TALLER DE POESÍA

          El método de Valéry, no su poesía, constituye el motivo principal de estas páginas.  Para apreciar las conquistas que logró ese método, nos allegamos ahora, libres de todo afán analítico, a su compleja obra poética.  Hemos de orillarla solamente, como a deslumbrante ciudad que estuviera en el camino y no al término de nuestro viaje.

          Poeta voluntario que aspira a confundirse con el principio de razón, sorprende que Valéry no haya dejado huella escrita de las cautelas y astucias que sustentan la estructura de sus poemas.  No le pedimos  -entiéndase bien- una doctrina de universal vigencia sino esa “preparada ley” de que habló alguna vez con latitud misteriosa.  Suponemos que aludía al precepto interno, variable según la materia poética que se maneja, cuyo rigor impone unidad y equilibrio al poema.  Ignoramos la filosofía de su composición, filosofía que debió ser empírica y circunstanciada puesto que todo proyecto de esta naturaleza era para él una fuente de problemas singulares y distintos, como lo fue para Poe la organización de “El Cuervo”.

          Si no estamos precariamente enterados, perdimos con Valéry sus dudas, sus aprobaciones, sus rechazos, sus laboriosos retornos a la dádiva primera, todo lo cual, tanto en la mudanza de un verso como en los escrúpulos que dejan en suspenso un vocablo, sin duda formó una vivaz y trabajosa corriente de operaciones mentales.  Así, todo permite admitir que las primeras palabras, pongamos por caso, de “Le Cimetière Marin”, guardan una relación necesaria y sutil con el último verso y con todos los que preparan y anticipan el último.  No hay empresa original que no sobrelleve, impuesta por su entrañal sustancia, una íntima norma que, separada de la materia nativa donde se ejercita, sólo es coerción exterior y mecánica.

          Los procesos conscientes y no los resultados visibles que estos alcanzan fueron el centro de su interés, pero ninguna página suya los hace públicos.  He aquí un artista que nos hurta su propia esencia: el reino tal vez glorioso de sus artificios.  Con frecuencia los sugiere; nunca los manifiesta.  Puesto que el poema ya objetivado es sólo un paso entre muchos –resto o consecuencia de numerosas eliminaciones- no transparenta la serie reflexiva que lo precede y, en virtud de ello, se nos escapa el sinuoso curso interior que tenía a Valéry por escenario.  En el plano más alto de la originalidad, los efectos incantatorios del verso no permiten reconstruir  todos los movimientos del espíritu que los prepara.

          La obstinación y el descreimiento, no obstante ser atributos contrarios, integran el basamento nativo de nuestro poeta.  Se proyecta con terquedad conquistadora hacia los bienes absolutos y al mismo tiempo sabe que el juego a que se aplica le será adverso: evasiva es la perfección –aquí sus palabras- como la llama que atravesamos con la mano, y las moradas de la serenidad más alta se hallan necesariamente desiertas.  Si partimos de estas creencias, de estas direcciones generales que parecen haberlo regido, acaso sea posible reconocer o atisbar algunas huellas de su imaginación operativa.

          Su drama y su debilidad provienen de esta heroica, de esta sabida contradicción: aspira al rigor científico y, cuando ejercita su anhelo, emplea los materiales, con frecuencia imprecisos y difusos, que corresponden al lenguaje emocional.  (Inútil poner de manifiesto este absurdo, puesto que se convierte en estímulo del largo proceso constructivo, genera también el decoro del edificio poético que lo perpetúa.)  Cierto es que rechaza, con una energía que no siempre desborda el cauce teórico, los vocablos nebulosos y vagos: vida, infinito, sublime, profundo, alma, ensueño, divino, etc.  Como ya lo dijimos, su punto de partida es una encrucijada y, consecuentemente, no debe sorprendernos que rinda tributo a la eminente casta idiomática de que participan las voces ya referidas.  Traigamos algunos ejemplos:

 

                      Épuise l’inifini de l’effort impuissant…

                      Tu peux repousser l’infini

                      Un soir favorisé de colombes sublimes…

                      Il s’abîme aux enfers du profond souvenir!

                      Et vous, grande âme,  espérez-vous un songe…?

                      Tire un futile vent d’ombre et de rêverie...

                       Mais je tremblais de perdre une douleur divine.

 

          Otro es, por cierto, el léxico que imprime carácter y singularidad a su prosa.  El vocabulario abstracto y libre de resonancias subjetivas –equiparable a los signos matemáticos- si bien desnudo de brillo, posee mayor consistencia y es vulnerado más lentamente por el tiempo. (1)

          La condición perecedera del idioma poético es el constante desvelo de Valéry, pero también la causa sombría que le hace avistar una intrascendente actividad lúdica en todas las prácticas del verso.

          Sólo en el campo de la creación pura se tornan una misma cosa el placer y el sacrificio; sólo en ese extraño territorio donde el espíritu fluye con gratuito arrojo, el juego es trabajo y el trabajo es juego.  Ningún distingo es posible cuando la voluntad y la fantasía compensan sus fuerzas.  Por lo demás, el arte es la única proyección humana que homologa y sitúa en un mismo nivel los medios y los fines; en el poema, en la sinfonía, en el cuadro, aquellos y estos se integran a semejanza de los infinitos círculos que componen la superficie de la esfera.

          Pese a sus ocasionales foques y trípodes, Valéry asume un idioma desnudo, libre de connotaciones precarias, dramáticamente defendido del natural desgaste que disuelve los matices y capaz de plegarse a cualquier época.  Sin descanso y sin clamor, el tiempo traduce los textos a una lengua genérica cuyo valor significativo no pierde justeza pero cuya energía emocional se dispersa gradualmente.  Valéry se previene contra esta degradación; sus vocablos y sus giros son, a la vez, los menos sujetos a circunstancias de ambiente y los más colmados de sentido poético.  Esta escrupulosa severidad le permite modificarse y analizar el orbe íntimo de sus posibilidades.  Para Lipps, todo placer estético es, en reducción última placer de sí mismo.  Valéry parece sustentar esta convicción, pero la corrige y atempera allí donde sigue los principios de la estética  formalista, para lo cual no cuenta con la materia tratada sino los acuerdos y las proporciones que potencian la belleza dormida en ella.

          Su duro laboreo y su voluntad ordenadora tienden a sortear esos transitorios encantos que genera el mudadizo gusto literario, el mecánico anhelo de operar por reacción frente a las tendencias estilísticas cuyas resonancias, a fuerza de haberse extendido, se han vuelto imperceptibles.   A esas maravillas condicionales Valéry opone, como para preservarse de una tentación subalterna, su tenacidad constructiva, su meditado empeño geométrico.  Ningún criterio de gusto, ninguna imposición de especie temporal lo desvía del camino elegido.  Allí donde otros se avienen a innovaciones que sólo abarcan los dominios del vocabulario y la sintaxis,  concibe una suerte de estructura ideal que vendrá a ser el escondido y férreo soporte del poema.  La firmeza de su planteo y la altura de sus propósitos lo llevan, con lógico ritmo, a denunciar las viciosas costumbres poéticas en auge y, de modo concreto, el ordinario prestigio de que gozan los hallazgos súbitos y desarticulados, los fulgores meteóricos: “Le temps d’une surprise est notre presente unité de temps”.  Con desdén complementario, dice del lector moderno: “…sa nourriture accoutumée d’incohérence et des effets instantanés rend imperceptible toute recherche de structure”.  Es indudable que Valéry trabaja para un sujeto arquetípico que, por mucho que no abunde en nuestra edad, alguna vez habrá de repetir idealmente su difícil aventura.  Vuelto hacia tales fines, acoge nociones que participan tanto del arte musical como del arquitectónico.  Ilustra de este modo sus admirables propósitos: “Mon dessein était de composer une sorte de discours dont la suite des vers fût  développée ou déduite de telle sorte que l’ensemble de la pièce produisît une impression analogue à celle des recitatifs d’autrefois.  Ceux qui se trouvent dans Glück, et particulièrement dans l’Alceste, m’avaient beaucoup donné à songer”

          Poe y Valéry descubren al lector, introduciendo así un elemento sustantivo que viene a renovar la concepción tradicional del poema.  Después de ellos, el proceso creador es contemplado desde el punto de vista de los efectos, desde una perspectiva inexistente o sólo posible.  toda obra literaria decisiva es, en grado apreciable, generada o sostenida por quien la goza, por el espíritu receptor a que se destina.  Condición de su permanencia es cierto carácter de necesidad, cierto equilibrio interno que permita sentirla criatura inevitable.  Sometida a ese derrotero, juzgamos natural que la tarea de citar fragmentos o desprender versos le parezca a Valéry labor indelicada y costumbres de primitivos .  Frente a dicho linaje de exégetas –deplorablemente, en esa progenie nos integramos- su rico juego combinatorio quizá  padecería violencia.  Suyo es el arte de levantar entidades poéticas formadas por piezas inseparables.  Cuando no existe precaución en el autor, cualquiera de sus lectores puede recrearlo y predecirlo hasta la monotonía.

          La vaguedad persuasiva era el deliberado fin de la poética simbolista; para alcanzarlo plenamente, sus cultores se prestaron al uso de un lenguaje lateral o superpuesto.  Sin renunciar a los atractivos de lo difuso y lo ambiguo, Valéry maneja entes verbales que se mueven en una atmósfera concreta y luminosa.  El extraordinario Mallarmé, un poco al modo español, poetiza objetos, exalta situaciones menudas, establece un balanceo afectivo que nos lleva desde el moblaje hasta la nada, desde la fina dentelle hasta la ausencia sonora.  Valéry encara temas de mayor poderío, se complace en el asunto grávido de nobleza, tiende a cierta impersonalidad que le impide forzar los giros y las flexiones de la oración, se defiende del tiempo mediante el manejo de un estilo que esconde su heterodoxia, suele asumir vocablos cuyo sentido etimológico palpita aún pero donde la carga plural de significados despide una radiación múltiple, incorpora a la estrofa algunos neologismos recurrentes y las más veces prescinde  del hipérbaton ostentoso.  Renuncia a ofrecerse como enigma atractivo; su oscuridad nunca llega a ser tiniebla.

          Francia ha elaborado una tradición retórica para que sus poetas puedan violarla con previsto denuedo.  Hace muchas décadas que enaltece, con gratitud casi excluyente, al infractor, al solitario: Nerval, Lautréamont, Apollinaire.  Estos heréticos, como es sabido, son momentos de otra continuidad, de la cual quiso apartarse Valéry, cuya rebeldía es el clasicismo.  No se trata de un retroceso sino de un abandonado punto de partida que, al hacerlo suyo, le permite describir una parábola tan extensa como inusual en nuestro tiempo.

          La pureza fue aspiración vertebral de los grandes períodos clásicos.  Albert Henry observa que el vocablo puro reaparece y abunda en las páginas de Valéry.  Creemos que esa constancia, además de traslucir las tensiones y abstenciones de su espíritu, sirve de clave a quienes lo estudian desde el plano estilístico.  En su obra no hay lugar para lo turbio o lo promiscuo; su léxico y sus modulaciones tienen límites claramente señalados.  Como los mayores artistas de la antigüedad, entre dos poemas de méritos parejos prefiere al de contenido más homogéneo y desnudo, al que haya convocado un número menor de elementos.  Durante siglos, el teatro griego sólo exponía un personaje, sólo desplazaba un héroe asocial.  Racine despierta el sentimiento trágico mediante los más simples y depurados desarrollos poéticos.  En el prefacio de su “Berenice” nos recuerda que toda noble empresa de arte pide cierta levedad y que los numerosos incidentes siempre fueron recurso de los poetas que, a diferencia de Plauto, no encontraron en su genio ni bastante abundancia ni suficiente fuerza para retener al auditorio con una acción sencilla, pero apoyada en la vehemencia de las pasiones,  la belleza de los sentimientos y la elegancia de la forma.  Stevenson aconseja que todas las palabras de un texto literario miren en una misma dirección.  Valéry impone al poema un ambiente definido y homogéneo, exigencia que es, ciertamente, una rareza en nuestro tiempo aluvional.  En su bien legislado “Cimetière Marin” sólo nos presenta el mar –símbolo del puro acontecimiento- para contrastarlo con la muerte.  Los elementos secundarios o incidentales  del poema se encuentran como embebidos en aquellas materias fundadoras: siguen la suerte y toman el color de lo principal y, por lo tanto, los sentimos como necesarios.  Valéry no se otorga todos los bienes posibles, no se adueña del cosmos.  Precisamente porque el mundo numeroso no se entrega vacante de sentido al poeta, este ha de reducir el ámbito de sus elecciones , de sus analogías, de sus cadencias.  En cambio, cualquier aprendiz de Dios, cualquier incipiente artista del verso, conducido por su temperamento y por su informe naturaleza creadora, intenta abarcar la totalidad de las cosas y la plenitud del cosmos.  Sin embargo, las palabras, en tanto que símbolos, tienen un pasado, una atmósfera, una intimidad no siempre accesible.

          Muchos modelos remotos se han mirado –alguna vez con ojos censores- a través de los poemas de Valéry.  No para establecer entronques y sí a título de mera curiosidad , cabe recordar los asuntos que desvelaron a los primeros filósofos griegos, en cuyas obras se enlazan la especulación pura y una poesía que ignora o se aparta del menudo rasgo psicológico.  Los presocráticos llevaban al poema la física y la metafísica, las ciencias de la naturaleza y las disciplinas del espíritu.  Como ellos, Valéry fusiona poesía y conocimiento, y confiesa que las hazañas del espíritu indagador  solicitan todo su interés de artista.  Por desgracia –escribió hacia el final de su vida- nunca considero literariamente las cosas literarias.  Se diría que en sus páginas convergen la sabiduría antigua y las inclinaciones de un hombre situado en el vértice, en el riesgoso extremo de una civilización.

          Trabaja y plasma su lenguaje porque en el lenguaje advierte un instrumento ordenador de la experiencia.  Lúcido frente a los peligros derivados de su afanoso asedio de abstracciones, prevenido ante las dificultades que presenta la escritura de una épica del conocimiento, vuelve con resolución firme y con periodicidad inalterable hacia los bienes tangibles, hacia el orbe de los sentimientos y las sensaciones.  Así lo prueba su ligera vibración patética, como también sus ritmos voluptuosos y la sustancia carnal de sus imágenes.  Se trata, claro está, de una defensa que trasunta su discreción y que manifiesta la variedad de sus problemas estéticos.

          Toda poesía de tipo intelectual o abstracto se apoya en símbolos.  Dante remite criaturas emblemáticas a los círculos infernales, y Valéry, para encomiar la norma arquitectónica, nos muestra las rotundas granadas:

 

                               Dures grenades entr’ouvertes

                               Cédant à l’excès de vos grains,

                               Je crois voir des fronts souverains

                               Èclatés de leurs découvertes!

 

                               Si les soleils par vous subis

                               O grenades entrebaîllées,

                                Vous ont fait d’orgueil travaillées

                                Craquer les cloisons de rubís,

 

                                Et que si l’or sec de l’écorce

                                A la demande d’une force

                                Crève en gemmes rouges de jus,

 

                                Cette lumineuse ruptura

                                Fait rêver une âme que j’eus

                                De sa secrète architecture.

 

          La majestad raciniana, como es público, suele ganar la voluntad y aposentarse en el verso.  Para ilustrar el caso, nos reducimos a dos ejemplos, el primero extraído de “Air de Sémiramis”; el segundo, de “La Jeune Parque”:

 

        Ton oeil impérial a soif du grand empire

        A qui ton sceptre dur fait sentir le bonheur…

 

        L’immense grappe brille à ma soif de desastres.

        Tout-puissants étrangers, inevitables astres…

 

           Muchos son los críticos que han mencionado a La Fontaine en función de Valéry.  A sus excelentes observaciones, queremos sumar una de carácter incidental y secundario.  Se trata de la delicada vecindad que parece existir entre el La Fontaine que escribe

 

                       Noires divinités du ténébreux empire

 

y el autor de “Le cimetière Marin”, al que debemos este verso cuyos epítetos sombríos contrastan con la nobleza sobrenatural del sujeto:

 

              Maigre  immortalité noire et dorée

   

          El soneto titulado “César” es quizá la página menos representativa, menos cercana a Valéry, ya que a pesar de su sentido genérico, se promete como un retrato.  Nos hallamos ante un individuo humano, aunque poéticamente monstruoso y tal vez semejante a una potencia cósmica:

 

César, calme César, le pied sur toute chose,

Les poings durs dans la barbe, et l’oeil sombre peuplé

D’aigles et des combats du couchant contemplé,

Ton coeur  s’enfle, et se sent toute-puissante cause.

 

                              

Le lac en vain palpite et lèche son lit rose;

En vain d’or précieux brille le jeune blé;

Tu durcis dans les noeuds de ton corps rassemblé

L’ordre, qui doit enfin fendre ta bouche close.

 

L’ample monde, au-delà de l’immense horizon,

L’empire attend l’eclair, le décret, le tison

Qui changerot le soir en furieuse aurore.

 

Heureux là-bas sur l’onde, et bercé du hasard,

Un pêcheur indolent qui flotte et chante, ignore

Quelle foudre s’amasse aun centre de César.

 

          Ya advirtió el lector que el precedente soneto comienza y acaba con la misma palabra, como si el poeta hubiera querido diseñar un círculo en cuyo arco las sugestiones se ataran y siguieran con estrictez inexorable.  César es el centro cuya voluntad todos ignoran, pero es también un dilatado territorio, un vasto imperio.  El vocablo centro no sólo significa un radiante núcleo psicológico  sino que sugiere una incontable sucesión de provincias convergentes en un hombre.  Y no es difícil percibir que el sencillo pescador que “flota y canta” en el último verso, es la contrafigura del César reconcentrado y secretamente fulminante: la máxima tensión se recorta sobre un fondo de negligencia feliz.

          Los críticos del poeta se han mostrado tímidos o distraídos ante el soneto que acabamos de exhumar.  Contrariamente, citaron con deleite y juzgaron con equidad los aciertos que ahora proponemos al lector:

 

Je n’ai fait que bercer de lamentations

Tes flancs chargés de jour et de créations!

 

La mort veut respirer cette rose sans prise

Dont la douceur importe à sa fin ténébreuse.

 

Ces grands corps chancelants, qui lutten bouche à bouche,

Et qui, du vierge sable osant battre la couche,

Composeront d’amour un monstre qui se meurt…

 

Assise, la fileuse au bleu de la croisée

Où le jardín mèlodiux  se dodeline;

Le rouet ancien qui ronfle l’a grisée.

 

Vague!...Croulants soleils aux horizons ravis,

Tu n’iras pas plus loin que la ligne  ignorée

Qui divise les dieux des ombres où je vis

 

Tout peut naître ici-bas d’une attente infinie.

L’ombre même le cède à certaine agonie…

 

Glisse! Barque funèbre…Et moi, vive, debout,

Dure, et de mon néant secrètement armée…

 

…rêvant  que le futur lui-même

Ne fut qu’un diamant fermant le diadème

Où s’échange le froid des malheurs qui naîtroni

Parmi tant d’autres feux absolus de mon front.

 

Je garde loin de vous, l’esprit sinistre et clair…

Non! Vous ne tiendrez pas de mes lèvres l’éclair

Et puis…mon coeur aussi vous refuse sa foudre

J’ai pitié de nous tous, ô tourbillons de poudre!

Grands dieux! Je perds em vous mes pas déconcertés!

 

Tout m’appelle et m’enchaîne à la chair lumineuse

Que m’oppose des eaux la paix vertigineuse

 

…Toi seul, ô mon corps, mon cher corps,

Je t’aime, unique objet qui me défend des morts!

 

          La densidad, la contextura, el vigor expresivo de estos versos no son obra de un azar complaciente.  Si la inspiración es un estado misterioso, un peregrinaje nocturno, en cuanto problema queda tronchado como un nuevo nudo gordiano y su planteo desemboca en la indigencia.  Cuando el quemante hálito de los dioses, o del antropoide prehistórico, viene a justificarlo todo, las fuentes de la reflexión estética se empobrecen y agotan.

          Como ya lo dejamos señalado, los teóricos de la inspiración miran hacia el pretérito inmemorial y encuentran en los poderes subconscientes una base dialéctica, una fuente generatriz.  A la luz quizá precaria de nuestro juicio, los fundamentos que extraen de esas borrosas lejanías no llegan a consolidar la posición que defienden, siempre adversa al reconocimiento de los hechos estéticos prohijados por la cultura.

          El arte prehistórico, muy ligado a fines aplicados y concretos, se reduce a la imitación plástica de animales.  No asume el carácter de culto a los antepasados: copia las líneas del reno o del bisonte para historiar  los trabajos de una comunidad de cazadores.  Ese primario impulso creador, que se cumple según los recursos instrumentales disponibles, supone un aprendizaje técnico rudimentario pero real.  Así como un pueblo mudo no puede comunicar poesía, así el hombre de Marsoulas o de Lascaux sólo puede exornar su gruta cuando la dura materia que lo rodea se humilla a su voluntad elocuente.  El pasado remoto nos prueba que las artes del espacio, más vinculadas que las del tiempo a los medios de plasmación directamente físicos, afloran única y primeras en el silencio de los orígenes.  La plástica parietal crea entidades en las cuales se concilian el antropomorfismo  y los rasgos de la fiera selvática.  La aparición posterior del cuerpo humano parece responder, también, a fines prácticos y aplicados.  Las figuras masculinas exaltan la capacidad de lucha del cazador y del guerrero.  No se han concebido todavía los artificios que anteceden y rigen al arte.  No se han establecido las necesarias convenciones que lo delimitan y sostienen.

          La inspiración deja de ser un estado impreciso y vago cuando admitimos que es cultura olvidada pero influyente.  El estilo se nos revela determinado por la evolución del espíritu colectivo.  No se anticipa en irracional sugerencia, sino que acompaña al hombre inmerso en la historia.  Inversamente, la materia de la obra tiene su patria en la inmutable naturaleza.  El artista crea su propia ley, su íntima norma.  Palpamos aquí, donde lo vital y lo cultural anhelan unirse, la entraña dramática del arte.  Por eso creemos que el dominio psíquico de la prehistoria y del inconsciente colectivo, cuando se presenta ajeno al proceso cultural que remuda valores, sólo nos lleva a poetizar la depredación, el miedo, el incesto.  Con nítida firmeza, Valéry señala la coexistencia o simultaneidad de las conquistas que se cumplen en el seno de los pueblos afanosos y orgánicos: “Toda producción intensa de arte…se manifiesta en sitios notables por la actividad económica que se observa en ellos.  El espíritu es en nosotros un poder que nos ha comprometido en una aventura extraordinaria, alejando nuestra especie de todas las condiciones iniciales y normales de vida”.  Y luego de otras consideraciones, concluye: “Se trata de rehacer lo que había hecho la naturaleza”.

          Los admirables versos que dejamos citados no son obra primaria de la dadivosa naturaleza.  Y de sus delicados fulgores sabrán los tiempos venideros.

 

  El idioma científico se halla como naturalizado en la prosa de Valéry, donde no se advierte la lucha o disparidad que le impone la empresa poética.  He aquí algunas de sus preferencias: actos de medida, secuencias combinatorias, análisis armónico, eje de fuerzas.