ESTATUAS

El animal mayor de la República sería el dragón, pero no exis­te. Ha sido reemplazado por la estatua ecuestre. Es un animal fabuloso. Es de piedra y de bronce. Recuerda a los héroes de la Independencia que resolvieron a caballo nuestra libertad políti­ca. Desde 1810 hasta 1860 no bajaron del corcel. Las dificulta­des que les creaba su posición ecuestre les impedían adaptar como cosa suya los principios liberales de Voltaire y Montesquieu, a esa asociación fundamental y que parecía eterna (antes de la in­vención del vapor) entre el héroe y la bestia, y que no cesó sino con la degeneración del héroe en montonero y en la disminución notable del valor del caballo criollo como elemento civilizador frente al ferrocarril. Los héroes de Mayo, continuando a caballo, terminaron en gauchos alzados que resistíanse a tomar el tren y trataban de enlazarlo. La primera estatua ecuestre que debía de­volver la justa medida del héroe fue la de San Martín en la plaza del Retiro. La habían fabricado para Chile, pero cuando se dieron cuenta los patriotas del desfavor que les echaba encima la preferen­cia chilena, sobornaron al escultor francés y éste fundió dos estatuas en el mismo molde y a uno de los caballos (el chileno) le alargó la cola, dándole así una mejor sustentación a la estatua, que se levanta­ría en un terreno volcánico. Cuando el modelo del hombre perfecto se plasmó en bronce sobre un zócalo de mármol y explicaron los poetas por qué señalaba con su dedo la cordillera de los Andes,

 

 

              "¿no lo ha visto a San Martín, 
              entre el laurel y el olivo, 
              señalando con el dedo 
              donde viene el enemigo?",

 

los falsos profetas y al mismo tiempo seudos formadores de na­cionalidades, los Facundo, los Ferrer, los Bustos y los Ibarra, se perdieron en los campos todavía no arados. La nación comenza­ba. La civilización también. La estatua de San Martín fue regala­da como una recompensa desde Buenos Aires a las provincias que se portaban bien. Una estatua ecuestre de San Martín surgió en las plazas centrales de las capitales de provincia cada vez que uno de nuestros presidentes, por ser galante con la esposa de un fundidor de bronce, recibía su visita perfumada dentro del fuerte de Buenos Aires. El pintor Villegas nos ha dejado, de uno de esos días felices, un paisaje en que las aguas del Río de la Plata parecen más azules, las veletas de San Ignacio y San Francisco mucho más doradas y las banderolas blancas de la escolta presidencial sobre las lanzas, mucho más lindas… La estatua ecuestre de otros héroes, por su abundancia, creó la raza argentina del dragón de bronce. Hoy es común. Esta en todos los catálogos de bazar. Cuando nace una ciudad, y nacerán muchas en la extensión limitada de nacionalidad, será siempre una estatua ecuestre el mejor florón de su corona. Porque desde ese día, la ciudad se sentirá tan noble como aquellas ciudades medioevales que habían dado hijos, Perseos, vencedores de dragones.