LA AVENTURA DE UN HOMBRE SERIO

 

 

     Me llamo Francisco Sauer, tengo treinta y cinco años, no me he casado aún, y soy un hombre positivo. No estoy seguro de que esta sea la manera más adecuada de comenzar un diario personal. Nunca he concedido atención a esas cosas, y mi literatura del Colegio Nacional no ha bastado a desvanecer en mí cierta preciosa norma de sentido común, a saber: que las cosas deben ser empezadas por el principio. Me desagradan singularmente esos escritores que suponen interesante el relato de lo que llaman historias psicológicas de sus personajes, sin preocuparse de dar carne, huesos, vestidos y nombre a semejantes entes. Puede ser que haya quienes gusten de tales enigmas literarios; por mi parte, cuando leo un libro quiero saber cómo se llama el héroe, en dónde ha nacido, su profesión, su nombre de familia, su aspecto físico, el color de sus ropas, y hasta, si es posible, las señas exactas de su domicilio. Me gusta imaginarme con precisión a las gentes de existencia imaginaria. Por eso, ya que ciertas circunstancias me obligan a escribir páginas que serán, quizás, leídas alguna vez por el público, me guardaré muy bien de incurrir en las faltas ya censuradas.

     Por eso, ya que ciertas circunstancias me obligan a escribir páginas que serán, quizás, leídas alguna vez por el público, me guardaré muy bien de incurrir en las faltas ya censuradas. En la Biblia, cuya excelente preceptiva se ha perdido, no se habla de un hombre sin citar cuidadosamente su linaje.

     De acuerdo con modelo tan señalado, añadiré que hubo un tiempo en que cierto Federico Sauer, de Copenhague, tuvo motivos suficientes para trasladar su esposa, su colección de pipas, y sus instrumentos de física, desde las márgenes del estrecho del Sund hasta las riberas del Plata. Esto ocurrió hace cuarenta años. Ahora, aquel Sauer de espíritu migratorio y Elsa Lohringen, su compañera, duermen a la sombra de un sauce en el cementerio de Disidentes. Elsa Lohringen —¡el Señor la cuente entre sus elegidas!— fué una dulce mujer.

     No he sido abogado, como lo quiso mi padre, y ejerzo con dignidad y provecho la profesión honrosa de agente marítimo. Represento al Lloyd Jutlandés, y el propio Nordensjold figura en el directorio de esta importante compañía. Hay quien supone que al elegir mi modo de vivir he cedido a una sugestión ancestral. Como mis lejanos antepasados los "wikingos", yo vivo del mar. Con la diferencia, naturalmente, que separa a un honorable agente de navegación de un pirata, heroico, si se quiere, pero pirata al fin. Conozco derecho marítimo y estoy seguro de que el valeroso Ragnar Lodbreg merecía pura y simplemente una condena capital como filibustero.

     Considero haber entregado mis papeles en regla. Sólo juzgo lícito agregar que, al presentarme como un hombre práctico, entiendo haber dicho que nada hay en mí de particularmente afecto hacia esa forma de la ociosidad mental que se llama soñar. He leído al buen viejo Comte y a Spencer, y sólo creo en la realidad experimental. Hace algún tiempo, a una inquietante señora de treinta años se le ocurrió decir hablando de mí: —Sauer tiene tanto sentimiento como una viga de quebracho; (esposa de un obrero, la señora en cuestión enriquece frecuentemente su lenguaje con expresiones propias del léxico marital). De todos modos, la comparación es exacta. Soy una viga de quebracho.

     Insisto sobre este punto porque he de contar cosas cuya inverosimilitud que no se me oculta, puede suscitar dudas acerca se la salud mental de quien las relata y afirma su realidad. Conviene que se sepa que no soy ni un soñador ni un sentimental. Nunca he perdido de vista la naturaleza positiva de las cosas para dejar de admitir que H2O sea la fórmula simbólica del agua, ni que el todo es igual a la suma de las partes. Creo haber dicho ya que mi genitor, el Federico Sauer de Copenhague, fue un físico, y hasta, me parece, un hombre de ciencia distinguido. Tal vez debo a herencia psíquica la solidez de mis convicciones positivas. Creo en la cantidad mensurable y nada más.

     En estas últimas semanas de mi vida, empero, se han sucedido acontecimientos que trastornan un poco la ordenada precisión de mi sistema de ideas. Algo pasa que debe ser explicado satisfactoriamente, a menos que haya un modo de demostrar que dos y dos no son cuatro, y que un plano horizontal puede pasar por varios puntos verticalmente ordenados en el espacio. Eso es absurdo, no lo ignoro; pero yo no creo en lo absurdo. Las personas razonables, comprenderán lo angustioso de esa situación paradojal. Y como escribo para las personas razonables cabalmente, quiero añadir, por fin, que esto, no es un diario íntimo, como lo entienden generalmente los literatos y las jóvenes románticas. Es un libro de contabilidad que podrá ser utilizado por quienes aspiren alguna vez a realizar una compulsa de mis operaciones mentales de estos días. Estimo la contabilidad y considero que un libro Mayor vale más que algunos volúmenes de poesías. Esta es una proposición a demostrar. 

     Dicho todo esto, transcribo las anotaciones que contiene la libreta de tapas duras adquirida por mí, apenas fui advertido de la naturaleza extraordinaria de mi dactilógrafa.

     Septiembre 16. Es un día de primavera, claro y sereno. Suben de la calle esos ruidos municipales tan gratos a los oídos de las gentes civilizadas. Por un balcón entreabierto, divísase la masa obscura de un gran árbol que se alza en la plaza vecina. Un hombre sentimental consideraría que la naturaleza invitábalo a esa necia holgazanería que llaman ocio Contemplativo. Por fortuna soy inaccesible a semejantes sugestiones. Nada más saludable y enérgico que encerrarse a trabajar en un despacho penumbroso cuando el sol derrocha tontamente su luz en el exterior. He llamado a la señorita Gloria Davinsky. Es mi dactilógrafa particular recientemente empleada y sus servicios me desagradan. La señorita Davinsky es rubia, curvilínea, bonita y posee una voz de soprano. Puede pasar por una lindísima muchacha; pero no tiene ortografía. Yo no admito  faltas ortográficas, y no comprendo cómo algunos necios pueden haberlas elogiado. La buena ortografía es una cualidad moral. Anuncia un espíritu ordenado y atento a las disciplinas de la vida.  La señorita Davinsky manifiesta una deplorable antipatía hacia las aches y demasiado afecto por las vés. En una comunicación comercial resultan inadmisibles las palabras "vuques" y "orario". He llamado a la señorita Davinsky para despedirla. 

     Mi dactilógrafa es, realmente, graciosa; pero sugiere la idea de que no toma en serio su oficio. Viste como una joven actriz de cinematógrafo. En el descote de su blusa de seda blanca luce un maravilloso  puñado  de  claveles. Lleva apellido ruso, pero parece inglesa; de todos modos, es argentina. 

     —Señorita Davinsky —empiezo— posee usted una ortografía anárquica e inaceptable para un honrado agente marítimo. ¿No podría usted buscarse ocupación más adecuada a sus aptitudes?

     La señorita Davinsky me mira agrandando aún más sus grandes ojos de matiz verde azulado y echa a llorar, sencillamente, sin vacilaciones, como llora una mujer para la cual el llanto es igualmente compatible con el decorado de una alcoba que con un escritorio de roble americano, de cincuenta y siete cajones y cortina corrediza. La conversación que sigue comenzó con llanto suelto, siguió con sollozos y terminó con ojos húmedos.

     —¡Oh! señor Sauer, esperaba todo esto porque mi educación ha sido sumamente descuidada; pero (lágrimas abundantes) no sé realmente qué será de mí una vez despedida de su escritorio (lágrimas torrenciales). Escribo bien a máquina pero jamás podré acertar con la clave de las reglas ortográficas (lágrimas prodigiosamente caudalosas) y, actualmente, hasta en los talleres de modistas es menester haber cursado estudios filosóficos y literarios. El mundo se vuelve demasiado sabio, (sollozos).

     La situación es delicada, pero no resulta inoportuno moralizar. Observo a la señorita Davinsky que sus deficiencias de instrucción la castigan de su falta de apego a la escuela.

     — ¡Oh, señor Sauer, jamás he ido a la escuela! (lágrimas).

     —Bien, eso la disculpa; pero denuncia un censurable descuido en sus padres...

     —Es que jamás he tenido padres (sollozos). 

     (La afirmación resulta fuerte, aunque ajustada a la imaginación hiperbólica de las mujeres. Quiere decir, sin duda, que es huérfana). Y bien, señorita Davinsky — agrego. — Sus palabras encierran un grave cargo para sus tutores, quienes debieron prepararla adecuadamente para desenvolverse en la vida. Esos señores...

     —Es que (sollozos) no he tenido tutores... 

     —Sus hermanos, sus hermanas, sus abuelos, sus tíos, el diablo...

     —Nada de eso he tenido, señor Sauer (las cataratas lagrimales de la señorita Davinsky amenazan inundar la habitación).

     (Decididamente, la condición de mi dactilógrafa resulta exasperante. ¿Hay ser humano alguno que vaya por la vida como un náufrago en el mar? Miro a la señorita Davinsky y la señorita Davinsky me mira a mí. Posee, en realidad, unos ojos maravillosos)

     —Su caso — observo — no es lógico y no se puede ser ilógico en la vida. Usted señorita, debe venir de algo, de alguien —omnia vita ex ovo. — (El latín suele ser útil cuando no se sabe qué decir).

     La señorita Davinsky vacila. 

     —Es que, señor Sauer,  (sollozos)  no sé lo que ha querido decir usted. Conozco menos el latín que la gramática.    Además   (lágrimas)   hay  una  cosa que quiero confesarle...   (sollozos).   Yo no soy… (lágrimas),  yo  no   soy  realmente… (lágrimas) lo que usted y los demás creen.  Yo soy un hada… (sollozos y lágrimas).

     —¡Dos y dos son cuatro, señorita Davinsky, dos y dos son cuatro! ¡La suma de dos ángulos complementarios es igual a un recto! ¿Hay hadas? ¿Quién vio jamás a las hadas? ¿Cómo se atreve usted a ser hada? ¿Cuándo se ha visto que la dactilógrafa de un agente marítimo declare ser un hada? (Transcribo sólo una mínima parte de las cosas que me hizo decir el estupor y la indignación. La señorita Davinsky sollozaba como una vieja puerta azotada por el viento).

     —Lo siento de veras, señor Sauer, y bien quisiera que todo fuera de otro modo; pero (lágrimas) no lo puedo remediar; soy realmente un hada: una verdadera hada (torrenciales lágrimas). No hay posibilidad de no serlo. 

     (Comprendo que es menester serenidad; pero la cosa resulta tan absurda que difícilmente puedo conservar la calma).

     —Un hada, señor Sauer (lágrimas). 

     —¿Cómo las de los cuentos? 

     —Exactamente... (sollozos).

     —Es decir, señorita Davinsky, que tiene usted algunos millares de años, de siglos, tal vez...

     — ¡Oh! algunos menos de los que usted supone, señor Sauer (la señorita Davinsky podrá ser un hada, pero no deja de ser mujer, visiblemente). Las hadas no son tan viejas como generalmente se cree (los ojos de mi dactilógrafa se animan bajo la humedad llorosa de sus lágrimas).

     Comprendo que hay que proceder con orden, e interrogo. Mentalmente, me he cerciorado una vez más de que un triángulo es una figura cerrada por tres lados y que no puede ser otra cosa distinta.

     —Vamos por partes, señorita Davinsky; admitamos que se puede ser hada, aunque eso no es serio, ni conviene a una buena muchacha que quiere ganarse normalmente la vida. Aun siendo hada, conviene hacer algunas concesiones a la razón. He oído decir que las hadas poseen atributos característicos. Hay una vara mágica, ¿no es verdad?

     —Mi lápiz, señor Sauer. ¿No ha observado usted nunca la inusitada longitud de mi lápiz? (sollozos).

     —¡Hum! Resulta, en verdad, un poco extravagante eso de una vara mágica transformada en largo lápiz de escritorio. Pero ha de haber algo más; razonablemente, señorita Davinsky, las hadas deben poseer algo que se parezca a los papeles de un barco, a la cédula de identidad. Por lo menos, usted sabrá hacer prodigios, señorita Davinsky.

     —Las hadas, señor  Sauer, hacíamos    prodigios cuando los hombres   creían  que podíamos  hacerlos. Nuestro   poder   estaba en razón  directa —aprendo de usted el lenguaje matemático, señor Sauer— en razón directa de su fe.

     —Esa es la teoría de los milagros, señorita Davinsky. Coincide usted con Renán.

     —No he hablado jamás con ese caballero, señor Sauer. (Para ser un hada —pienso— mi dactilógrafa ignora tanto como una mujer mortal). Pero el hecho es cierto. Los hombres llegaron a ser más sabios que las hadas, y nuestras pequeñas habilidades resultaron fácilmente superadas por la química recreativa. El espíritu crítico dictó nuestra condenación. Aun existen algunas personas sencillas, de temperamento poético y alcances limitados, que aceptan vagamente la realidad de nuestra existencia; para ellas renovamos, a veces, nuestros anticuados ensalmos. En general, sin embargo, hemos sido olvidadas y conocemos —esto es tremendo, señor Sauer— los horrores de la "strugge for life". Tenemos que ganarnos la vida. Nuestra habilidad manual —habrá oído hablar frecuentemente de manos de hadas, dedos de hada— ha permitido a muchas de nosotras encontrar sus medios de subsistencia en los oficios de lujo. Hacemos sombreros, vestidos, vendemos en los almacenes de artículos femeninos y nos desempeñamos con gracia y soltura en esas pequeñas profesiones suntuarias. Por desgracia, señor Sauer, todas no podemos ser modistas o vendedoras. Además, la instrucción de las hadas es muy imperfecta. Somos anteriores a las leyes de enseñanza gratuita y obligatoria...

     —Pero las hadas, señorita Davinsky — observo — fueron opulentas. He oído hablar de que poseían tesoros y castillos...

     —Castillos de hadas, señor Sauer; tesoros de hadas. Todo eso estaba en el reino de la Fantasía. Existía, merced a la imaginación complaciente de las gentes. El Estado de las hadas, fue una hermosa, ilusoria nacionalidad, incompatible con el derecho internacional moderno. Desde que los hombres concluyeron de explorar el planeta ya no quedó un sitio suficientemente lejano y misterioso en donde ubicar un reino fantástico. El estado de las hadas fue conquistado por la realidad. Y ahora, señor Sauer…

     La señorita Davinsky abre de nuevo las cataratas de lágrimas. Decididamente, estamos en pleno absurdo. ¿Cuándo se ha oído jamás semejante cuento de hadas en el despacho de agente marítimo? De todos modos hay que terminar esta escena.

     —Señorita Davinsky — expongo gravemente. — Su relato es tan extraordinario, que hace dudar del buen estado de su razón. No creo en las hadas; soy un hombre serio y práctico. Sólo creo en la cantidad mensurable. Con todo, usted es una buena muchacha; puede continuar en su empleo. Le regalaré una gramática y haré instalar su silla y su máquina en mi propio despacho.

     He salido sin querer oír la respuesta de mi dactilógrafa. Demasiado me ha trastornado ya con sus fantásticas historias. Me parece que he hecho mal en conservarla. Tal vez haya   hecho bien. De cualquier manera, jamás olvidaré que el espacio sólo tiene tres dimensiones.

     Septiembre 20. La señorita Davinsky trabaja en mi despacho; su ortografía mejora visiblemente. Por desgracia, ha sido necesario abrir completamente el balcón para renovar el aire que la higiene calcula indispensable a la respiración de dos personas, y mi dactilógrafa se distrae demasiado en la contemplación de los árboles. Me asombra que haya quienes puedan encontrar hermosos los árboles; yo los considero útiles porque dan sombra,  frutas y madera. La señorita Davinsky, en cambio, parece encontrarles particulares atractivos; la he sorprendido frecuentemente con las miradas fijas en la frondosa arboleda de la plaza cercana; pero había en sus ojos la expresión propia de quien no piensa en lo que mira. Evidentemente, posee un temperamento de esos que se ha dado en llamar soñadores. Ya he dicho lo que pienso de semejante inclinación al ocio mental. Siempre he creído que los soñadores son una especie de vagabundos interiores.

     He llamado la atención de la señorita Davinsky sobre sus distracciones y me ha contestado, como debía esperarlo, una extravagancia.

     —Sobre nosotras, señor Sauer, la naturaleza ejerce una atracción poderosa. Además, y discúlpeme, esta oficina es tan sombría...

     Ha recalcado la palabra "nosotras" como quien habla de algo sobreentendido. Evidentemente, mí dactilógrafa insiste en su absurda pretensión de ser hada. De todos modos, sólo el mal gusto de una muchachuela poco instruida puede encontrar sombría mi oficina. De paso, observo que la señorita Davinsky no pierde físicamente nada con el advenimiento de la primavera. Sus ojos parecen más claros y brillantes y su piel es, decididamente, de una pureza inglesa. Tiene espléndidos dientes, pero es chocante su manera de vestir. Debe inspirarse, ya lo he dicho, en las actrices de cinematógrafo.

     Septiembre 23. Esto es un trastorno. Me he instalado provisionalmente en una sala interior porque están empapelando de nuevo mi despacho. Comprendo que el antiguo papel era excesivamente obscuro y al absorber la luz fatigaba la vista. La señorita Davinsky ha elegido el nuevo. Me parece un poco petulante la expresión de triunfo que se reflejó en sus ojos cuando le anuncié mi propósito de cambiar el revestimiento de las paredes. Para que no se atribuyera la pretensión de haber influido en mi voluntad, le he agregado secamente que cambiaba el papel porque obscurecía el interior y fatigaba los ojos.

     No ha parecido comprender la advertencia. En cambio se permitió insinuar que tal vez los muebles del despacho no armonizaran con el color del nuevo papel. ¡Mis viejos muebles de roble! He dejado a la señorita Davinsky con su impertinencia en los labios. Retirándome sin ocultarle mi mal humor.

     Septiembre 27. Realmente mi despacho empapelado con fondo de oro y con sus nuevos muebles, ha sufrido una favorable transformación. Acaban de llevar al remate mi viejo escritorio de cortina. Reconozco que era demasiado alto. Estaba anticuado.

     La señorita Davinsky ha tenido muy buen gusto para elegir los flamantes stores y colocarlos en el balcón.

     Septiembre 30. He hablado largamente con la señorita Davinsky. Resulta ser mucho más sensata de lo que podía suponer. Afirma que si yo no usara constantemente ropa de color marrón obscuro no aparentaría tener más de veintiocho años. Parece ser que una amiga suya le ha dicho que mi tipo era distinguido. La señorita Davinsky cree que un clavel en el ojal sienta muy bien a un hombre. Por supuesto que no doy a estas cosas importancia alguna. Sólo me interesa saber que mi dactilógrafa realiza asombrosos progresos en la gramática. Posee ya la absoluta certidumbre de que se escribe ha con ache, antes del participio pasivo, porque se trata de un verbo auxiliar y no de una preposición. Es curioso.

     Infortunadamente, la señorita Davinsky mantiene obstinadamente su naturaleza de hada. No abandona jamás el largo lápiz de apuntes. Supongo que de esa manera considera estar más en carácter.

     Octubre 2. Hoy encontré en Palermo a la señora de Fonseca, la esposa del obrajero a quien debo certera definición de mi carácter. La señora de Fonseca tiene el hábito de tomar del brazo a las personas y someterlas a caprichosos apartes. Me ha observado con aire burlón, para agregar en seguida que la ropa azul marino me favorece resueltamente. 

     —Nunca supuse —agregó— que  fuera usted aficionado a las flores, Sauer. ¿Desde cuándo lleva claveles en la "boutonniére”? Cualquiera diría, terminó, que un hada benéfica le ha tocado con su varilla. Se ha transformado. Por desgracia, Sauer, su sensibilidad y su comprensión continúan siendo dignas de una viga de quebracho.

     La señora de Fonseca se ha alejado riendo a carcajadas; pero su risa no parece indicar verdadera alegría. Es una dama un tanto singular.

     Octubre 5. Acaba de visitarme la señora de Fonseca. Me trajo uno de sus eternos números de rifa de beneficencia. Se ha sorprendido un poco viendo a la señorita Davinsky en mi despacho, y escuchó con indiferencia la explicación que le diera acerca de la necesidad de tener cerca a mi dactilógrafa particular. Afirmó en voz alta que mi papel y mis muebles eran de pésimo gusto, y aprovechó una momentánea ausencia de la señorita Davinsky para decirme que no comprendía cómo los hombres son tan imbéciles que gusten de una cara insulsa sin más mérito que un par de ojos inexpresivos. Añadió que la señorita Davinsky haría bien en cambiar la tienda donde adquiere sus confecciones. ¿Qué me importan a mí esas cosas? Me parece que la señora de Fonseca tiene particular habilidad para hacer perder el tiempo a las gentes.

     Por su parte, la señorita Davinsky ha revelado un carácter deplorable. Juega incesantemente con su famoso lápiz y ha interpolado en algunas cartas ciertos errores garrafales. Recién advierto que mi dactilógrafa puede envanecerse de la belleza de sus manos.

     Octubre 8. Hoy he tenido una escena desagradable. Se ha presentado en mi despacho la viuda de Peter, un inglés ebrio que fuera peón de mis oficinas y se matara a consecuencia de haber rodado por la escalera. La señora pretendía una pensión. Es sabido que el "Lloyd Jutlandés" no concede pensiones. Por mi parte, no me he dejado contagiar de ese sentimentalismo revolucionario actualmente en boga. Entiendo que el hombre debe ser pagado cuando trabaja, y si no trabaja, no hay paga. Es el único punto de vista razonable. No dudo que sea lamentable la situación de las personas que, como la viuda de Peter, quedan con cuatro hijos y sin un peso para pagar su sal. Pero esa no es cuestión de los agentes marítimos, sino de los filántropos. Hay personas que hacen profesión del amparo de los desvalidos y no es cuerdo invadirles su sector. Un hombre de negocios no es, precisamente, un San Vicente de Paul. Por otra parte, la viuda de Peter no debió casarse jamás con un ebrio. Si lo hizo, puso su bienestar en una mala carta y lo ha perdido estúpidamente.

     Creo que pienso bien; pero nada más inaccesible a la sensatez que una viuda dotada del privilegio de las lágrimas fáciles. Había terminado la escena poniendo más allá de la puerta de calle a la viuda de Peter y a sus cuatro vástagos, cuando la señorita Davinsky ha tenido la osadía de intervenir, diciendo que me comporto de manera dura e inhumana.

     Octubre 10. He concedido a la viuda de Peter una pensión mensual de cincuenta pesos, obteniéndole, además, la portería en una casa de renta, propiedad de un amigo.

     No me he conducido de tal manera porque ese fuera el deseo de la señorita Davinsky ni mucho menos; sino porque comprendo que, de vez en cuando hay que sustituir un poco a los filántropos profesionales. De todos modos, mi dactilógrafa ha incurrido en una doble impertinencia: su ingerencia en mis asuntos y la impropiedad de su lenguaje. Considero próximo el día en que cambiaré de dactilógrafa.

       

     Octubre 15. Esto es sencillamente intolerable. La señorita Davinsky me ha expresado la aspiración del personal de mis oficinas de recibir una gratificación de cabo de año. Jamás se ha dado un peso de aguinaldo en la agencia Sauer. Considero que cada cual debe ser retribuido según su trabajo. Hay una parábola evangélica que sostiene la misma doctrina. He contestado a la señorita Davinsky que han pasado ya los tiempos en que las hadas y los genios benéficos protegían a los holgazanes. Creo que mi respuesta constituye una verdadera ironía.

     Octubre 17. He hecho saber al personal de las oficinas que el año ha sido bueno y que cada empleado recibirá una gratificación igual al importe de su sueldo. Me parece justo.

     Octubre 28. He perdido mi tiempo hojeando algunos libros en que se habla seriamente de hadas. Es verdaderamente risible que haya espíritus capaces de conceder atención a semejantes dislates. De cualquier modo, se puede admitir que nadie está de acuerdo acerca de la existencia real de las hadas; en general se las considera representaciones alegóricas de los fenómenos naturales. Absurdos.

     Hay un señor France —Anatole France me parece— cuya irrespetuosidad por las verdades científicas lo conduce a formular esta aseveración: "Las hadas existen porque los hombres las han hecho. Todo lo que se imagina es real".

     El señor France posee una ignorancia jactanciosa. Probablemente jamás supo lo que es psicología y no podría lustrar los zapatos de un biólogo. De otro modo, sabría diferenciar la realidad objetiva de la sensación; y reconocería que la voluntad, como la imaginación, nada real crean.

     He tirado el libro sin terminarlo. Prefiero una buena geometría.

     Octubre 25. Dice la señorita Davinsky que la inmortalidad es sólo un privilegio facultativo de las hadas. Pueden perderla voluntariamente destruyendo la vara mágica. Es una especie de abandono de hábitos. A lo que parece, la familia de las hadas ha disminuido considerablemente merced a esas renunciaciones espontáneas.

     Decididamente, mi dactilógrafa sufre lo que se llama una monomanía incurable. Por lo demás, es una excelente muchacha; progresa extraordinariamente en gramática.

     Octubre 30. Tomando te en el Plaza Hotel he conocido hoy al doctor Supinus, profesor del Instituto de Enseñanza Secundaria. Es alemán, sabio y fastidioso.

     Afirma el doctor Supinus que la ciencia contiene una serie de verdades axiomáticas ya anticuadas. No es cierto, afirma, que el todo sea igual a la suma de las partes, pues de la adición  de una cantidad negativa y otra positiva no resulta un sumando  homogéneo igual a los parciales reunidos. Explica que las leyes naturales no son absolutas sino contingentes y que en la resultante de las observaciones experimentales interviene siempre un factor llamado ecuación personal que hace ilusorias la precisión de los aparatos y la exactitud de las comprobaciones de laboratorio.

     Terminó el doctor Supinus por explicar de manera pedantesca y complicada la probabilidad de que en el espacio haya una cuarta dimensión, inaccesible actualmente al raciocinio humano, pero abierta a la existencia posible de seres organizados de manera distinta a la nuestra.

     No me he atrevido a explorar las hipótesis del sabio profesor acerca de la existencia de las hadas. De todos modos, empiezo a considerar que mi geometría vale poco más que una novela.

     Noviembre 5. Rafael Prado ha dado en la estúpida costumbre de pasar las tardes en mi escritorio. Admira sin reparos a la señorita Davinsky, lo que me permite comprobar que la coquetería es debilidad común a las hadas y a las mujeres. Inútil me parece agregar que Prado es un imbécil lleno de pretensiones. No creo que quienes confían en sus habilidades de corredor de bolsa tengan muy seguro el interés de su dinero.

     Noviembre 7. La señorita Davinsky aprende a jugar al "lawn-tennis" bajo la dirección de Prado. Eso no me interesa de ninguna manera, desde que las mujeres nunca ocultan su vocación por los juegos peligrosos. En cambio, la conducta de Prado me parece escandalosa y la de la señorita Davinsky sencillamente hipócrita.

     Noviembre 9. He hecho comprender claramente a Prado que sus visitas a mi despacho son impertinentes.
   Noviembre 12. Mi dactilógrafa parece haber perdido su famoso lápiz. En cambio, pierde también lastimosamente la memoria. Hoy me confesó haberse olvidado de transmitirme una invitación telefónica que para tomar té, me hiciera ayer la señora de Fonseca.

     Noviembre 22. Han pasado muchas cosas en estos días. Escribo desde la cama, donde me curo de algunas quemaduras que el médico que me asiste pronostica de curación fácil.    De la agencia marítima Sauer, sólo quedan algunos escombros calcinados. En unas horas el fuego consumó su obra, destruyendo el edificio ocupado por más de cincuenta oficinas, mi agencia entre ellas. Como el incendio se declaró de día, hubo un pánico enorme. Siento tener que decir que la señorita Davinsky defraudó por completo las esperanzas depositadas en su naturaleza extraordinaria; se condujo como cualquier mujer irrazonablemente provista  de  un sistema  nervioso indisciplinado. Por  lo   demás,  me  reconozco  un tanto culpable de que hayamos quedado bloqueados por las llamas en mi despacho privado. Por fortuna, los balcones son algo más que simples apostaderos de las personas contemplativas o de las gentes asmáticas. Lo fastidioso de todo esto es que mi dactilógrafa se ha colocado en la situación del aspirante a yerno de monsieur Perrichon; el Espíritu Santo parece haberla favorecido con el don de lenguas, pues proclama incesantemente que le he salvado la vida con peligro de la mía y relata con variantes hiperbólicas el asunto de tal proeza.

     Para evitar que hable la obligo a trabajar en la habitación donde me encuentro, pues no creo que algunas ampollas deban interrumpir el trabajo de un hombre activo. Pero ya el mal está hecho. Los periodistas forman una variedad antipática del género hombre. Tengo a la vista un diario que me llama héroe. 

     Noviembre 24. Un héroe es un bombero imprudente. Acaba de decírmelo por teléfono la señora de Fonseca. Agregó una felicitación zumbona por mi valor. No duda que salvar la vida de una dactilógrafa constituya un acto prodigiosamente ridículo. 

     Noviembre 25. Mi enfermedad sirve de pretexto a Rafael Prado para reanudar sus visitas. La señorita Davinsky lo contempla y oye con aire singularmente estólido. Felizmente mañana cobraré las pólizas del seguro y podré ocuparme de mi nueva instalación.

     Noviembre 26. Las mujeres son como las llaves Yale. Todas parecen iguales, pero tienen alguna pequeña y fundamental diferencia.

     Noviembre 27. He tenido un incidente con Prado. Resultaba inmoral su manera de cortejar a la señorita Davinsky. Por su parte, me ha llamado celoso imbécil y se ha retirado sin disgusto. ¿Celoso?

     Noviembre 30. Hoy despedí a la señorita Davinsky. Esta es una resolución seriamente tomada; jamás adopto actitudes que no hayan sido objeto de una detenida deliberación previa. Ante todo, no puedo consentir en que nadie suponga que estoy celoso de los festejantes de mi dactilógrafa. Cada persona debe sentir dentro de su categoría social, y admitir que yo experimente celos por la señorita Davinsky comporta aceptar para mí una inferiorización mortificante. No estoy enamorado de la señorita Davinsky porque no puedo estarlo.

     Y aun consintiendo, por inverosímil hipótesis, en la existencia de tal sentimiento, no debo olvidar la naturaleza extraordinaria que la señorita Davinsky reclama como suya. Continúo creyendo en la cantidad mensurable y en las verdades experimentales, pero las manifestaciones del doctor Supinus han mellado un poco la ortodoxia de mi antigua fe positivista. De modo, entonces, que estoy ante este dilema: la señorita Davinsky es o no es un hada. En el primer caso, no creo que la destrucción de la consabida vara baste a colmar el abismo infranqueable que nos separa; nunca se habría podido decir con mayor exactitud que se trata de dos naturalezas de semejantes. No es un hada; entonces, mi dactilógrafa presentaría un caso inofensivo y apacible, pero evidente, de enajenación mental. Una locura dulce y poética, —¡Dios sabe que no amo lo poético!— pero locura, de todos modos. Cualquiera advierte los peligros derivados de la unión con una persona cuyas facultades cerebrales carecen de normalidad.

     Pero ya he dicho, que mi amor por la señorita Davinsky sólo es una hipótesis extravagante. Además, creo que la señorita Davinsky no tardará en cambiar su nombre por el de señora de Prado, aun cuando ignoro si Rafael Prado sabe que su novia es un personaje de sanatorio. Hago esta advertencia para evitar que la suspicacia pueda suponer que he sustituido a la señorita Davinsky obedeciendo a un "impromptu" colérico e irreflexivo.

     La señorita Davinsky se ha retirado con enojosa tranquilidad. No ha vertido esta vez una sola lágrima.

     Diciembre 7. Trabajo feliz y tranquilamente en mi nuevo despacho. La señorita Teodosia Robles es una muchacha alta, flaca, morena y tímida. No creo que posea un temperamento sentimental ni aspire a superar su humilde naturaleza femenina. Es una excelente mecanógrafa.

       

     Diciembre 8. He tomado té con la señora de Fonseca. 

       

     Diciembre 9. Almorzando con la señora de Fonseca me ha dicho que los hombres no comprenden sino lo que se les hace comprender a la fuerza. La señora de Fonseca gusta de las expresiones enigmáticas.

     Diciembre 13.   He comprendido a la señora de Fonseca.

     Diciembre 15. Me revientan las mujeres que se expresan como los hombres. La señora de Fonseca reciéntese un poco de su temporada en los obrajes.

     Diciembre 17. El señor Fonseca es un perfecto estúpido y no lo sabe. A casi todos los estúpidos les ocurre lo mismo. Puede ser que eso sea una explicación.

     Diciembre 22. Hoy me he encontrado en la calle con Rafael Prado. Se casa en Montevideo con una prima suya. Se separó amistosamente de mí llamándome imbécil.

     Diciembre 23. La señora Fonseca me ha invitado para su "reveillon" en el Tigre. El señor Fonseca ha partido para el Chaco.

     Diciembre 26. He procurado hacerme el encontradizo con la señorita Gloria Davinsky, mi antigua dactilógrafa. Confieso que es una muchacha bellísima, pero mal educada. Trabaja en una casa alemana y no me habló una palabra de hadas. Cuando le anuncié el casamiento de Prado me contestó que ya lo sabía. Creo que se ha burlado de mí.

     Diciembre 27. El señor Fonseca es un personaje vulgar y pesado, es cierto; pero posee un apellido digno y una situación industrial respetable. Además, es amigo mío, aun cuando antes no lo haya sido, y todo caballero debe velar por la reputación de sus amigos. Me violenta estrechar su franca y áspera mano de obrajero rico. Debe recordarse, por otra parte, que la moral existe, aun cuando varíe según las latitudes. Se puede poner en duda la existencia del mundo irreal y fantástico de las hadas y hasta disputar acerca de la exactitud de las comprobaciones experimentales; pero los hombres honestos, los caballeros, deben someterse a las exigencias de la ética. El señor Fonseca es un animal, sigo reconociéndolo, mas no hay derecho a no respetar los animales.

     He devuelto a la señora de Fonseca una caja de imperdibles, un espejo de plata cincelada y un lápiz de kohl. Es una señora muy olvidadiza.

     Diciembre 28. La señora de Fonseca acaba de hablarme por teléfono. Se ha limitado a decirme que soy el imbécil más grande del mundo. Siempre las mujeres exageran.

     Diciembre 29. Continúo creyendo que dos y dos son cuatro y en la cantidad mensurable. Eso no impide, sin embargo, que haya una probable cuarta dimensión y un mundo de existencia inconcebible para nuestros sentidos. Además, ya sé que las mujeres y las hadas son iguales una vez perdida la vara de virtud. Esto consuela un poco.

     Diciembre 30. He propuesto a la señorita Davinsky que se case conmigo. La proposición fue hecha por teléfono y la respuesta vino por el mismo camino. Me contestó que soy un imbécil.

     Cuando dos mujeres y un hombre llaman imbécil a un cuarto, existen motivos para comenzar a inquietarse.

     Enero 5. Efectivamente, era un imbécil. Ayer nos casamos con la señorita Gloria Davinsky, argentina, soltera, de 21 años. El lápiz se ha perdido definitivamente. Me parece haber salido con felicidad de una aventura grave para un hombre serio. Por lo demás, un triángulo es una figura cerrada por tres lados. ¿Qué me importa del resto? Cierro mi libro de anotaciones.
   Post Data. — "Hada"', en italiano "fata", en francés "fee", en portugués "fada", es una palabra procedente del latín "fatum" que significa "destino". Las hadas resultan de la concepción más dulce y más trágica, más íntima y más universal de la vida humana. Las hadas son nuestros destinos. Una figura de mujer sienta bien al destino, que es caprichoso, seductor, decepcionante, lleno de encanto, de turbación y de peligro”. Este trozo ha sido copiado por mi mujer de una página del señor France, cuyo libro ha reaparecido milagrosamente sobre mi mesa de trabajo. El señor Anatole France no es tan ignorante como me lo pareciera en otra ocasión.

      

     De: "Historias sin importancia". Cooperativa Editorial  Limitada. Buenos Aires.1921