CONCLUSIÓN

         Durante el período que medió entre las dos guerras, Paul Valéry sobrellevó una soledad popular.  Había permanecido muchos años en silencio, y su retorno a la literatura fue saludado con un entusiasmo del que salió ileso, incontaminado.  Ese fervor innumerable lo convirtió en símbolo del poeta que goza los obstáculos y rigores y que no se aviene a seguir la línea del menor esfuerzo.  Su gravitación sobre las generaciones que se formaron después de 1918, fue indirecta.  Polarizó, sin proponérselo, esas lúcidas energías que se contrapusieron al “superrealismo” y que prolongan una tradición en cuyos profundos cauces también es posible la aventura.  Dentro de un mundo normativo y prefigurado, llevó adelante un plan heterodoxo y ensanchó los ámbitos de la poesía con realizaciones que nos destinan un arduo, severo encanto.

          La precisión y la voluntad constructiva fueron sus objetivos supremos.  Esa milicia austera, esa trayectoria silenciosa y abstrusa creó muchos equívocos y permitió afirmar que su poesía es oscura por un exceso de lucidez.  No integró esa estirpe de hombres –ya definida por Pascal- que aspiran a confundirse con los espíritus celestes: “Qui fait l’ange fait la bête”.  No engendró criaturas sobrenaturales: gran parte de su tarea –de su alta y decorosa tarea- consistió en anular o contener las invasiones del azar.  Se avino a largas experiencias y animosas dudas para no simplificarse a la manera  de los profetas y los heraldos de verdades prácticas.  Valéry no accedió a ser, en tanto que escritor, una continuidad objetiva.  Su destino nunca se identificó con lo que suele llamarse una carrera literaria, la que  sólo deriva de una suma de solicitaciones exteriores.  Para no justificar todas las instancias de su ser y todos los momentos de su espíritu, se impuso leyes que sabía provisionales y fortuitas.

          El método le atraía más que los resultados; experimentaba más seducción ante el mecanismo creador que ante la creación ya consumada, ya desprendida del espíritu.  Nada de extraño, pues, que haya erigido, en las más serenas regiones de su poesía, una suerte de épica del conocimiento.  Ese profundo anhelo aparece explícito en muchas páginas suyas: “Nuestra poesía ignora, y hasta teme, todo lo épico y lo patético del intelecto, pues si a veces se ha arriesgado a ello, se ha vuelto melancólica y pesada.  Ni Dante, ni Lucrecio son franceses”.  Dicha proyección, que revela una sensibilidad abarcante y capaz de rebasar lo concreto, se aparta de los motivos convencionales y hace más variado y rico el acervo de la poesía, deidad secularmente dócil  a las potencias afectivas y al mundo inmediato.

          “Si me obligaran a escribir, sospecho que me mataría” –declaró cierta vez a Gide, que temía la coerción inversa.  Voluptuoso de experiencias mentales, hallaba más complacencia en la órbita de lo potencial que en el mundo de los actos.  Estos últimos (y no excluimos el trabajo literario) comportan un tránsito de lo complejo a lo simple, de lo especulativo a lo significativo.  La ceremonia de escribir, que trasunta una voluntad de pragmático rendimiento, le parecía un rito adverso a su vocación más profunda.

          Prefería escribir una página secundaria pero encauzada por la premeditación antes que improvisar una obra maestra cuyo esplendor se debiera a fuerzas eventuales, a impulsos afortunados y obsequiosos.  Es indudable que en esta dilección interfiere la ética, una severa ética personal.  En efecto, lo esencialmente innoble es aprovechar, vivir una aventura que excluya el riesgo pero que depare recompensas, extraer beneficio del indistinto universo a costa de la propia abolición.

          Es evidente que, para Valéry, el mundo sólo puede ser aprehendido por  la conciencia pura.  Peso al tono impersonal que la define, su obra poética esclarece a un hombre que se proyectó, con intensidad admirable, hacia un plano creador donde se hermanan lo cósmico y lo metafísico.  Situado en esa vertiginosa perspectiva –donde también cesa un nombre- no es aventurado deducir  que lo individual, los rasgos singulares, la originalidad primaria, no podían interesarle; nadie percibió con más claridad que los accidentes personales tienen un origen azariento y oscuro.  (1)Su extraordinario poder de condensación, y esa actitud retráctil frente a lo episódico y accidental, lo apartaron naturalmente del género narrativo.

          Intuimos el universo porque intuimos un sistema de relaciones: las cosas existen en la medida que descubrimos y confrontamos sus formas plurales.  Así habla un relativismo ya generalizado y ortodoxo, para el cual la realidad carece de sustrato permanente.  Creemos que para Valéry, es decir, para la conciencia pura, también la obra de arte se define como una pluralidad de contrastes, analogías y correspondencias.  No es una irradiación de la materia empleada, sino que parece dimanar de esas ausencias que llamamos formas y proporciones.  En los tránsitos, en los vacíos, habría que buscar los rasgos diferenciales de todo estilo.

          Un solo texto invariable, según el espíritu de que proviene, puede ser resultante de tensiones y procedimientos dispares.   Puesto que toda obra consumada es una resignación y un esquema, las etapas intermedias son imperceptibles.  Los mismos efectos, los mismos valores externossuelen esconder intenciones y procesos disímiles.  Hacia el complejo mundo de las intenciones se dirigió la vida artística del metódico Valéry.

          Su pudor, con respecto a sus sentimientos –declara un antiguo amigo del recordado- era extremo, hasta el punto que él mismo parecía dudar de que fuera su sensibilidad en vigilia la que influía en la redacción de sus versos.

           Jamás se avino a operar “sobre seguro”, y su decoro sentimental le prohibía hacer un tema literario del ajeno sufrimiento.  Sin embargo, ese pudor extremo no le impidió salir de su ámbito especulativo para mejor identificarse con el drama de su pueblo, que era también el drama del espíritu.  Mucho antes de la sangre, cuando se organizaban las sombras, comprendió que en nombre del alma, de los espontáneos impulsos y de las energías vitales, se intentaba una abominable remoción de valores.  Y defendió esos altos bienes, amenazados por los idólatras de la acción, con el fervoroso empeño que puso en todas sus obras.  Pero no subrayemos estos méritos: muchos son los hombres ávidos de justicia que acceden al heroísmo y aún a la generosidad.  En cambio, son excepcionales los que someten su genio poético a una dura ley interior.  Valéry cumplió el esfuerzo más grandioso y audaz que se haya realizado nunca para fundar belleza sobre una base de coherencia y necesidad.

 

 

 Su nihilismo se concreta en esta divulgada sentencia: “Moi ce n’est personne”. 

 

 

(Se pueden encontrar versiones de “El cementerio marino” y de otros poemas de Paul Valery en: http://www.poesiaspoemas.com/paul-valery  y  algo sobre su vida, en: hhttp://www.biografiasyvidas.com/biografia/v/valery.htm)