica­mente «shorts» o trajes de baño. El traje de baño es un traje asustado que se ha encogido de miedo que le tiene al baño. 
Antes, miraba el hombre a la naturaleza y la cantaba, tal como era, sin desfigurarla. Las mujeres escribían en sus di­luidos y transparentes libros de memorias, lo que le pasaba a la tierra, y a la planta, al cielo y al mar, al campo y al ave. Hoy ya nadie escribe libros con memorias inútiles en preciosos volúmenes, deliciosos sepulcros en que concluía entre flores secas la vida cotidiana que pasaba sin mayor relieve. ¿Quién apunta en su libro íntimo —o le dice enternecido a su fami­lia—: «hoy he encontrado la primera violeta de este invier­no»?
¿Quién vuelve a su casa y comenta: «hoy he visto a la primera golondrina»?... Las golondrinas llegan y se van sin honor y sin gloria. Nadie sale a recibirlas. Nadie llora su par­tida. La golondrina ya no es el paje sentimental que trae el verano y escapa del otoño. Es un pájaro más entre los pájaros que nos encubren los hilos eléctricos del alumbrado, los avi­sos sobre la calle, las molduras de las azoteas y no se le ve ya pasar como una coma de terciopelo negro en la página celes­te del cielo.
¿Quién abre la ventana que daba sobre el jardín de su casa y que hoy da sobre la cocina del vecino, y le dice a los hijos; «escuchen al benteveo»?... Nadie. Y sin embargo, si hubiera mirado hacia un palo del telégrafo, hubiera visto al hornero construir apuradamente su nido, y lo mismo hace el cantor que silba «bicho feo» y la urraca...
¿Quién llega satisfecho a su casa, haciéndosele agua la boca y comenta en la mesa: «he visto las primeras frutillas», cuando hay frutillas todo el año en los escaparates de las fruterías?... ¿Quién dice, contento de que la tierra sea generosa: "las cerezas están maduras" o «el trigo está en grano»? Na­die. Los que van al campo, van a jugar al golf, los que van al mar, sólo llegan a la playa…
El año carece hoy de acontecimientos trascendentales. ¿Quién dice ahora: «hoy he tomado el primer baño frío»? Nadie, pues nos bañamos todos los días con un agua templa­da, a placer. ¿Quién dice ahora: «anoche cayó la primera he­lada»? ¿Quién dice ahora: «ha muerto la última rosa del jar­dín», si las rosas no están ya en los jardines sino en los invernáculos y en casa de las floristas entre sobretodos de papel de seda? ¿Quién dirá: «hoy ha caído la primera nie­ve»?... Nadie. No es de nuestra latitud la nieve. No conoce­mos ese día de bodas en que el traje de novia de la tarde, con su cola larga, luce sobre los campos, en la noche estrellada. 
El hombre ha crecido y ha perdido el encanto infantil del niño que conoce y goza de la sorpresa y de lo sobrenatural o es un bicho de cesto de la ciudad, ciego e insensible, que sólo sabe darse vuelta dentro del ataúd de su departamento, bajar encajonado en el ascensor o trasladarse hacia otro agujero incógnito, en la lanzadera de un tranvía subterráneo. Una espesa capa asfáltica, cementosa, metálica, lo envuelve y pro­tege o lo inhibe. Carece de ese susurro que compartía otrora con su hermano lobo y con su hermana agua, con su herma­na rosa.

[Patoruzú, Año XIII, N° 606, 23/5/1949]

En estado de gracia

En medio de un día de sol, por ejemplo, vamos con un día gris dentro del alma. Hemos pasado una mala noche, o nues­tro estado general está resentido. Sentimos un vago dolor de cabeza o nos duele una muela mientras miles de personas que codeamos en la calle pasan ágiles y alegres; y, evidentemente, ninguna de ellas va hacia la farmacia o el dentista. En esos trances en que el metabolismo glandular busca un nuevo equi­librio y las glándulas se prestan ayuda y se establece entre una y otra una relación de crédito a corto plazo, no miramos ha­cia el mundo con optimismo, y necesariamente no será en esos días grises que la vida nos invite a sus festines. Ni el sol será sol, ni el paisaje hermoso, ni la noche estrellada. Esta­mos seguros de que no nos enamoraremos ese día. La más hermosa de las mujeres no nos hará dar vuelta la cabeza si­guiéndola con los ojos entornados.
Pero un día nos enamoramos. Conocemos el arrebato del heroísmo, la locura y la poesía. Nos sentimos capaces de to­mar con las manos la luna para ofrecerla como un modesto ramo de violetas a la mujer amada. Nada nos arredra. Todos los cálculos son felices. No tenemos edad o todos tenemos veinte años. Creamos la obligatoriedad del peligro. Compren­demos bien a los pueblos primitivos, donde el rapto es el co­mienzo del matrimonio, y desembarcamos en plena edad feu­dal montados en un potro percherón llevando en la grupa a la infanta seductora, en una época en que no hay registro civil y que, sin embargo, da pie a todas las ejecutorias de nobleza, se afirma la sangre de cristianos viejos y nacen los apellidos. Ese día en que nos enamoramos, el sol es sol, el paisaje es hermo­so y la noche estrellada, nuestro estado de salud es resplande­ciente, no nos duelen las muelas y cruzamos las calles con una sonrisa que va de oreja a oreja. La mujer que adoramos como una diosa, se nos presenta de una belleza inigualable, sin réplica, sin copia, sin segunda parte. La hermosura de ella es nuestro tema, y provistos de un pincel que fue del Beato Angélico, la retocamos hasta introducirla por el prestigio de sus rasgos en un coro de querubines. Y cuando sacamos su retrato de identidad para mostrarlo a los amigos, agregamos: «es mejor que la fotografía»...
De gustos y de colores no hay nada escrito. Podemos com­partir el gusto del nombre enamorado o negarlo, Pero no tor­ceremos su opinión, ni su admiración, ni su embelesamiento. Su mujer ideal es hermosa, y lo es porque su estado eufórico, su organismo en día de fiesta así la descubrió la vez primera y así continúa viéndola. Lo que viene a probarnos que no hay mujer hermosa en sí, sino en la admiración que por ella siente el espejo o el hombre enamorado. Ella no representa nada. Pasó inadvertida delante de ese hombre y delante de otros miles sin que la vieran, hasta que el hombre enamorado la descubrió y la adelantó como un punto de mira, como un canon de belleza, y si es poeta tiene palabras inspiradas para decirlo al mundo, si es músico le eleva himnos, si es pintor quiere fijarla en la tela, si escultor inmortalizarla en la estatua, y si es almacenero comprarle un palacio, un automóvil visto­so y un tapado de astrakán persa.
Para encontrar a la mujer hermosa, y para señalarla, hay que estar en estado de gracia, que es un estado especial en que la salud canta por todos los poros, en que la alegría de la juventud está en nosotros y la esperanza nos hace millona­rios. No es que la mujer que tomamos como modelo o esposa sea bella. Porque el enamorado cree que su novia lo es siem­pre aunque sea fea. Y, en síntesis, somos los hombres ena­morados quienes embellecemos al mundo y confeccionamos mujeres hermosas y felices, modelo de los escultores y musa de los poetas.

[Patoruzú, Año XlIl, N° 617, 8/8/1949]

 

(Mis queridas se murieron (París, 1931); Reedición de la Editorial Simurg, Buenos Aires, Argentina, 1997, a la que pertenecen los extractos que presentamos.)