EL JARDÍN VELOZ: LA POESÍA DE ALFREDO VEIRAVÉ, POR JORGE MONTELEONE

1.

 

Bajo el cielo casi blanco de calor hay un jardín. Latencia vegetal que aspira al trópico en el condado familiar de la geometría. Precisamente eso: una combinación de irresistible dinámica y formal contención, un espacio móvil, orientado y proliferante. Y en ese jardín, una rara joya vegetal; el filodendro. En el filodendro la proliferación del jardín se vuelve particular y única, con la inmovilidad de la gema en el corazón de una verde tormenta móvil. Y si en el fondo de la casa de Alfredo Veiravé en la ciudad de Resistencia había un filodendro, el otro -"el mismo"— crecía en aquel poema, que comenzaba así;

  

Si Monet pintó varias veces una parva de heno

en el mismo día para demostrar que la luz cambia el color de las parvas,

por qué yo no voy a escribir otro poema al filodendro de mi casa

si siempre los amigos que llegan lo entrevistan

y le toman fotografías y él crece orgulloso contra la

pared igual que una vedette del cine mudo (HN, 37).[i]

 

Ese poema, "Retrato del filodendro", aparece en Historia natural, de 1980. Pero en el poema "Mi casa es una parte del universo", publicado en Puntosluminosos, de 1970, también se encuentra esa planta creciente:

  

 Los que la vieron dicen que la tierra

es una esfera en el espacio, un planeta

más bien pequeño

del tamaño del dedo pulgar de los astronautas.

Yo no lo dudo porque he visto las fotografías

y porque ahora estoy a casi medio planeta de mi casa.

Lo mejor de todo esto es que en ese pulgar

también mi casa es una parte del universo.

Cómo no serlo si en el patio del fondo

hay un filodendro de gigantes hojas (PL, 16).

 

Dos nociones atraviesan ambos fragmentos. En el primero, la imagen de la luz sobre las parvas de Monet; el juego del resplandor diurno sobre la materia, señala el artificio por el cual el objeto estético pretende incorporar la mutación, el paso del tiempo. En el segundo, la relatividad de las distancias en el espacio a partir del movimiento. En el jardín de ambos poemas, como una inmutable cercanía imaginaria, está el filodendro. La imagen del filodendro en el jardín que atraviesa las décadas, resume el modo de funcionamiento de la poética de Veiravé; incorporar lo inmediato, tanto si es extraordinario como si es común, a un orden inclusivo, creciente, que es atravesado por la mutación y el movimiento y, en consecuencia, se vuelve dinámico. Un orden móvil, imaginario, que atraviesa todas las dimensiones culturales de lo humano como manifestaciones vitales, pero vistas al sesgo; no sin ironía, no sin humor, no sin una indecisa inocencia. Aquello que se percibía en el jardín de la casa es una propiedad del jardín textual; mudable permanencia, progresión puntual. Esto se lee en un poema de Radar en la tormenta:

 

(...) el ensueño poético como una

fenomenología de lo dinámico; la flor está siempre en la semilla

          del manzano (que ojalá no sea prohibido) y más,

          en la perpetua fruta poderosa

                      que ahora reposa entre tus dedos. Arriba y abajo donde se da la vida. (RT, 65).

 

Así, el jardín puede ser la imagen cifrada de esta poética: imagen arbitraria, en cuanto su elección no responde a un orden previo en el cual preserve una jerarquía, sino a un modo de interpretar el texto poético. Si, como escribió Veiravé, "el significado de un poema sólo puede ser otro poema", un determinado enunciado poético podría explicar, en el proceso circulatorio de la semiosis, todo el poema. O, lo que sería también posible, una imagen poética, situada en una perspectiva determinada, podría metaforizar toda una poética como autoconciencia del texto. En la poesía de Alfredo Veiravé se percibe muy claramente la particular exploración del espacio imaginario en la encrucijada del tiempo y del movimiento: el tiempo desplegado en la lectura sucesiva que, a la vez, concentra una pluralidad de tiempos disímiles; el espacio en la combinación de blanco y signo tipográfico que conforman el dispositivo material del enunciado poético en su movimiento -aquello que Octavio Paz llamó "signos en rotación", el espacio orientado de la página en la busca de sentido. Esa página, ese texto, son un jardín veloz-, la ensoñación poética como dinamismo de la imaginación.

 

 

2.

La lectura de un corpus poético como totalidad -en la cual cada parte modifica el sentido del conjunto, en una suerte de corrección continua por la cual ningún significado es definitivo- alteraría esa estática presunción sobre los primeros libros de un poeta cuando son leídos como meros esbozos de lo que vendrá. Al considerar en su conjunto los libros de Alfredo Veiravé, desde El alba, el río y tu presencia de 1951, hasta Laboratorio central, de 1991, según aquel modo de lectura, puede percibirse la puesta en juego del dinamismo como núcleo de transformaciones de sentido. La lectura de textos escritos a la largo de muchos años, permite verificar la integración de esos poemas en otra temporalidad. Sus enunciados funcionarían, de algún modo, como una sola frase que retroactivamente se modifica, una constelación de significados que se relacionan y se dividen en cadenas momentáneas. Esta experiencia es fructuosa para advertir cierta lógica de la poeticidad misma y, por cierto, es acaso la más adecuada a los textos de Veiravé, ya que en ellos mismos parece predicarse:

 

y es necesario que comprendan que todas las figuras

                                   de los textos

son imágenes pasajeras un caleidoscopio como el cuerpo de Justine

los biombos chinos paneles corredizos pantallas de televisión

llamadas telefónicas espacios en el cosmos o en las venas

su cabeza recostada sobre el grabador los rostros en la sombra o en la luz

las enciclopedias

las asociaciones interminables como en partículas radioactivas (IM, 8o).

 

3.

 

En El alba, el río y tu presencia, primer libro de Veiravé, aparecido en Gualeguay en 1951, hay una serie de poemas que aluden a las despedidas, a los abandonos, a las ausencias, a la soledad. Una progresión que se abre al vacío y lleva, de un modo inequívoco, a los muertos y a la muerte. Ese aire melancólico, que deshabita al sujeto en un confín último de suave duelo provinciano, responde a la retórica neorromántica de la poesía argentina, que alcanzó su culminación en la década del cuarenta y puede reconocerse, por ejemplo, en los textos de Vicente Barbieri, que sin duda Veiravé admiraba. En 1951, la poética cuarentista ya comenzaba a ser anacrónica, si consideramos que en 1950 aparecía el primer número de la revistaPoesía Buenos Aires, y que hacía varios años habían aparecido las tendencias invencionistas y surrealistas en la poesía argentina. Afines a aquella poética de los cuarenta, las imágenes de la ausencia y la finitud son abundantes. Algunos ejemplos:

 

Estoy aquí abandonado con una rama de nardo

en la garganta, deshabitado en este país de aire

que me envuelve. Busco un caudal eterno que me arrastre

y despedirme (ARP, 23).

 

Interminables caravanas de muertos que regresan

a ubicarse como antes en un hueco de aire,

detrás de una mirada para mirar de nuevo las cosas del mundo

(ARP. 33).

 

Se nos muere algo muy adentro

y en el tiempo queda flotando ese otro ser abandonado (ARP, 51).

 

Hay, asimismo, una serie de poemas que aluden a los regresos, los comienzos, las madrugadas, la adolescencia:

 

Setiembre delataba las palomas del aire

distrayéndolas

y era el tiempo (ARP, 11)

 

se lee en el primer poema del libro. Pero aun cuando esa serie de textos pueden ser leídos temáticamente y fecharse según una estética perimida, también podrían ser leídos de un modo menos previsible. Es decir, eximidos de tales referencias inmediatas, y pensados, en cambio, como un primer espacio de mutaciones en la poesía de Alfredo Veiravé. Es decir, como un espacio poético en el que se juega una dialéctica de ausencia y de presencia, como dos fuerzas que se estabilizan mutuamente en una noción más abstracta que es el tiempo, pero no como "tema", sino como dimensión integrada al hecho poético. Se trataría de pensar, alentados por los textos sucesivos de Veiravé, su primer libro como la zona inicial donde se juega una imaginería de vacío, hueco de aire, abandono de formas y, a la vez, de llenado, presencia venidera, inminencia. Movilidad del espacio poético —el jardín veloz- en la dinámica temporal.

Los dos libros siguientes son Después del alba, el ángel, de 1955 y El ángel y las redes, de 1960. Es inevitable recordar a Rilke, uno de los poetas más leídos por Veiravé en ese período, y evocar el ángel de las Elegías de Duino como agente transformador de la visible en invisible—ese ser "que garantiza el reconocimiento en lo invisible de un grado superior de la realidad", como escribió el propio Rilke en la célebre carta a Witold von Hulewicz.[ii] Todos los mundos del universo, afirmaba, se precipitan en lo invisible, como en su más profunda realidad. En tal sentido, reaparece en Veiravé, mediada por la figura del ángel, la dialéctica de ausencia-presencia, pero esta vez el vacío obra como una fuerza activa que modifica la materia en una dimensión de cambios. Los objetos y los rostros, la infinita variedad del mundo, la interioridad misma, son penetrados, como una textura porosa, por el agua deletérea del vacío que les abre caries, huecos, arterias de sombra. Lo invisible tiende sus redes y todo entra en relación a partir de sus hilos luminosos donde fulgura la nada. Así leemos en el poema "El Ángel y las redes":

 

y uno comprende que el mundo es

una infinita red de relaciones,

y que en lodos nuestros actos

siempre estamos uniendo

y desuniendo

lentos y luminosos hilos, en el fondo de cuyas redes

hemos de encontrar algunos signos, la nervadura

de una hoja, o simplemente un rastro y un alma

en cuyo vórtice caeremos hasta salir purificados en el dolor

por el otro (AR, 10).

 

Nuevamente podrían pensarse esos objetos como signos autosuficientes del poema y esos hilos como series temporales, de modo que cada signo sea vaciado de mundo, de rémora sensible, y sea integrado, como forma abierta, a partir de esa red finita de relaciones, en otro espacio: la zona de la invisibilidad. Acaso los signos poéticos deban ser destruidos en tanto meros representantes de los objetos sensibles y de los rostros vivientes, antes de ser integrados en una poética del dinamismo. Esto es, antes de ser puntos luminosos, vibrátiles núcleos de sentidos posibles, antes de entrar en ese plano superior del movimiento imaginario en el que se combinarán diversamente. Desdoblamiento y destrucción: pasaje de lo sensible a lo rememorado y de allí a la ideación simbólica. El jardín se desdobla aquí en sí mismo como plegamiento del vacío. En tan sentido podría leerse un poema clave del libro aparecido en 1965, Destrucciones y un jardín de la memoria, "Los símbolos":

 

Existe un jardín de la memoria-, mirad sus plantas

mojadas en la lluvia incesante, acercad el rostro ahora

a una hoja áspera y húmeda y desde el suelo

contemplad cómo se levantan desde sus raíces

los monumentos que la vegetación cubre con su olvido.

Existe otro jardín sin embargo                                        

más cerca, al lado de uno: impenetrable en sus huesos

y sus órganos secretos, allí la vida parece ver sus relaciones

aunque se nutre solo, anda y goza en los momentos separados.

(Sólo el enfermo ve su cuerpo en la transparencia necesaria,

sólo en la fiebre, el enfermo adivina el rostro de esa esfinge

que se desmorona).

Lo cierto es que allí, la destrucción se cumple (DJM, 19).

 

El jardín de la memoria no sólo se desdobla en otro espacio, sino en otra serie temporal donde tiene lugar la transformación. Ese cuerpo enfermo, ese sujeto que tiende a desencarnarse, percibe este cambio que, otra vez, va de lo visible a lo invisible, de la presencia a la ausencia. Pero ahora penetrado por numerosas líneas posibles, relaciones y momentos separados que envuelven y arrastran la vida.

En un poema compuesto previamente, en 1961, Carta al poeta Alfredo Martínez Howard, Alfredo Veiravé ya anticipaba esta modalidad que no supone la melancólica celebración de la enfermedad y la muerte, sino más bien una "deserción" de sus formas estáticas en nombre de la mutación. En cierto sentido, supone el amable abandono de las poéticas cuarentistas a partir de sus propios elementos temáticos: "En la otra orilla, los fantasmas nos llaman/ para herirnos de nuevo, pero yo no iré", o bien "Mi nostalgia se desviste y arroja lejos de su máscara de viejo".[iii]

En Destrucciones y un jardín de la memoria hay numerosas alusiones a la aniquilación, la descomposición, la carcoma, el polvoriento derrumbe. Pero no hallamos aquí la nostalgia de lo desaparecido que se halla en el primer libro, sino el trabajo mismo de lo que destruye, el progreso del vacío como efectiva metamorfosis. Desde la poética de las mutaciones y el dinamismo, destrucción y memoria no serian formas opuestas del tiempo, sino homologas o, al menos, contiguas. El jardín, como espacio textual, se transforma de un modo más radical en espacio múltiple de transformaciones de sentido, cuando es atravesado -¿purificado?- por el tiempo letal de la destrucción. El jardín, hondura misma del movimiento de los signos poéticos, se vuelve, definitivamente, ligero de pesarosa materia: veloz.

 

 

5.

 

Puntos luminosos, de 1970, constituye esta inflexión por la cual el espacio del poema se abre como un cosmos en el cual circulan constelaciones sígnicas: de la concentración a la dispersión, de la materia a la luz, del polvo a la Incandescencia. El lugar del ángel es ocupado por el extraterrestre y la zona de la invisible por los espacios estelares. Ahora los enunciados del poema no son ajenos a una nueva disposición en el blanco de la página: comienzan a desplazarse, a entrar en movimiento, a ganar velocidad fugando hacia los márgenes. Y a la vez combinándose. Fragmentos de poemas reaparecen como epígrafes de secciones del libro en una nueva estructuración, donde lo repetido y fragmentado informa Io distinto. Es el primer indicio de las nuevas proyecciones tipográficas que serán características de los poemas de Veiravé a partir del libro siguiente, El imperio milenario,de 1973. Asimismo, la idea de destrucción que aparece en un poema de Puntos luminosos, comparada con aquel poema del libro anterior, completa esa imagen de los signos que se transmutan, se transfiguran y vuelven a reunirse en un espacio en movimiento:

 

para comenzar un poema se precisa:

una expiación cualquiera

el mapa de una ingratitud pasajera

transfiguraciones   reliquias   orgullos    espejismos

el alma de una momia     un ónix ceniciento

DIENTES CRUELES

las rayas del pudor / el espacio absoluto

 

Para terminar

destruir el poema y unir los elementos

necesarios incapaces de

morir con violencia (PL, 69).

 

 

6.

 

En El imperio milenario el espacio íntimo del jardín, el espacio de la memoria propia, se dilata hasta conformarse a la vez como un espacio público y como una memoria colectiva. Es decir, el espacio del poema se organiza al modo de un territorio donde los signos, las situaciones, las identidades entran en conflicto permanente y se definen de diverso modo en el juego de sus cruces y proximidades. De allí el rasgo de aparente caos que presentan esos poemas. Es el juego de la actualidad, en la cual se superponen relatos como flashes, iluminaciones súbitas de acontecimientos que pertenecen a tiempos distintos, a contextos diversos, y que allí se entremezclan. Al mismo tiempo, el poema, como una "nueva Historia", asume los lugares de la memoria colectiva: archivos, bibliotecas y museos, aniversarios y emblemas, los símbolos monumentales y los sitios de peregrinación, los nuevos ámbitos y las noticias de los periódicos, la declinación estruendosa de las imperios en un cauce de pájaros. El poema como imperio milenario: es decir, como reservorio de una memoria legendaria que no hace más que destruirse y renacer en la danza de los signos. "Estos poemas -escribe Veiravé- entes pequeños núcleos de palabras girando/ en sistemas ptolomeicos alrededor de un átomo desintegrado" (IM, 45). Especialmente a partir de este libro, y hasta Laboratorio central, el poema se presenta como una zona de experimentos y de efectos, de libre movilidad discursiva: cada frase parece remitir a un código diverso del anterior (se suceden y divergen los códigos de la experiencia, de la memoria, del lugar común, de la lectura, de la fábula, de la historia, del humor), pero cada verso se estructura con los restantes en un conjunto de cadenas integradas, en un orden circulatorio y móvil.

A partir de entonces son cada vez más reconocibles y característicos, incluso desde su disposición en la página, los poemas de Veiravé. En mayor a menor grado, sus versos parecen dilatarse en la página en un ritmo de inclusión progresiva, donde cada una de las partes acrecienta y diversifica el sentido completo de todo el conjunto. Este efecto se produce entre versos, entre poemas, entre epígrafes y poemas, y aun entre las diversas secciones del libro. Ese modo compositivo provoca, con cada lectura, una vertiginosa sensación de novedad y de cambio, como si en cada movimiento de su ritmo se alternaran series distintas de metamorfosis. Despliegue en la página de conjuntos vibrátiles, de líneas móviles, de giros en torno de un eje sin centro definido. Acaso desde entonces es más visible la afinidad de los poemas de Veiravé con los presupuestos estéticos de la obra plástica de Alexander Calder (1898-1976), al que dedica en sus libros varias referencias y un poema, "Calder", en Historia natural. Ya en 1932, en el breve manifiesto "¿Cómo realizar el arte?", Calder daba cuenta de las fuerzas dinámicas que introducen el movimiento en la materia como ideal artístico, que exploraría con sus esculturas móviles, las cuales fascinaban a Veiravé. Vale la pena citar parte de aquel manifiesto de Calder para conocer una de las posibles bases estéticas de su poética del dinamismo:

 

                           (...) masas diferentes, ligeras, pesadas, medias —señaladas por variaciones de tamaño o de color-, direcciones -vectores que representan rapidez, velocidades, aceleraciones, fuerzas-, estas direcciones hacen entre sí ángulos significativos, y sentidos, que definen en conjunto una gran resultante o varias.

                           espacios, volúmenes, sugeridos por pequeños medios opuestos a su masa, o incluso conteniéndolos, yuxtapuestos, penetrados por vectores, atravesados por velocidades.

                           nada de eso está fijo.

cada elemento puede moverse, vibrar, oscilar, ir y venir en sus relaciones con los otros elementos de su universo.[iv]

 

 

7.

 

En La máquina del mundo, de 1976, el espacio sígnico se transforma en eso mismo: una máquina, un dispositivo que conecta significados en unacombinatoria que simula ser infinita. El volumen se divide en cuatro secciones, de las cuales la primera se llama "La máquina de vivir" y la siguiente, "La máquina como instrumento de movimientos errátiles". Pocos años antes de este libro, hacia 1973, en El antiedipo, Deleuze y Guattari intentaban depreciar el esencialismo en la definición de un yo sustancial y hablaban, en cambio, de la máquina deseante-, organismo conectado a otras máquinas -simbólicas, sociales-en un proceso continuo de producción y producirse del deseo y la historia. Esa noción es, también, una marca de época. Desde Puntos luminosos, la poesía de Veiravé, en un gesto muy afín a las poéticas de los años sesenta, suele procesar y fagocitar, siquiera como referencias, los contextos culturales más inmediatos y dar la impresión de una abismada enciclopedia caótica.

También en este libro hay una subjetividad maquínica: el yo se desintegra como cuerpo para reintegrarse como máquina de vivir, mientras los significados pululan, errando en el texto con movimientos azarosos. Ambas máquinas se conectan entre sí mediante cadenas de signos poéticos: forman un organismo de iconos, de grabados, de recuerdos escritos, de fotografías antiguas, de recuerdos históricos. Podría leerse esa modalidad en este poema:

 

 

LA VUELTA AL DÍA Y LA VUELTA AL MUNDO

 

Diez años a bordo de los galeones del Rey Fernando un instante

en la mesa de trabajo

      y esa ráfaga de otros mundos que me traen las fotografías

      y los posters

      me permiten Alejandro este movimiento

circular que empieza en el estómago sigue por los bronquios y se deshace en el

humo de tu pipa según la orientación de esta brújula de los mares, a saber:

un Chagall montado en un caballo rojo la Tour Eiffel cerca de

los marineros y las mujeres impresionistas de Monet el almanaque

del año 75 William Blake adusto en el Londres lluvioso

en el cual nos conocimos las pirámides egipcias sobre

New York los vitrales de Chartres y un lapacho en el Chaco o

los cerezos de Villa Dolores, y todo así:

múltiple

ciego

iluminado

reverso de la medalla que ha de borrar nuestros cuerpos

del próximo libro de los Códices (MM, 13-14).

 

 

Pero este sujeto no se deshumaniza: su capacidad comprensiva de lo puramente humano es, por el contrario, mayor. La facultad de situarse en la cadena de enunciados poéticos como un eslabón más, no muy evidente, pero que establece conexiones fortuitas, permite desbaratar los criterios más férreos de verdad y de racionalidad -es decir, toda autoridad normativa- mediante la ironía y el humor. El sujeto que habla en el poema obra como aquel que imanta azarosamente los signos, como una piedra de toque. Basta que reúna dos enunciados cuya juntura es incongruente, para que el contexto cultural inmediato y sus códigos se vuelvan absurdos. Es decir, guarda la lógica de una "ballena en el Chaco", como en el poema "Apología de la ballena":

 

 

Una ballena en el Chaco es un hecho insólito

       un escándalo de la temperatura del planeta

       una desviación del comportamiento de las especies

       un signo perdido en capas geológicas sólo comparables

                  con las arañas del Corán.

No obstante yo la he visto: enorme en la humedad de los helechos (HN, i o).

 

 

8.

 

En los últimos libros de Veiravé, el espacio poético se expande aún más y los enunciados traspasan el límite propio de cada volumen como si no pudieran contener individualmente su propio movimiento expansivo. Por ejemplo, la sección tercera de La máquina del mundo, "Versiones: transparencias", tiene el siguiente epígrafe: "Del libro del S. J. José Jolis, Ensayo sobre la Historia Natural del Gran Chaco y las Prácticas y Costumbres de los pueblos que la habitan, MDCCLXXXIX" (MM, 61). El libro siguiente expande esa sección y se llamará: HISTORIA NATURAL Y MORAL DEL GRAN CHACO Y DE OTROS REYNOS/ QUE TRATA DE LAS COSAS DEL CIELO Y DE LA TIERRA/ ANIMALES/ PLANTAS/ MÓVILES/ COSTUMBRES/ MUSEOS/ MÁQUINAS/ Y OTROS OBJETOS IMAGINARIOS. Otro caso es el del poema "Radar en la tormenta" que aparece en Historia natural y que estructurará con sus versos las secciones del libro siguiente, aparecido en 1985, Radar en la tormenta. Asimismo, las alusiones a los experimentos científicos de la tercera sección de Radar en la tormenta prefiguran Laboratorio central.

Estos enlaces también constituyen los poemas como una zona de refracciones que aumentan la idea de movimiento, dinamismo que vincula los textos. Como quería Calder, cada elemento va y viene en sus relaciones con los otros elementos de su universo. Un movimiento que en la poesía de Alfredo Veiravé puede registrarse en la serie completa de sus libros-, va de la memoria individual y la intimidad (en sus primeros textos) a la apertura a un espacio de metamorfosis (Puntos luminosos}. De allí, a la memoria colectiva y el espacio público (El Imperio Milenario). De allí, al documento y a una crónica imaginaria de los orígenes (Historia natural). De allí a la historia cotidiana que magnetiza el poema (Radar en la tormenta). De allí, hasta las ciencias de lo irreal que exploran el mundo-otro en una patafísica de la palabra (Laboratorio central).

 

9.

 

Aquella subjetividad maquínica de La máquina del mundo va sufriendo otras mutaciones,  pero ninguna excluye a la anterior. Es, en cambio, más amplia, más generosa, pero no menos lírica, ya que en la lírica sitúa su moral. En Historia natural el sujeto imaginario del poema se transforma en una especie de cronista, que no ve los objetos con la mirada reposada del botánico o del entomólogo, sino con los ojos maravillados del que, al ver, inventa. Los vegetales y los animales tienen, en este nuevo orden de la naturaleza, un carácter de seres fantásticos que también poseen las obras de arte y los poetas. A ellos se refieren las cuatro secciones del libro, es decir, a objetos imaginarios. En este libro, el espacio poético se transforma en una zona irreal donde, definitivamente, el mundo secreto de la naturaleza guarda las enigmáticas prerrogativas de la magia. La idea misma de una "Historia natural" como taxonomía de lo imaginario, remite a los orígenes de los hechos según la serie paralela del tiempo lírico.

Pero en Radar en la tormenta, de 1985, el cronista de la imaginación se vuelve testigo. La serie de poemas autorreflexivos que inician el libro afirman que ese espacio móvil también incluye, al margen de las fiestas de la magia, la pesadilla atroz y disruptora de lo histórico. La memoria colectiva se dramatiza en la memoria individual, en una combinación inédita. El sujeto reúne en su enunciación hechos vividos en la Argentina de la dictadura de 1976, juzgados según aquella moral irreductible de lo lírico. Esta zona prefigura también los poemas de la memoria patria en Laboratorio central. Un testigo poético, habitante de su jardín veloz, cuyo límite es marcado ahora por el tiempo histórico, como se declara gravemente en el poema "Ya no hay lugar para la frivolidad", que comienza: "Todos poseen un límite; las lecturas del jardín/ absorben el deseo de las plantas húmedas y el mundo visionario/ habla allí únicamente con algunas seres animados de ojos abiertos y profundos", pero finaliza: "A veces los límites se abren y comienza el vuelo;/ entonces, ya no hay espacio para las frivolidades como saben/ los que vuelven de la guerra, o del errático exilio (del poema)" (RT, 81).

 

 

10.

 

El Yo oscilante, nunca asertivo sino en la duda, el Yo que ha padecido el shock terrible de la pesadilla histórica, ya no confía en la transparencia del lenguaje. O enmudece, o traduce. Así, en Laboratorio central, de 1991 (cuyo título es un explícito homenaje al libro homónimo de Max Jacob, Le Laboratoire central), las más fuertes representaciones del sujeto imaginario se definen en dos figuras contrapuestas: el mudo y el lenguaraz, el que perdió la palabra y el que la caza el vuelo. Alternancia entre una palabra callada y otra multiplicada, entre el balbuceo ("mudez, tartamudeo, registro de las angustias de una conversación/ que nadie escucha, la poesía" |LC, 12]), y la voz ajena en el centro de la voz propia ("una fuerza que sale de la propia voz callada/ que comienza a hablar dentro de uno, en cualquier momento" |LC, 12). Al asumir estos ecos, el sujeto incierto y falible se multiplica con la presencia algo monstruosa de los otros, que hablan por su boca: una multitud diurna de fantasías, de citas, de dioses helénicos, de contemporáneos, de timbres muertos, de noticias, de frases hechas, de anécdotas, organizadas según el orden compositivo propio de estos poemas. El lenguaje va, de nuevo, de un punto a otro y se arraiga por momentos en memorias patrias, en libros, en animales, en recientes sucesos, en percepciones. Roce de códigos en el laboratorio central como reacciones en cadena, mixtura de efectos de sentido.

En fin, en este último libro de Veiravé predomina un sujeto imaginario que, a fuer de incesante y movible, cede morosamente a lo impersonal con la mascarada misma de la diversidad. El poema va transformándole en lo otro, en otra cosa, aquello que no dice o que ignora la mutable voz, pero que invoca con pertinacia. De pronto, el paisaje de lo escrito es penetrado por un objeto abierto y enigmático, apenas señalado por el sujeto imaginario con ejemplos, con metáforas, con sensaciones, con ajenos testimonios. Un objeto que parece no ceder al cambio y al movimiento y que simplemente está en el temblor de su mera permanencia: lo irreal en el latir de la imagen, la máscara misma de la invisible.

El laboratorio central metaforiza -y asimismo, ironiza- una "ciencia lírica" de esta paradójica objetividad de lo invisible, como si el sujeto imaginario se transformara, al modo del suprasujeto teórico que sostiene los enunciados científicos, en el impersonal articulador de un saber de lo imaginario. Las hipótesis de esa ciencia analógica y singular que se ejercitan en dicho laboratorio son diversas. Algunos ejemplos: la micrografía electrónica revelaría para el ojo poético una escritura abstracta de lo real, un ideograma facetado de la historia genética; la neurofisiología lírica resumiría, en ciertos sistemas de sentido, centros de placer inmediato, tales como la flor del aromito, una ráfaga de lluvia, o versos de Wallace Stevens o de Alvaro Mutis; el agua en su punto de ebullición imaginaria sería registrada por una química de lo verbal, como una palabra que se vuelve vapor, vapor esplendoroso que enrarece el lenguaje. Y, a propósito, el agua es un elemento privilegiado en este laboratorio central. El agua y sus transformaciones imaginarias: espejo, visaje, cabrilleo, profundidad, sendero del descubrimiento, maná. Una imaginación del agua, como ejercitaba Juanele Ortiz, aquel viejo amigo de Alfredo Veiravé.

La poesía termina por hablar de lo que no se sabe y en esa ignorancia incluye al destinatario. Paradojal, una de las secciones de Laboratorio centralestá compuesta por cartas-poemas, donde termina de esbozarse la noción de lo imaginario impersonal y epifánico, como una trama íntima de lo real que establece en la irrealidad sus secretos lazos, hasta ser también una memoria viva de la especie:

 

comprenderás que un mero gorrión en el Mexuar

puede desencadenar todas las circunvoluciones de lo imaginario

que circula por la poesía, que es también, una

memoria

que se sueña como hacen las pequeños al nacer

y en cuyo sueño, entes de la palabra, antes de sonreír

como persona humana como decía Aristóteles,

al ingresar al mundo de los terrestres reconoce en las

sombras

de sus genes, un pre-conocimiento que se hereda de

                                              otras generaciones" (LC, 43).

 

 

II.

 

Finalmente, ese espacio proliferante del jardín veloz atravesó el límite; es el ámbito de lo irreal, la dinámica de la ensoñación poética, el movimiento puro de lo imaginario. La voz de Alfredo Veiravé está en la sombra de ese jardín, está en las flores de los lapachos que caen, indefinidamente caen formando un colchón de flores fantásticas, y está en esa singularidad de la especie, el filodendro imposible que siempre crecerá en el poema, que crecerá siempre, por fortuna, en nuestra pobre y menesterosa realidad con sus hojas de sueño.

 


[i]  En lo sucesivo, citare con las siguientes ediciones de los libros de Alfredo Veiravé mediante las iniciales indicadas entre paréntesis, seguidas por el número de la página correspondiente a la cita: El alba, el río y su presencia, Gualeguay, 1951 (ARP); Después del alba, el ángel, La Plata, Editorial Cortezas del roble, 1955 (AA); El ángel y las redes. Resistencia, Editorial Norte-Argentino, 1960 (AR);Destrucciones y un jardín de la memoria, Buenos Aires, Burnichón Editor, 1965 (DJM); Puntos luminosos, Resistencia, Editorial Fogón de los Arrieros, 1970 (PL);

El imperio milenario, Buenos Aires, Sudamericana, 1974 (IM),  La máquina del mundo, Buenos Aires, Sudamericana, 1976 (MMJ, Historia natural, Buenos Aires. Sudamericana. 1980 (HN); Radar en la tormenta, Buenos Aires, Sudamericana, 1981; (RT) y Laboratorio central, Buenos Aires, Sudamericana, 1991 (LC).

 

[ii] Alfredo Veiravé siempre tuvo presente esa figura, que reunió con el Orfeo rilkeano, tal como puede leerse en su ensayo "Los Sonetos a Orfeo de Rilke", en: V.V.A.A., Proyección del mito de Orfeo y Eurídice en la Iiteratura, Instituto de Letras. Facultad de Humanidades. Universidad Nacional del Nordeste, Resistencia, Chaco, 1991, pp. 83-112

 

[iii] Alfredo Veiravé, Carta al poeta Alfredo Martínez Howard. Burnichón Editor, Buenos Aires, 1964. El poema no fue recogido en libro y se publicó en edición limitada de 150 ejemplares, con una litografía de Carlos Alonso.

  

[iv] Alexander Calder, "Comment realiser l'art?", en Abstraction-Creation, Art Non Fisuratif, I, París, 1932. La traducción es mía. Uno de los críticos de Veiravé, Thorpe Running, señalaba: "Vistas así, las piezas de Veiravé se componen de líneas de palabras (mejor dicho, grupos de palabras) colgadas de un punto en la parte superior de la página, o atadas a algún punto central de ella. Casi podríamos imaginarlas girando libremente como las formas suaves y movibles que componen las obras metálicas de Calder" ("Códigos y lenguaje en la poesía de Alfredo Veiravé", ponencia leída en el Congreso de Literatura Argentina, Universidad Nacional de Salta, Salta, 1987, mimeo.) La descripción de Running, no obstante, se limita al inmediato aspecto visual, pero los vínculos de Veiravé con la estética de Calder trascienden incluso ese aspecto, a partir de la concepción dinámica y relacional del poema.

 

 

(Tomado de la Revista Hablar de poesía Nº7,

Grupo Editor Latinoamericano, Bs.As.,Junio 2002)