Como Rembrandt en los claroscuros o el Tiziano en la luz
[azul de Venecia
trataré de ser consecuente con el retrato de la extranjera:
apareció en el cuadro de improviso y esto tiene sus ventajas
porque ninguno de nosotros estaba preparado para pensarla,
y menos bosquejar su cabello recogido hacia atrás, los
ojos egipcios y verdes
las manos de anillos orientales
y esa curva de gentilezas que flotaban en su sonrisa
dándonos a los súbditos la distancia exquisita de sus venas
el castigo despiadado de sus látigos de silencio.
La extranjera venía de un mundo ajeno al nuestro
y consumía sin embargo el mismo aire que nosotros, lucía
[anillo de
desposada, cruzaba las piernas como las mujeres del continente
y cualquier cortesano podía confundirla con un caso natural
de la biología terrestre.
Solamente yo supe que era extranjera y por eso aproveché para
endilgarle los defectos de mis recuerdos, los vicios de las otras
y ella, resistiéndose, sentada en su silla de oro, convirtió
[en virtudes
mis recuerdos y, para colmo de esta esclavitud que
[asumo desde
entonces, transformó los vicios en placeres.
Por eso la sigo como un perro, y a veces hasta aúllo en
[las noches
ante la sola idea de perderla.
La extranjera en este retrato luce sus collares de
[plata, sus
manos aparentemente frágiles y los vestidos regalados
[para su beneficio
individual, y fuma y con el humo dibuja
esas imágenes extrañas de los sueños, esas turbulencias
[de la imaginación.
(Podría seguir interminablemente dando vueltas a su alrededor
para describirla mejor,
pero cuando abro los ojos a la realidad
siento que se ha ido de regreso a su patria.)