LA SALUD DEL CAMPO

 

Desde la puerta del rancho, bajo el margen reducido del alero, el paisano miraba el horizonte. Conocía el campo como la palma de la mano. Bajo la influencia magnética de sus ojos, las úlceras abiertas sobre el lomo de los baguales que erraban a la distancia vomitaban los gusanos de la mosca maligna y se cicatrizaban. Mirando hacia la cañada, despertaba los teros y sabía por ellos dónde estaban las nidadas y dónde moraban las perdices. Todo lo sabía sin dejar la puerta del rancho. A lo lejos, descubría por signos de que ha llevado el secreto quién era el jinete envuelto en la nube de polvo. Dirigiendo la vista hacia la derecha del rancho, hacia una loma, una loma que era una forma, imperceptible, como un seno de impúber, entre varios yuyos venenosos que le hacían la corte, descubría las plantas de menta. Sin salir del rancho, mirando hacia el otro lado, en dirección de la pulpería, que estaba a cuatro leguas —nada más—, distinguía crecer unas hierbas que, secadas al sol y decantadas en agua hirviendo, salvaban a los paisanos de un mal varonil: el de no poder orinar. En la patología de ese país sin alambrados, los paisanos, como los campos sin pendiente, se perdían, para la hacienda, cuando no podían desaguarse. La hidropesía, que hace de un ser humano un tanque de agua, era una manera estática de irse para el otro mundo. El hidrópico no podía moverse. La gente estimaba al enfermo como a un tonel y medían de su gravedad por el volumen, a ojo de buen cubero. El té de barbas de choclo, de cogollos de guinda, o de ajo-porro, ha hecho orinar y purgado los riñones pletóricos del gaucho y de su esposa, no menos sensible a las variaciones del frío, que "entraba" siempre por la vejiga, cuando el matrero no les agujereaba la "pañoleta" o el poncho y les daba una puñalada en los pulmones para que pudieran "irse del pecho".

        El pelo de animal colorado, la planta exótica, el polvo de piedra fabulosa, fueron la base de la salud argentina, que ha vencido al gualicho de los indios, y que los curanderos aborígenes escamoteaban en sus bocas, para extraérselo luego, hábilmente, al enfermo, de la región adolorida.