LA PIEDRA IMÁN

 

Las creederas de la humanidad suelen
tener unas proporciones admirables.
L. V. Mansilla


           La piedra imán tiene el color del fierro y el resplandor del cristal. Antes estuvo unida al brillante, pero cuando Adán salió del paraíso, el imán quedó malparado, como un gaucho pobre. Mientras el diamante lucía en la corona de los reyes de Jerusalén, el imán se iba con los árabes a refugiarse en el desierto. Los mé­dicos de perfil de milano se sirvieron del imán para hacer mila­gros y Mahoma construyó una iglesia con techo de imán. Cuan­do murió y fue puesto en un cajón de hierro que había mandado construir especialmente, el imán atrajo al techo el cajón y quedó suspendido para la eternidad. Se halla todavía en la iglesia de la Meca, pegado a la cúpula, y sólo se desprenderá el día del juicio final. El imán es una piedra lisonjera. Trae con ella la suerte, desbarata los malos sueños y torna invisibles, en los momentos difíciles, a sus poseedores. Poniendo un corazón de palomo y un poco de piedra imán dentro de una prenda que ha pertenecido a un ser querido, el amor volverá y hará el resto. A la piedra imán hay que alimentarla con pedacitos de hierro viejo y para cortarla hay que untarla con sangre de chivo. En Chipre, decía Aristóteles, se siembra el hierro y crece como las plantas. Yo creo que debe ser más bien el imán, y no el hierro, el vegetal a que alude el filósofo que ha clasificado a las ostras y a las algas entre las flores marinas.