UN ACCIDENTE A BORDO

 

 

     Cruzo a pasos lentos por el gran salón comedor, repleto entonces de pasajeros. Era ciertamente una hermosa mujer. El seno, preciso y no excesivo, ennoblecía el busto con su curva sobria, ceñida por la tela prieta del traje "tailleur". Los ojos grandes y hondos y la boca levemente carnosa, que enseñaba a veces el fugitivo reflejo claro de los dientes. Al andar, con firme soltura, la línea ondulaba, armó­nica y serena desde el hombro al flanco. Entre el pasaje, prodújose cierta silenciosa expectación y la siguieron  todos los ojos. Hasta calló la garrulería vulgar y ruidosa del grupo de viajantes de comercio, españoles, naturalmente, cuya rumbosidad calculada "de commis voyageurs" deslumbraba en el desenfreno insólito de una botella de Pommery, estrepitosamente descorchada.

     Cierta señora gruesa y roja, forzó un mohín de ofendida pudicicia, comentando enseguida algo mordiente al oído de su esposo, flaco y amarillo como un limón.

     La clorosis de dos maestritas nerviosas y conversadoras insinuó una ligera sublevación, desahogándose al fin en un secreteado chiste de alumnas normalistas, que hizo relampaguear en sus pupilas cierto significativo resplandor.

     Los estudiantes chasquearon las lenguas, ojeando con juvenil descaro la alegría de las señoritas.

     La cosa pareció interesar al joven pulcro y atil­dado que devoraba aceitunas en la punta de la mesa. Un noble ruso — según se sabía — emigrado por desgracias de familia y obligado a ejercer el plebeyo tráfico de aceites lubricantes.

     —Es la mujer de un hacendado brasileño, riquísimo, millonario, creo, allá por Uruguayana o Sao Borja — dijo alguien al oído de Juan Carlos.

     El que hablaba era un señor macizo y barbudo, embarcado en Fray Bentos; se dirigía a su compañe­ro de mesa, probable estanciero oriental también, absorto por el momento en la tarea de combinar una raja de dulce con un trozo de queso para llevar el total a la boca en la punta de un cuchillo.

     —De un hacendado brasileño, ¿sabe? —continuó el otro. Me lo dijo un primo mío que la viera cuando él subió al vapor para acompañarme. El la conoce porque anduvo por allá, en asunto de com­prar unas tropas para el saladero Liebig's y una vez hizo noche en la estancia del marido. Ella va ahora a Montevideo porque es oriental ¿me entien­de? A pasar un tiempo con la familia... Aunque yo creo —y el hombre bajó la voz— que allí hay gato encerrado ¿no cree? La familia de ella —dice mi primo— estaba completamente fundida cuando apareció el brasileño ese...

     Advirtiendo que alguien le escuchaba, se calló, súbitamente discreto.

     Juan Carlos abandonó su asiento, dirigiéndose a cubierta. Tenía la cabeza, pesada y deseos de pa­searse. En el salón, las maestritas continuaron flirteando con los estudiantes y el grupo de viajantes preparaba una mesa de póker con el concurso del gran duque ruso.

     El vapor llevaba buena marcha y la espuma alzá­base bravamente contra la proa, hirviendo con re­flejos blanquecinos sobre el agua obscura. Por allá, en la costa argentina, baja y triste, brillaban las luces de un establecimiento; algún saladero, sin du­da. La luna casi en pleno, extendía su habitual movedizo camino luminoso sobre el lomo del río. Juan Carlos recordó un verso popularizado y se rió solo. Después, sintió otra vez encima el fastidio. Se aburría y estaba impaciente por llegar a Buenos Aires. Encendió un cigarrillo y dió algunos pasos, familiarizado ya con la luz especial de la cubierta.

     De pronto se encontró frente a la mujer, la del brasilero, precisamente. De pie contra la borda, ella parecía absorta contemplando la ribera que desfilaba ante sus ojos.

     —Romanticismo — pensó él, un poco molesto. Pero la abordó en seguida. — ¿Por qué no? En viaje, ya se sabe. Oiría algunas tonterías sentimentales tales sobre la noche y la luna seguramente. Pero la mujer era hermosa de veras, y más valía eso que bajar otra vez al salón.

     Allá en la proa alguien hacia sonar un acordeón. Inmigrantes italianos de retorno, según se acordó entonces. Uno de los peones del barco, pasó cerca de ellos, rozándolos casi y les asestó una mirada hosca. Se rieron y la risa tornó en cordialidad la cortesía un poco estirada del primer momento.

     Ella, súbitamente expansiva, se animó. Bañábala ahora la luz lunar y Juan Carlos no le quitaba ojo, encantado. Realmente aquella mujer valía mucho, soberbia. Sintió una rencorosa envidia contra el desconocido hacendado brasilero, algún barbarote regularmente.

     Entretanto la escuchaba.

     Resultó ella ser oriental, efectivamente, y volvía a Montevideo con objeto de pasar una temporada con su familia. Su esposo, el señor Menezes da Silva —¿no lo conocía?— quedó allá en Sao Borja. Era hombre de mucho caudal y de muchos negocios; por eso no la acompañaba, por no desatender la administración de sus asuntos.

     De nuevo, a paso suave, el marinero se deslizó, rozándola y la miró a la cara.

     Juan Carlos protestó. Una impertinencia del Capitán. Sencillamente ridículo. El hablaría en seguida. ..

     Sorprendido de su silencio la miró y se asustó.

     Ella tenía la cara pálida, lastimosamente desencajada. Nerviosa,  retorcíase las  manos  y  en  sus ojos  profundizábase una  expresión  de  miedo infantil.

     —Histérica — pensó él, molesto de nuevo — y se ofreció:

     —¿Quería bajar al salón? Tal vez el aire frío le haría mal…

     Pero ella no pensaba en bajar, de ninguna manera.

     —¿Vió? — dijo en voz baja.

     —¿Qué?

     —El marinero… Nos espiaba, ¿se fijó? Es por mí…

     El insinúo una broma:

     —Se explica; el sapo enamorado de la estrella, ¿no?

     Pero ella se estremeció, tembló más bien, desde el cuello hasta los pies.

     —No hago broma, mi Dios. ¿No entiende? Es un hombre de Menezes, estoy segura. Viene detrás de mí… ¿no vé?... Y Montevideo todavía tan lejos…

     El la miró, receloso, sospechando una comedia; mas había algo en sus ojos que daba frío.

     —Está loca, verdaderamente loca — pensó, malhumorado. Solamente a mí me pasa esto. E insistió nuevamente:

     —Si quiere bajar la señora?

     —No.

     Y acentuó con la negativa con un enérgico movimiento de cabeza.

     La habló otra vez, suavemente, fastidiado de veras.

     Pero ella, aflojando súbitamente los nervios, se abandonó, blanda, ahogándose en sollozos:

     — Es claro, él no sabía. ¿Cómo? Pero venía para no volver más al Brasil. Nunca más; por lo menos, mientras viviera el señor Menezes, su esposo. Un hombre tremendo ese, encerrado siempre en la Estancia, verdadero nido de horrores. ¿Para qué le iba a contar? Allá en Sao Borja tenía una famosa reputación el señor Menezes. ¿Qué sabía ella cuan­do se fue con él? Casada, si señor; pero sin conocerlo, obligada, ¿sabe?, por la miseria de la familia. Pero ya estaba cansada, horrorizada de aquel bárbaro y de sus tratamientos...

     No, no le quería contar.   Por eso se vino, aprovechando una oportunidad. Como en los cuentos, sí señor —y se rió, la cara húmeda de lágrimas. De Sao Borja pasó a Libres y de ahí, en tren hasta Concordia, donde se embarcó sin mirar hacia atrás. 

     Juan Carlos, incrédulo, la miraba. 

     —¿Y ahora? —habló, por decir algo. 

     Ella se estremeció otra vez. Expresiva, le puso la mano sobre el hombro.

     — hora se encerraba en el camarote, hasta llegar. El marinero era un hombre de Menezes, se­guro. Pero ella no volvería; por nada, no faltaba mas, señor... Tenía miedo, sin embargo, un miedo tremendo. Muy explicable ¿no? 

     —¿Si avisáramos al capitán? — propuso él.

     —No le avise nada, ¿quiere? y súbitamente alarmada por aquella intimidad se puso a la defensiva. 

     —Terminado — pensó él. Y se llamó animal, allá en su interior. Después la invitó a bajar nuevamente.

     —¿Bajemos?

     —Bajaron. El la dejó en la puerta del camarote y recibió un apretón de manos auspicioso. ¡Quién sabe! — Le dieron ganas de seguir hasta Monte­video.

     —Hasta mañana?

     —Hasta mañana, respondió, fría otra vez. 

     —¡Al diablo! Histérica perdida, rezongó él. Lo ridículo era haber creído casi en esa historia fantástica de la fuga. El señor Menezes era un pobre diablo. Si no, la mujer no andaría paseándose sola con aquellos nervios.

     Tomó un ponche, fumó otro cigarrillo y se acostó. Siquiera, al aclarar entrarían en Buenos Aires. Durmió mal. Los cuentos aquellos, no le cabía duda.

     Se levantó al otro día, casi cuando atracaban a la dársena.

     En el pasillo se cruzó con un vecino de camarote que le habló, en seguida:

     —¿No oyó nada, no?

     —¿De qué?

     —Ah,  ¿no sabe? La señora esa que se tiró al agua anoche. Era oriental, esposa de un hombre riquísimo. Bueno, una histérica feroz. Se tiró al río. Linda mujer ¿eh? ¡Qué lástima!

     Algunos desembarcaban ya. Juan Carlos se precipitó a tierra. Todavía al bajar alcanzó a ver al marinero de la noche anterior, cargando un baúl. Tenía la expresión de hombre que ha cometido un crimen atroz. Juan Carlos sintió frío y se metió al coche.

     Ya en el centro se detuvo en una farmacia. Una dosis de sulfonal. Seguramente no dormía esa noche.

      

      

     De: "Historias sin importancia". Cooperativa Editorial  Limitada. Buenos Aires.1921