ALFREDO, TE CUENTO EL DESENLACE

          Y esto es lo que realmente pasó con José. Ya te he dicho que había ido a vivir a su casa por una de esas combinaciones absurdas de la vida porteña. No teníamos donde ir con mi marido y en lo de José, que era una casa grande en el barrio de Nuñez, quedaba una pieza vacía por casamiento de una hermana. Y aunque no habían alquilado nunca a nadie, pensaron que no vendría mal tener un matrimonio con ellos.

          Eran dos ancianos y un hijo grande que estaba todo el día fuera. Así fuimos a vivir a Nuñez, estableciéndose una de esas situaciones habituales en mi vida, en que me veo requerida por dos amores que he suscitado y que no sé cómo conciliar. A mi marido no le llamó la atención la oferta de una habitación por parte de José, pues no se llevaba mal con el compañero de estudios artísticos de su mujer.

          Ya antes de vivir en Nuñez inicié con José el juego de la coquetería. Al poco tiempo de casada. Te veo con frecuencia en ese entonces, pero vos ignoras todo esto de mí y no es sobre esos temas que nos explayamos. Mis relaciones permanecen para vos en la penumbra. Tal vez sea mejor no averiguar nada, pienso que te decís, después de nuestra ruptura anterior a mi casamiento. En donde vivo, todas mis salidas se justifican por razones de trabajo, estudio y por las actividades políticas a las que periódicamente me entrego.

          Para José creo yo misma ser una mujer misteriosa, a la que no acaba de comprender. Es joven, fuerte e inexperto y yo soy una mujer inteligente. Cautamente lo despierto para mis gustos. Hablo sobre cualquier tema en la mesa, lo miro, le acerco una mano furtiva. José va descubriendo lentamente que soy una mujer apetecible. No apresuro las cosas. Mi marido permanece ajeno al juego porque en la nueva casa le sirven bien de comer, es confiado de alma y sale a las 4 de la mañana para regresar al atardecer. Trabaja ahora en Avellaneda y el viaje desde Nuñez es largo. Tren y colectivo. Está generalmente cansado y por las noches yo charlo incansablemente en el comedor con José mientras él duerme. Antes de regresar a mi cuarto, cruzamos algunas caricias apresuradas. Así permanece José en mi vida. No exige demasiado de mí y sus arrebatos me encantan. Descubro para él un mundo y al mismo tiempo lo descubro para mí, pues José se va haciendo a mis gustos. Ridículo sería que entrara con vos en detalles. Durante largo tiempo José me comparte con mi marido, en una relación en la que sólo lo acepta a él como rival y que al menor retardo en mi regreso descarga sobre mi cabeza una tormenta de celos. Yo me siento halagada y dichosa; estiro los hilos. José es joven, por primera vez puedo sentir algo a su lado. A veces hasta paseamos juntos, en tardes de domingo, en que una salida se justifica si es hasta la Avenida General Paz, para tomar unos mates con el termo y regresar luego a casa, después de la siesta de mi marido. José me acaricia lentamente tirados en el pasto, y conozco momentos de felicidad, lo mismo que en algunas siestas, en mi cuarto, mientras los viejos duermen y si José se toma un día para faltar a su trabajo.

          Esta relación se hace estable y regular, con gustos comunes, como los de una pareja que al ver, o saber algo a solas, piensa automáticamente en lo que el otro pensará sobre eso. José conoce todas mis reacciones; yo me dejo admirar. De pronto, sin embargo, surge Angélica. La conozco en el trabajo, ingresa allí un día cualquiera y comienzo a hacer piruetas para conquistarla. Lo de siempre. A medida que se entreteje en mis días, las cosas comienzan a complicarse, me alejo, sin alejarme, de José. No es un juego de palabras, no creas, es cómo fueron sucediendo las cosas.

          Pero lo de José terminó, sin embargo, más pronto de lo que pensaba o me autorizaban a creer el tiempo compartido, los gustos y todo ese palabrerío de más arriba. Fue el mismo José que me habló de su novia, una compañera de tareas en la fábrica, en la administración de la fábrica. Se había enamorado de él. Comentamos juntos esta posibilidad. José creía que yo no debía decirle -como lo hacía- que era hora de que iniciara algo serio. Y yo se lo decía porque andaba en otra cosa. Alguna vez hasta me reprochó que yo lo había empujado hacia ella. Pero yo, como siempre, y siempre, sólo quería el bien suyo, el bien suyo, ¿me oyes bien? Y tras mi buena intención, también como siempre, se pudrieron las cosas.