EL HOMBRE Y LAS PIEDRAS

 

 

           El árbol es un hombre que duerme. Vive, sueña, pero todavía no piensa. La piedra no sueña, pero vive. Si las piedras fueran menos comunes de lo que son (su cantidad es fabulosa), y son tantas y tan pesadas que cambian, lentamente, con mucha difi­cultad, de postura, habrían como los vegetales dado un paso ha­cia delante y como los árboles andarían.

 

           Porque las semillas que lleva el viento son árboles que cami­nan sobre el mundo y cuando se levantan sobre la tierra es para reflexionar y esperar a otros árboles semejantes que los siguen. Las piedras anduvieron mucho en los primeros años de la crea­ción. Cansadas, pesadas como son, se achataron, se incrustaron en la arena y en la arcilla, en los grandes médanos secos del mun­do, médanos subterráneos lejos del agua, cerca del carbón y no lejos del fuego interior del globo. Las piedras se redujeron, por falta de espacio, a una masa uniforme y sólida, y faltas de ali­mento, tornáronse impotentes. No dieron más semilla. Se perdió el sentido de su reproducción. Sólo la macedonia engendró otras piedras. Hoy día, en ciertos abismos, las piedras, algunas, conti­núan seccionándose, reproduciéndose, viviendo, animadas por las corrientes de agua que las tonifican. La vida de las turquesas, de las ágatas y las serpentinas es perceptible. Cuando ven la luz del sol cambian de color. Tienen venas diminutas, por donde la vida —que se va reduciendo— no hallará paso a la savia, crista­lizándose, dentro de mil años, bajo la influencia del aire caliente. Las piedras se endurecen al calor, al rayo del sol. Bajo los mares de arena que forman los desiertos hay una gran lápida, de una sola pieza, indestructible. La arena caliente la ha secado, esterilizado. Es la piedra muerta por excelencia. Tiene once leguas de espesor. Si juzgamos bien puede asegurarse que la cantidad piedra es invariable e inagotable en el universo. Si no puede gastarse, tampoco puede reproducirse, aumentarse. Algunos animales fabrican piedras, pero son pequeñas y preciosas. Hasta el siglo XIX, hasta fines de este siglo, aun inmediato, el lapidario de las piedras fantásticas, porque son mucho más preciosas que las que engarzan los orfebres, llenó de ilusión a los enfermos, fue su última esperanza, y los espíritus inclinados a la magia negra, los que aplicaban su oído curioso contra la tierra asegurándose del paso misterioso de seres desaparecidos, con la misma insistencia con que los primeros astrónomos aplicaron el telescopio a la región de las nebulosas, buscaron y esperaron de esas piedras la llave del milagro.

 

            Centenares de estos espíritus especulativos ensayaron sus efec­tos, y aunque ninguno de ellos quedó satisfecho, el valor impon­derable de esas piedras raras era tanto, que callaron sus fracasos y estimularon, mucho más que antes, su poder curativo. La far­macia de la colonia española está llena de piedras milagrosas. El seso de los clérigos, paisanos y conquistadores, que llevaban re­quesones bajo el yelmo, no pudo ser aligerado de su presencia. Marbodio, Isidoro de Sevilla y Felipe de Tahon han hablado de esas piedras y conoceremos, gracias a ellos, sus efectos fantásti­cos y su origen fabuloso.