IDOLATRÍA DEL ORO

   La idolatría del oro, en el siglo XVI, dibujó mapas, que se vendían en España y en el Perú, de las regiones feraces de Amé­rica, donde fijábanse cerros de oro, de plata y de cacao macizos. La realidad vació el corazón de los conquistadores españoles. Sus hijos, hijos de indias tristes, mascullaron las leyendas de la América imaginaria y fueron creando, para los que llegaban des­prevenidos, una geografía de nubes sobre otra geografía dema­siado cruel. De los pueblos miserables, de adobe y paja, en que se reunían tantos desalentados, salieron las entradas al río Marañón, al Amazonas y a las tierras saladas de la Patagonia, sin des­cubrir jamás el Eldorado, ni el Gran Paititi, ni el reino de Cévola, ni la ciudad de los Césares, como los marinos de la misma cepa no hallaron el Catay, ni la isla de Samborombón, ni frente a la costa de los Bacallaos (hemisferio norte de la América) el puerto de la venturosa ciudad de Quivira.

 

         Regiones fabulosas en que el arado tenía rejas de oro y las casas techadas de plata, fueron buscadas con linterna, siguiendo, en el mejor de los casos, el rastro milenario de los indios que escapaban a las celadas de las tierras vírgenes, selvas y tembladerales. Pero inútiles fueron los rodeos. Las ciudades previstas huían como los guanacos de los cazadores inhábiles. Los adelantados volvían mohínos a sus puntos de partida, cargados de penas y de odios, macilentos, roídos por las fiebres. Sólo les quedaba la ficción sobre los labios y dijeron haber hallado en las regiones que los habían vencido "grandes nubes obscuras flotando a for del suelo, que no permitían aventurarse ni ver claro, aunque hubieran oído, dentro de las nubes, ruido de gentes, relinchos de caballos, balidos de ovejas, cantos de gallos y de haber visto, en las aguas de un río que sale siempre de esas regiones plutonianas, trozos de barcas, remos quebrados y redes abandonadas".