Cuando recupere el habla voy a escribir un ancho poema
sobre los Persas que invadieron el continente de tu cuerpo
soplando, así empezó la cosa, tu flequillo para que se
[abriera y dejara tus ojos
en una posición fetal antes de que huyeras por las
[hondas campiñas
verdes, en un caballo donde montabas
exquisitamente.
Sólo me ocuparé entonces
de la risa que te provocaba en esos momentos el juego
de la silla entre las piernas
mientras yo desde el suelo, bajo los sicomoros del momento,
disparaba mis flechas contra tu corazón metido como un
músculo elástico debajo de la camisa.
El espacio del poema
será ancho pero no ajeno a la fiel servidumbre que
una mujer
mundial merece según las reglas de la objetividad
o del deseo como fuerza positiva de los tajamares
que adornan la
polémica sobre el color local;
será inconcluso porque creo que el poeta cuando
rompe su mudez
escribe como Orfeo de esas sombras del Hades que se
mueven entre
la neblina, sobre el campo de golf o en el aeropuerto.
Y Eurídice
arrastra la mortaja de los infiernos
que cubre su sexo dormido “como un capullo en el atardecer”
con una complejidad que nace de los arcos
y las flechas persas del subconsciente.
Mudez, tartamudeo, registro de las angustias de una conversación
que nadie escucha, la poesía.
Conocimiento desbocado y loco, como un
galope tendido hasta que el caballo se cansa y al rodar
arroja al jinete como una perdiz muerta de cuyo pico
surge
el último silbido.