El día que me levanté temprano
acuciado por un poema que me
daba vueltas en la cabeza desde las seis de la mañana
de un domingo de marzo
y me encerré en el estudio para escribirlo
y dar así al mundo ese temblor, ese desamparo, esa
[confesión púdica,
ese grito en soledad, esa estructura fatal, esa pena rimada,
esa angustia dominical, etc. etc.
me ocurrió que la pluma parker había sido prácticamente
destrozada por la mucama al firmar la boleta del gas,
que los lápices de color que traje de Nueva York
los había llevado el perro para jugar
y no había a mi alrededor ni plumas ni tintero ni leños
[en la chimenea
ni memoria borgeana me dije desolado,
y así de pena en pena,
como novio que ha sido abofeteado por la vecina de enfrente
como una carroza fúnebre sin cadáver trajeado
como un general húngaro sin caballería
como un partido de fútbol suspendido por la lluvia
como el censor público sin libros pornográficos
como un avión jet sin turbinas o sin pasajeros
como un divorcio sin reconciliación
como una ametralladora sin terrorista
como una rana sin charco
como un ruido sin oreja
como un beso de amor sin la otra boca
como un señor muy formal sin las polainas
como un día patético sin patetismo
como una guerra atómica sin misiles
como un idioma sin sustantivos
como un parricida sin Picasso
como un solista sin soledad
como un mamboretá sin patas
así, de pena en pena,
aquel día domingo me levanté temprano a escribir
“el” poema
y tuve este pequeño inconveniente en la era industrial:
no tenía plumas,
ni lapiceros, ni memoria, ni grabador
ni nada silencioso para escribirlo,
nada que poetizar por lo tanto,
(la máquina de escribir imposible
porque hace mucho ruido cuando todos duermen)
Solamente
esta frase de Cocteau que dicto de memoria:
¿Sabéis lo que pienso de lo serio?
Es el comienzo de la muerte…