Los árboles criollos tenían la tendencia a abrirse de espaldas para luchar contra los vientos. Nuestra flora, fuera de aquella que se cobija en los valles de la cordillera o de la que se toma de la mano en la selva chaqueña, es de corpulencia maciza, pero no heroica. Nos faltaba un tenor. El sauce, el ceibo, el tala, son árboles modestos. Ese árbol con que soñaban nuestras costas admirando los mástiles y el velamen de los navíos metropolitanos era el álamo. Fue nuestro primer inmigrante. Lo trajeron junto con los negros, como una rareza de la que teníamos necesidad para crecer. De los álamos salieron nuevos navíos, y de los negros, poetas mulatos, payadores para los campos, y de sus hijas, cuarteronas para las grandes pasiones inconfesadas de los altos funcionarios coloniales.